Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Todo a nuestra disposición

Por: | 30 de septiembre de 2014

Taryn-rose

Todo parecería predispuesto para nosotros. Incluso el mundo. Bastaría con tender o extender la mano y daríamos con ello. Pero no siempre nos resulta tan accesible. Una gran ceremonia de la presentación, del ofrecimiento, muestra paradójicamente hasta qué punto lo que se nos brinda ni es tan inmediato ni tan asequible. No resulta fácil ni siquiera apropiarnos de nosotros mismos. Hasta lo más próximo se hurta a la posesión. Tal vez no se trate de eso. Quizás, como suele decirse, el objeto huye. Y aún más, el escaparate de la seducción avive una permanente insatisfacción. Hay carencias decisivas y bien consistentes, aunque también podría ser que se buscara que fuéramos lo que no tenemos y perseguimos.

No lo tenemos y nos entretiene. Nos sentimos no ya rodeados, ni siquiera solo envueltos, sino tomados por la llamada a responder permanentemente a los requerimientos de aquello que, según se nos dice, no carece de interés. Por lo visto, ha de resultarnos interesante. E incluso cabría pensar que responde a nuestro deseo. Y en el colmo de la euforia, que lo satisface. Pronto comprendemos que habitualmente ni eso ocurre, ni en eso consiste.

Tal vez los proveedores nos conocen mejor que cada uno a nosotros mismos. Saben lo que nos conviene. Y con frecuencia hay indicios evidentes de que no están desorientados. Incluso de que comprenden hasta qué punto nosotros sí lo estamos. Y no tanto, entonces, porque pueden darnos respuesta a nuestras demandas. La desorientación es mayor. Quizá, lo inquietante es que son capaces de entregarnos las preguntas, hasta hacerlas nuestras. Capaces no ya de satisfacer el deseo, sino de hacer desear. De hecho, confundido con la ansiedad, con las urgencias, los miedos o las ganas, el deseo quedaría secuestrado por estos ofrecimientos. Pero no por ello dejaría de trabajar. Y a falta de otras sugestiones, se trataría de acallarlo en la combustión en la que se consume todo.

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Con rostro humano

Por: | 26 de septiembre de 2014

Kelvin 2008

Hemos dicho tantas veces humano, con sentido humano, hemos reivindicado tanto lo humano, proclamado la dignidad del ser humano, que ya parece haberse escurrido entre tanta declaración su rostro. Sobre todo el de cada quien, el de cada cual, el de cada uno y cada una, singulares, irrepetibles, insustituibles. Hemos debatido tanto sobre el sentido y el alcance de lo que humanismo pudiera querer decir, escrito cartas sobre su necesidad o sus límites, o  sobre lo inconveniente de tal o cual lectura, que casi produce algún pudor emplear ciertos términos.

Hemos abierto tal brecha entre las exaltaciones verbales y el verdadero cuidado, que apenas quedan palabras no manoseadas ya por la incoherencia o la insensibilidad. Hemos mostrado tal conmiseración, tal superioridad y condescendencia acerca de determinadas necesidades, que prácticamente resulta indispensable volver a aprender a decir al respecto. Con cordialidad, eso sí, decidida y, cabe subrayarlo, humana.

Pero nada ha de considerarse una excusa para dejar de dar sentido humano a nuestras acciones. Podemos, sin duda, cuestionarnos lo que eso quepa querer decir, si bien ya solo con plantearlo cobra el alcance de una tarea encaminada a lograr ciertas condiciones para que cuanto hagamos esté regido y orientado por una prioridad.

No deja de ser una cuestión lo que signifique reconocer al ser humano. Hacerlo, en todo caso, vincula la singularidad de cada quien, asimismo la nuestra, con una concreta universalidad. Propicia una noción de comunidad de diferencias capaces de vertebrarse sin anular su irreductible individualidad. Pero pronto proliferan las cuestiones sobre la identidad, o el sentido de esa individualidad, y no resultaría difícil alumbrar toda una serie de problemas, verdaderamente sugerentes y, quizá fecundos. No es, sin embargo, preciso efectuarlo siempre. Ahora, por ejemplo, sencillamente buscamos que tales e imprescindibles asuntos no nos distraigan de lo que deseamos subrayar: la necesidad de no distorsionar nuestra mirada para obnubilarla, la de ajustarla con convicción a fin de considerar más intensa y radicalmente a cada ser humano.

