No pocas veces nos sentimos desconcertados por la singularidad de cada quien, insustituible, irremplazable, irrepetible, única. Incluso nos resulta enigmática y algo misteriosa. El que, en cierto modo, la nuestra lo sea también para nosotros mismos no nos alivia la impresión. Cuando se trata de un niño, de una niña, y muy especialmente cuando le apreciamos, le queremos, no cesamos de sorprendernos por lo que no se deja retener en la más precisa de las previsiones.
En algunos casos subrayamos lo parecidos o lo distintos que son, lo que no hace sino confirmar que efectivamente son diferentes. Y no se trata de problematizarlo, y menos aún de establecer mecanismos para neutralizar, por la vía de homogeneizar, su identidad.
Tratamos de comprender, de encontrar y de subrayar los rasgos de una mutua pertenencia, lo común de ciertas experiencias, lo compartido de determinados comportamientos. Empleamos diversas clasificaciones, y nos valemos de variados criterios. Y para ello es imprescindible el conocimiento experto, el buen oficio, lo asentado y cuajado de determinadas prácticas y del análisis de sus consecuencias. Sin embargo, pronto constatamos que conviene no dar demasiado por presupuesto, y menos aún limitarnos a la mera aplicación de fórmulas y de recetas, como si se tratara de embridar con ellas la singularidad.
La creatividad no es simplemente la capacidad de producir novedades, sino de irse haciendo, de transformarse, de crecer. No es solo el brillo de la imaginación y de la inteligencia, es el núcleo de toda una forma de vivir. Por cierto, en ocasiones contemplada con inquietud, con prevención. Hasta el extremo, quizá, de ser considerada como un obstáculo, un desvarío de la fantasía, una fuente de distracción para lo que, ya establecido, ha de asumirse.
Precisamente por ello, cada gesto consistente de un niño, de una niña, introduce alguna suerte de confusión en nuestra aparente seguridad. Y habría de conducirnos a maneras de escucharlos, no para limitarnos a ratificarlo, sino para abrirnos a lo que habla en ese ademán, lo que dice y expresa, lo que busca, lo que demanda. De ahí no se deduce la necesidad de un asentimiento, ni de un consentimiento, sino de una hospitalidad. Y requiere una respuesta. No hacerlo sería un modo de contestar, una forma impaciente de desatención.