Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Cada niño, cada niña

Por: | 31 de octubre de 2014

Alastair Magnaldo 3

No pocas veces nos sentimos desconcertados por la singularidad de cada quien, insustituible, irremplazable, irrepetible, única. Incluso nos resulta enigmática y algo misteriosa. El que, en cierto modo, la nuestra lo sea también para nosotros mismos no nos alivia la impresión. Cuando se trata de un niño, de una niña, y muy especialmente cuando le apreciamos, le queremos, no cesamos de sorprendernos por lo que no se deja retener en la más precisa de las previsiones.

En algunos casos subrayamos lo parecidos o lo distintos que son, lo que no hace sino confirmar que efectivamente son diferentes. Y no se trata de problematizarlo, y menos aún de establecer mecanismos para neutralizar, por la vía de homogeneizar, su identidad.

Tratamos de comprender, de encontrar y de subrayar los rasgos de una mutua pertenencia, lo común de ciertas experiencias, lo compartido de determinados comportamientos. Empleamos diversas clasificaciones, y nos valemos de variados criterios. Y para ello es imprescindible el conocimiento experto, el buen oficio, lo asentado y cuajado de determinadas prácticas y del análisis de sus consecuencias. Sin embargo, pronto constatamos que conviene no dar demasiado por presupuesto, y menos aún limitarnos a la mera aplicación de fórmulas y de recetas, como si se tratara de embridar con ellas la singularidad.

La creatividad no es simplemente la capacidad de producir novedades, sino de irse haciendo, de transformarse, de crecer. No es solo el brillo de la imaginación y de la inteligencia, es el núcleo de toda una forma de vivir. Por cierto, en ocasiones contemplada con inquietud, con prevención. Hasta el extremo, quizá, de ser considerada como un obstáculo, un desvarío de la fantasía, una fuente de distracción para lo que, ya establecido, ha de asumirse.

Precisamente por ello, cada gesto consistente de un niño, de una niña, introduce alguna suerte de confusión en nuestra aparente seguridad. Y habría de conducirnos a maneras de escucharlos, no para limitarnos a ratificarlo, sino para abrirnos a lo que habla en ese ademán, lo que dice y expresa, lo que busca, lo que demanda. De ahí no se deduce la necesidad de un asentimiento, ni de un consentimiento, sino de una hospitalidad. Y requiere una respuesta. No hacerlo sería un modo de contestar, una forma impaciente de desatención.

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Una amable charla

Por: | 28 de octubre de 2014

Aldo Balding Grande

Hay algo extraordinario en la charla tantas veces intrascendente, al menos en apariencia. No siempre las grandes comunicaciones tienen lugar en el contexto de entronizadas conversaciones, ni en el de los grandes encuentros, ni siquiera ello garantiza los más importantes hallazgos. Si la retórica es, para Meyer, “la negociación de la distancia entre individuos sobre una cuestión concreta”, tal vez todo cuanto nos decimos se ve afectado por la necesidad de dar con la distancia adecuada, lo que condiciona la viabilidad de sintonizar. Y a veces carecemos de la más mínima amabilidad. Olvidamos que es condición de posibilidad de la palabra ajustada, incluso para marcar distancias.

En ocasiones, las más relevantes reuniones se ven afectadas por la incapacidad de sostener una charla distendida, sintomáticamente denominada desenfadada, que genere confianza, y dé humanidad a la relación que ha de mantenerse. Tendemos a estimar que se trata simplemente de liberarse de todo cuidado o consideración, como muestra de proximidad, lo que no necesariamente es señal de algo positivo. Más bien, la cercanía se produce, para empezar, siendo capaz de velar por no dejar de ser quien se es y, en cierta medida, como se es. Y de propiciar que los demás lo sean. Y eso incluye no limitarse a lo que ya somos. De lo contrario, lo que se pone de manifiesto es sencillamente la incompetencia para estar a la altura de lo que requiere la situación. No somos la persona adecuada. Aunque no faltan quienes suelen estimar que eso más bien le ocurre a su interlocutor.

No hay que estar tan seguro de que cuando no hablamos de nada, nada se diga. En cualquier caso, en la cadencia morosa o precipitada de una charla, de una u otra manera, nos expresamos. Todo es gesto elocuente. Por supuesto, también el silencio, y la mirada, y la corporalidad que tanto intervienen. De ahí que quepa decir que hay manifestación, y que hasta en la más contenida charla, se produce cierta exposición. No es tan fácil eludirla, ni siquiera muy recomendable. Y no ya solo porque, de no haberla, no hay propiamente palabra, sino porque difícilmente cabe sustraerse a una mayor transparencia que la que se pretende. Al charlar nos decimos mucho más que lo que contamos.