Ahora bien, no pocas peripecias y algunos discursos parecen empeñados en enturbiar nuestro ver o en establecer prioridades desatentas, que, caracterizadas si fuera preciso como superiores, lo son al precio de anular concretamente a quienes constituyen lo que habría de ser eso común.

 

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Nuestra oscuridad

Por: | 23 de septiembre de 2014

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Entre las diversas modalidades de ceguera no es menos inquietante la que nos impide ver la oscuridad. Algo se nos resiste a la absoluta apropiación. No pocas veces sentimos que no acabamos de acceder ni siquiera a nosotros mismos. Resultamos un tanto inaccesibles y no solo para los demás. No necesariamente porque seamos rebuscados, sino porque no parecemos encontrarnos. No es por falta de introspección, ni siempre este ha de ser el camino, aunque tampoco resulte desechable. Es algo contundente y sencillo, implacable. No somos ni mera penumbra ni pura transparencia. Y no hablamos únicamente de lo que velamos u ocultamos, sino de lo que no se nos alcanza.

Aprender a convivir con lo que no se deja reducir es tanto como asumir que no nos tendremos nunca del todo. Nuestros necesarios esfuerzos por comprender, por entender, por saber, una y otra vez se encuentran con lo que nos resulta inaprensible. Ese fondo de penumbra no nos es ajeno. No parece menos nuestro que cualquier luminosidad.

En ocasiones es tan consistente que tiende a ocuparlo todo. Va penetrando como la niebla, como la bruma, y poco a poco modifica la percepción. La distancia, las formas, las sensaciones e incluso los sonidos son otros. Cualquier menudencia tiene un aire acechante, confuso y un tanto peligroso. Nos mantiene inquietos y alerta, pero no deja de ser algo paralizante. No es necesariamente la noche, es la oscuridad. Y, sin embargo, en cierto modo nos pertenece, nos habita, no es un mero exterior. Incluso diríase que nos constituye. No es solo nuestro clima, es nuestra atmósfera.

Habitar esa oscuridad constitutiva, esa impenetrabilidad, tal vez nos permite afrontar con mayor radicalidad aún la voluntad de transformación, desde la constatación de que no se persigue el imperio de la luz, sino el de la adecuada visibilidad. Y para ello se precisa opacidad y resistencia a esa propia luz. De lo contrario, nada se ve, como ocurre fuera de la caverna platónica. Y en cierto modo, no hay nada que ver, al constatar que nada tenemos que ver con ese escenario brillante. Ni dentro, ni fuera; nuestra oscuridad no se asienta en esos acomodados lugares.

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Orientarse en el pensamiento

Por: | 19 de septiembre de 2014

Thinking of going home

Podría ocurrir que nuestra desorientación fuera de pensamiento. No basta con determinar la posición respecto de un punto cardinal para considerar que aquella ya está orientada. En todo caso, es una forma de encontrar a partir de algo, lo que exige que la referencia esté previamente establecida. No es difícil reconocer que, o bien entramos en un juego de remisiones sucesivas o, en última instancia, ni siquiera bastaría dar con el oriente. Incluso para orientarse geográficamente precisamos elegir un fundamento de diferenciación. Otro asunto es cómo orientarse en el pensamiento, aquello que Kant se pregunta expresamente qué significa, a qué llamamos hacerlo.

Baste decir que no es difícil hacer la experiencia de sentirse desbordado por tamaña pretensión y que, en cuanto uno se descuida, se ve enredado en ensoñaciones, sobre todo si la piedra de toque no es la razón. Precisamos siquiera una creencia racional, que no llegaría a ser un saber, pero podría ser un postulado de la razón, o una opinión dispuesta a lo que la ratifique como tal saber. Eso nos permitiría tomarlas por verdaderas, creer razonablemente en ellas. Sería suficiente con tenerlo en cuenta para reivindicar la libertad de pensar.

A ello se opone, como Kant señala, la coacción civil, que nos impide vivir esa libertad en comunidad y comunicar públicamente lo que pensamos. También se le opone la intolerancia, la de quienes se erigen en tutores de lo que han de creer los demás, proponiendo lo que es obligatorio pensar, considerando peligrosa una indagación personal y propalando el miedo a valerse por sí mismo. Pero la libertad de pensar significa no creerse tan genio como para no someterse a la ley que la razón se da a sí misma, lo que conduciría a doblegarse bajo el yugo de las leyes impuestas por algún otro. Mas aún, la ausencia explícita de ley en el pensamiento supone la pérdida de la libertad de pensar.

