A veces callamos para decir de otro modo, para hacer de otra forma, para lograr lo que solo el silencio dice, para habitar un cierto tiempo, una determinada manera de tiempo. Es un reposo, no simplemente un descanso. También, y muchas veces, sobre todo para los demás. Para ser algo diferentes, siquiera de nosotros. Para lograr aquello que no resulta fácil, y que consiste en no aburrirse de sí mismo. Para huir de esa forma que se caracteriza por oírse decir. Pero no siempre es posible.
En ocasiones se comprende que el silencio está poblado de palabras no acalladas, sino diciéndose. Pero esto es un privilegio que no a todos alcanza. Se dicen, eso sí, en silencio, que no es simplemente una forma de enmudecer. Se agudiza la necesidad de abrirse a nuevas escuchas, las que no se reducen a lo evidente. Y más parece ser una verdadera travesía, la que solo se produce por ir a otra cosa. Se trata de un cierto desplazamiento que no necesariamente supone pérdida o merma de actividad. Hay zonas y espacios de silencio que ofrecen otra fecundidad. No es sin embargo una aventura simple. En cuanto uno se descuida, se vuelve a las mismas.
En cierta medida, nos pasamos la vida yéndonos, y no siempre es fácil saber si se trata de un alejamiento o de otra forma de aproximación. Los mismos asuntos, las mismas cuestiones tal vez están requieriendo algún alivio de la presión de nuestra existencia. También necesitan airearse, esponjarse. No es una desatención, sino una forma de consideración.
No es cuestión de mirar para otro lado, de ignorar hasta qué punto somos instados por urgencias ineludibles, sino de abrir la mirada más allá del limitado horizonte de nuestra vida cotidiana. Siempre hemos de hacerlo, pero en ocasiones prácticamente se impone el quedar anclados en la suerte que parece habernos correspondido. Y entonces la reiteración y la persistente voluntad de quedar fijados en lo que ya estamos produce la ceguera que nos impide contemplar, que no nos permite comprender. No siempre cabe ir a otra cosa.