Todo parecería predispuesto para nosotros. Incluso el mundo. Bastaría con tender o extender la mano y daríamos con ello. Pero no siempre nos resulta tan accesible. Una gran ceremonia de la presentación, del ofrecimiento, muestra paradójicamente hasta qué punto lo que se nos brinda ni es tan inmediato ni tan asequible. No resulta fácil ni siquiera apropiarnos de nosotros mismos. Hasta lo más próximo se hurta a la posesión. Tal vez no se trate de eso. Quizás, como suele decirse, el objeto huye. Y aún más, el escaparate de la seducción avive una permanente insatisfacción. Hay carencias decisivas y bien consistentes, aunque también podría ser que se buscara que fuéramos lo que no tenemos y perseguimos.
No lo tenemos y nos entretiene. Nos sentimos no ya rodeados, ni siquiera solo envueltos, sino tomados por la llamada a responder permanentemente a los requerimientos de aquello que, según se nos dice, no carece de interés. Por lo visto, ha de resultarnos interesante. E incluso cabría pensar que responde a nuestro deseo. Y en el colmo de la euforia, que lo satisface. Pronto comprendemos que habitualmente ni eso ocurre, ni en eso consiste.
Tal vez los proveedores nos conocen mejor que cada uno a nosotros mismos. Saben lo que nos conviene. Y con frecuencia hay indicios evidentes de que no están desorientados. Incluso de que comprenden hasta qué punto nosotros sí lo estamos. Y no tanto, entonces, porque pueden darnos respuesta a nuestras demandas. La desorientación es mayor. Quizá, lo inquietante es que son capaces de entregarnos las preguntas, hasta hacerlas nuestras. Capaces no ya de satisfacer el deseo, sino de hacer desear. De hecho, confundido con la ansiedad, con las urgencias, los miedos o las ganas, el deseo quedaría secuestrado por estos ofrecimientos. Pero no por ello dejaría de trabajar. Y a falta de otras sugestiones, se trataría de acallarlo en la combustión en la que se consume todo.