En tal caso, las decisiones terminantes y las grandes expectativas iniciales abren espacio a un delirio posterior, el de la iluminación, lo que tarde o temprano conlleva la confusión de lenguaje y, curiosamente a la par, la proclamación de lo que es obligatorio pensar, la superstición de que eso es lo único que ha de pensarse. Ni siquiera así se logrará que la razón humana deje de tender hacia la libertad y no se resigne al estado general de descreimiento en ella, en el que se acuna el escepticismo.

No es imprescindible seguir hasta aquí a Kant. Baste con dejarse alcanzar por sus supuestamente ya desplazadas palabras: “Admitid lo que os parezca más auténtico, luego de un examen cuidadoso y sincero. Pero no neguéis a la razón lo que hace de ella el bien supremo sobre la Tierra, a saber, el privilegio de ser la última piedra de toque de la verdad. Si no, indignos de esa libertad, seguramente la perderéis y arrastraréis en esa desgracia a vuestros semejantes que son inocentes y estarían seguramente dispuestos a servirse legalmente de esa libertad y, así, a usarla con el fin del bien de la humanidad.”

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Hasta llegar a la escuela

Por: | 16 de septiembre de 2014

Provinzia de Rizal, Filipinas

Al iniciarse una clase, al abrirse el aula, conviene tener presente los caminos que han conducido hasta ella. Y no ya solo el despertar, las vicisitudes cotidianas, los preparativos, el traslado, y, en su caso, la compañía. Prácticamente cada palabra, cada acto, forman parte de lo que es también labor educativa. Y basta fijarse para comprender hasta qué punto las circunstancias son radicalmente diversas. Pero siempre con un horizonte, el de la necesidad e importancia de llegar, de acceder a la enseñanza y a la formación. Y en un entorno de afecto y de convicción, de seguridad y de serenidad.

El camino hacia el colegio es asimismo escuela, el viaje forma parte de ella, y cada gesto, cada palabra, lo que ocurre y afecta, no solo predispone, es ya constitutivo de la acción de aprender. Y sentir que uno no resulta indiferente, que el esfuerzo merece la pena, a veces bien explícita, que alguien espera algo de ti, que te aprecia y te valora, que a su modo tiende su mano y te orienta en esa dirección, eso es un regalo de la vida. Y siempre con la confianza de que te aguardan con hospitalidad y tienen tanto que ofrecerte.

“Sur le chemin de l'école”, película documental francesa, del año 2013; dirigida por Pascal Plisson, y con guion escrito conjuntamente con Marie-Claire Javoy, presenta el largo trayecto de cinco niños de cuatro extremos del mundo y las peripecias para recorrer la complicada distancia que han de hacer cada día para acceder al colegio. Una vez más, la realidad es asimismo la mejor metáfora, la de una implacable verdad.

Ir a la escuela cabe considerarse natural para quien puede hacerlo. No por ello deja de ser relevante. Y digno de subrayarse. Incluso de celebrarse. Damos todo tan por supuesto, nos parece tan habitual, que prácticamente nos limitamos a la gestión de determinadas cuestiones prácticas. Sin embargo, poderlo hacer y de modo razonable es un privilegio y asimismo una conquista personal y social.

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La innovación y el afán de novedades

Por: | 12 de septiembre de 2014

Tangles

Se han presentado nuevos productos. Sin duda resulta fascinante. Y probablemente fructífero. En todo caso, cabe preguntarse si por ello pueden considerarse necesariamente innovación. No se descarta. Sorprende que algo se encuentre innovador por ser novedoso, o interesante por ser reciente, o diferente por ser actual. En una sociedad que entroniza como valor el que algo sea de última hora, lo determinante parece ser el gesto de aparecer, incluso el placer de deslumbrar con lo que los demás desconocen. Ciertamente, puede llegar a ser relevante, aunque no con seguridad. La mayor demostración de deficiencia no radicaría en la incompetencia, para admirarlo bastaría con que se tratara de algo reciente. El desprestigio de lo ya sucedido consistiría en su pertenencia a algo en cierto modo pasado. Cada día transcurrido no sería un día más, sino un día de más respecto de la entronizada novedad.