En cierta medida, cuando hablamos de charlar hacemos lo que decimos. Pero para ello es imprescindible que contemos con alguien, que lo tengamos en consideración. La charla no necesita proponerse demasiado, ni esperar más de lo previsible. En cierto modo, no suele ser muy pretenciosa. Y ahí radica la fuerza de sus imprevisibles efectos, en la pujanza de lo inesperado. Poco a poco, quizá con la parsimonia de lo que no busca ser necesariamente rentable, va impregnándolo todo de un tono no pocas veces amigable.

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El desconcierto

Por: | 24 de octubre de 2014

Galeria2

Entre sorprendidos y aturdidos, parecería como si hubiéramos de decidir si ocuparnos de nosotros mismos y cuidar de nuestros asuntos o entregarnos a diversas causas que tal vez en principio pensaríamos que nos incumben menos. Pronto encontraríamos buenas razones para proceder como ya procedemos. Aunque no se descarta que tampoco faltarían para mostrar hasta qué punto estamos desorientados y un tanto confusos.

Es tal el impacto de lo que nos acucia y tan desafiantes los retos, tan desconcertante lo que se nos anuncia y comunica, que es difícil no debatirse entre la alarma y la indiferencia. En todo caso, la seducción de ampararnos, de ponernos a buen recaudo, de refugiarnos en nuestros entornos, en nuestras ocupaciones, no deja de acrecentar el número de quienes se aíslan en un reducido ámbito de existencia. En espera de tiempos mejores, se trataría de mantenerse al margen de esa agitada pero fría intemperie. De esta manera, el espacio público no sería, para la mayoría, sino la ocasión y el escenario de diversas modalidades de tibia relación, para finalmente retornar a algún ámbito de reposo.

Ahora bien, ni siquiera en muchos casos eso está garantizado. El desconcierto se empeña en acompañarnos hasta los más recónditos lugares. Es tan nuestro y, sin embargo, le pertenecemos más que él a nosotros. No es una simple complicación que cabría saldarse con una adecuada dilucidación o alguna suerte de discernimiento. Es un no saber que ya prácticamente viene a ser una sabiduría. Tiene dosis de realismo, de correspondencia con el estado de cosas. No es tanto incomprensión, cuanto otra forma, en cierto modo lúcida, de comprender.

Así que desconcertados podría significar a la par atentos, conscientes. Hacerse cargo de la situación comportaría formas de desarreglo, de desazón, de dislocación, que constituirían nuestro tiempo presente. Pero ello no sería mera consecuencia de un gesto de descalificación o de rechazo, lo que requeriría haber sido capaces previamente de comprender mejor lo que sucede. Sencillamente, es tal el conjunto de lo que no alcanza a entenderse y, además, resulta tan injustificable, que es difícil sustraerse a la sensación de que o es inexplicable o, lamentablemente, es como parece.

 

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Con el tiempo

Por: | 21 de octubre de 2014

Sherry-Lee-Short Hostage 2007 GRande

El tiempo no se nos va, nos vamos con él. Que sea o no nuestro o que tienda a quedarse le es más indiferente que a nosotros, aunque nos necesita, siquiera para poder irse mejor. Basta escuchar, “Avec le temps”, tal vez en la versión de Patricia Kaas, para sentir hasta qué punto se esfuma y se desvanece para erigirse con más contundencia. Aunque es suficiente con estar un tanto vivo para experimentarlo.

La impresión de que algo se va puede tenerse incluso antes de que haya venido. No es un monopolio de la vejez, sino de la edad, y hay quien conoce esa sensación desde la infancia. Hay acontecimientos que nos demarcan esa edad, hechos y vivencias que conforman una sensibilidad, que es más con el tiempo que por el tiempo. Con él no hace falta mucho más para aprender que lo que permanece es el devenir, algo que nos enseñan Parménides y Heráclito cuando les escuchamos conjuntamente. Como lo hacen tantos incidentes que son verdaderos sucesos de nuestra vida.