Ahora bien, la innovación no es simplemente la irrupción de lo nuevo. No ha de reducirse a procurar algo, sino que ha de lograr que sea de otra manera. No basta con ofrecer otra respuesta, se trata de darla de tal modo que ponga incluso en cuestión el modo de preguntar, salvo que consideremos que todo lo nuevo es innovador, y que basta que lo sea para considerarlo excelente. Sin embargo, hay una forma de pasado, aquella que no se limita a pasar, que permite que algo resulte tan vigente que en cada caso procure efectos inauditos, sin ser sin más antiguo.

Los tiempos en los que, con buenas razones, se preconiza la importancia de la innovación son los que más necesitan plantearse cuál es su sentido y alcance. No solo consiste en el afán de novedades, en la percepción de que es cosa de procurar modificaciones, como si bastara con que algo fuera distinto para considerar que es efectivamente diferente. Incluso un simple cambio de residencia o de vida, efectuado para volver a las mismas, se entiende como si fuera una transformación. Hasta un simple mareo o trastorno de la situación podría considerarse una reforma, como si ello, por sí solo, garantizara su bondad. Con que no fuera igual, sería suficiente. Todo consistiría en desplazar, reubicar, trasladar, mudar, iniciar, inaugurar, remodelar: “estamos innovando”.

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Oí decir que...

Por: | 09 de septiembre de 2014

Yang Shibin   (6)

Volver es también retornar a algunas palabras, ejercitarse de nuevo en ciertas prácticas, enfrentar concretas cuestiones y, sobre todo, reencontrarse con algunos interlocutores. Son nuestros otros, y en esa medida rostros de uno mismo. Si hubiéramos de resumir cómo nos va o nos ha ido, con frecuencia titubearíamos, reiteraríamos lo ya sabido o lo que hemos oído decir y tal vez nos limitaríamos a comentarlo. En todo caso, confiamos en exceso en la repetición como garantía. Y nos amparamos en ella. Aún más, nosotros mismos nos contamos lo pasado en la búsqueda de la confirmación que supone copiarlo cien veces en el tablero. No hacen falta ni más pruebas, ni más argumentos. Contrastar es simplemente, por lo visto, oírlo en más de una ocasión. Parecería ser la constatación, la seguridad, de que efectivamente ya estamos.

Aprender a distinguir en la vorágine de cosas habladas y contadas lo que en verdad de alguna manera nos dice algo, no siempre resulta fácil. Podría suceder que si hubiéramos de recapitular lo que hemos sido capaces de escuchar recientemente, solo, en el mejor de los casos, resonarían las caracolas marinas de Neruda. Es cierto que, si hay algo que decir, es porque algo se nos viene diciendo. En realidad, es cuestión de inscribirse en ello, siquiera para buscar decir otra cosa. Para eso no está mal escuchar o leer, esto es conversar y pensar, y ojalá hayamos sido capaces de hacerlo, para tener alguna cosa que inaugurar o que recrear. Y cabe preguntarse qué hemos realizado recientemente al respecto. Compartirlo es una forma de apreciarnos.

Pero cuando Platón afirma “akoé”, “oí decir que”, no es que sencillamente haya rumores o noticias, es que alguna otra posibilidad ha atravesado los tiempos y los espacios más inmediatos, alcanzándonos desde un cierto lugar sin espacio, desde un momento sin tiempo. Si se escribe, y él lo hace, es porque parece haberse escuchado algo que no basta con citarlo. Se presenta como en cierto modo inmemorial, aunque es memoria concreta. Se trata de algo difusamente sucedido y a la par contado y legado en el diálogo entre intervinientes, testigos y un auditorio, todos ellos participantes.

Lo que se dice nos llega a través de testimonios, de quienes estuvieron cerca, de quienes contemplaron y no simplemente vieron, de quienes son recabados para abrir de nuevo esa historia y son llamados a verse concernidos, a dialogar al respecto, en una conversación en la que el verdadero narrador es la memoria. Todo un coro de voces procede como un manantial. No es un mero oír, es un escuchar algo y a alguien, y que merece ser, no simplemente transmitido, sino más aún trasladado, quizá relatado. Y este modo de hacer nos alcanza. Y así, juntos, vamos elaborando, y se va tejiendo un discurso plural, abierto, sin sujeto ni propietario, que cada quien incorpora a su vida sin adueñarse de él.

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El País

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