No es simplemente la constatación de lo que pasa, de lo que huye, de lo que se va. Ni siquiera solo de la fugacidad o de lo efímera que es la existencia. Es tan reiterativa la mención que prácticamente resulta tan cotidiana como cualquier silencio. En efecto, la más prolongada de las vidas no deja de ser un soplo. Solo la intensidad de cada instante la hace dilatarse y diferirse como el propio tiempo tiende a hacernos creer. Sin embargo, nada es capaz de una perdurabilidad, salvo la memoria, que ya nunca es simple recuerdo. Y es la de quienes quedan, tantas veces los otros.

No olvidar lo que con el tiempo ocurre viene a ser un verdadero acicate para una forma singular de coraje y de valentía, para una reconstitución de la escala de valores, para adoptar una mirada diferente respecto de ciertas urgencias. Y, sin duda, en quienes la tienen se reconoce una distancia respecto de determinadas euforias o de ciertas desazones. No es apatía, ni indiferencia, es una forma de saber. Y una convocatoria a una serena entrega, lejos de los arrebatos de la prisa, de las iniciativas del miedo.

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La buena voluntad

Por: | 17 de octubre de 2014

Andrew Judd Genius

En opinión de algunos, la buena voluntad parecería ser el recurso de quienes no son capaces. Se refieren a ella como una suerte de justificación para salvar lo que no se ha logrado, o incluso se ha hecho mal. Con cierta compunción, y hasta con ternura, aluden a quienes dan muestras de haber procedido con su amparo, como si, al menos, cupiera decir que lo que hicieron estaba bien intencionado. Pero otras tantas se es inmisericorde con lo que es y supone, dado que lo que importaría es simplemente el resultado de la acción. Sin embargo, sin buena voluntad estamos perdidos. Solo con ella podría ocurrir que también. Aunque sin ella nos sentimos acabados.

De alguna manera, siempre que se busca el entendimiento se ofrecen dosis de buena voluntad, y esto sucede cuando hay interlocutores que desean sinceramente entenderse. Esa tentativa de diálogo, que tiene en cuenta al otro, que persigue alguna forma de coincidencia, apela a la buena voluntad, a la convicción absoluta de un deseo de consenso. Hasta el punto de que es la condición de posibilidad, incluso del desacuerdo. En la conversación mantenida al respecto entre Gadamer y Derrida, sin perdernos en la valoración que cada uno de ellos nos merece, nos sentimos convocados a un debate que nos da que pensar. Atendamos, por tanto, al asunto. Alguien, que por lo que se menciona a continuación no es preciso citar, señaló que “lo decisivo no es quién lo dijo o cuándo, sino cómo funcionan los enunciados”.

Ahora bien, el quién no es indiferente. No basta con la necesaria justificación. La posición y la disposición que se adoptan son determinantes. La buena voluntad empieza por estimar la palabra ajena, por eludir tener razón a toda costa, lo que conllevaría rastrear los puntos débiles del otro. Por el contrario, se trata de intentar hacerlo tan fuerte como sea posible, de modo que su decir venga a ser más evidente y más consistente. Tanto como para añadir valor a lo que se plantea. En una verdadera conversación se ha de escuchar incluso lo que al interlocutor le hace decir, sin quedar prendido de sus expresiones. Esforzarse por comprenderse mutuamente es tanto como reconocer que la postura es constitutiva asimismo de cuanto se diga. Precisamente por ello, la buena voluntad es imprescindible para la justa comprensión.

 

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Veremos

Por: | 14 de octubre de 2014

The up and down, 2004.,

Parecemos estar aguardando a que pase. A veces lo deseamos, a veces lo tememos, a veces lo esperamos. Nuestra atención nos conduce a una alerta expectante. No dejamos de inquietarnos, de interesarnos, de preguntarnos. Nos mantenemos en vilo. No faltan indicaciones, avisos, precauciones, consejos y pronósticos. Y nos corresponde, por lo que se ve, confiar. Ciertamente, conviene hacerlo y no tratar de ser expertos en cuanto ocurre o ha de ocurrir, en cuanto se hace y ha de hacerse, en cuanto pasa y ha de pasar.

No es preciso que se trate de un asunto concreto. No basta solo con presuponer algo, ni con predecirlo, ni todo se limita a verlo venir para velarlo. Aunque no deje de ser un modo de presentirlo y sea asimismo una forma de anticiparlo, también, y casi de antemano, es una manera de despedirlo. Entre una cosa y otra, en sus diversas y bien diferentes maneras, estamos a ver qué pasa.

Ahora bien, algunas experiencias previas nos autorizan a considerar que semejante actitud no es suficiente. Se precisa hacer que pase algo mejor. Ciertamente es decisivo ver, y mirar, atender y escuchar. Y no son exactamente modalidades de la inacción o de la pasividad. Sin embargo, la reducción del acontecimiento a espectáculo nos sitúa, en el mejor de los casos, en la posición de comentaristas. Opinar, reseñar, suponer, vaticinar, nos permite permanecer en el mismo lugar, aquel en el que no siempre se accede a exponer o a explicar. No llega a agitarse la palabra, sino simplemente las voces. No por ello carecen de interés, si bien adolecen de alcance y de eficacia. Al menos, si se trata de abordar la cuestión. Airearla puede resultar imprescindible, pero entonces, si nos limitamos a hacerlo, sucederá exactamente eso, que quedará en el aire.

Anclados en el ver, lo visto parece no sentirse muy afectado. Más aún, no tiene demasiados problemas para hurtarse a la mirada. Sus movimientos, sus desplazamientos son mayores que nuestra quietud. Y lo que pasa lo hace literalmente. Hay tanto que ver en ello que ya nadie parece tener que ver con eso. De ser así, la responsabilidad se concretaría en ver. Y, en su caso, en dar cuenta de lo visto. Poco más.

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Pasos intransferibles

Por: | 10 de octubre de 2014

COX CINCO

Hay algo que esperamos que los demás hagan por nosotros. Tal vez mucho, incluso a veces demasiado. Podría ocurrir también que nos costara reconocer lo que hacen o hicieron, pero en todo caso, enredados en invocar lo que a ellos les corresponde, quizás olvidemos los pasos que nadie da en nuestro lugar. Y no es cuestión de que lo hagan. Asumir lo que nos atañe, saber que nadie, por muy próximo o entregado que sea, vivirá nuestra vida es comprender la intemperie a la que estamos convocados. De lo contrario, todo acabaría adoptando formas más o menos sofisticadas, más o menos justificadas, de excusa

Nuestra autonomía, nuestra hegemonía, más aún, nuestra libertad, comportan un trato con nosotros mismos que, con mayor o menor experiencia de nuestra constitutiva soledad, nos convoca a vernos en un desafío. Y no cabe entonces dejación alguna. Comprenderlo nos libera de toda una retahíla de infecundas evasivas para afrontar nuestra suerte. En ocasiones, las dificultades son extremas, las situaciones límite, las necesidades hasta cierto punto irreductibles. No se trata de enjuiciar las respuestas que en tales coyunturas cabe dar por quienes buscan abrirse paso. Ahora bien, como tantos muestran, también hay distintos modos de reacción y de réplica. Muchas veces, quienes se encuentran en peor situación lo hacen con más entereza e integridad que aquellos que simplemente se ven en algunos trances o bretes.

Se requiere simplemente pararnos a reflexionar, que paradójicamente es un modo bien singular de caminar. Cabría decir, a considerar, a analizar, a meditar, en definitiva, a pensar, al menos en formas supuestamente sencillas. Tal vez bastaría señalar que sería suficiente con acallar tantos ruidos que pueblan con sus estrépitos el espacio en el que poder emprender, siquiera mínimamente, otra travesía.

Habríamos de procurarnos alguna modalidad de silencio, de distancia respecto de ocupaciones y actividades con las que vamos pasando nuestros días. Y así, esa supuesta inmovilidad vendría a ser un pasaje. De lo contrario, cegados por nuestras tareas, que no por ello dejan de ser necesarias, ya no quedaría mucho que poder ver, dada la proliferación de actividades que nublan cualquier perspectiva o confín. Y entonces, a tientas, tambaleantes, no constituiríamos una comunidad errante, sino un ejército de despistados. Y los pasos se limitarían a ser pisadas. Y las huellas solo surcos sin rastro.

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La necesidad de escribir

Por: | 07 de octubre de 2014

Alfredas Jurevicius 1

Escribir es también activar la capacidad de sentir y de pensar. Frente a la pasiva recepción acrítica, se requiere asimismo la hospitalidad que precisa la lectura. En ocasiones es más interesante esta capacidad que leer una cantidad ingente de textos. Es más determinante leer despacio, demorarse, desafiarse con encrucijadas en espacios de deliberación, en ámbitos de lo discutible, que tratar de zanjar de una vez por todas nuestras incertidumbres. Se trata por tanto de promover, en cualquiera de los formatos, esta actitud, la del asombro y la búsqueda, que es la de la indagación activa. Entonces, es otra la distracción, no la de una propuesta de desconsideración o de desatención. Y esa demora se propicia singularmente con la escritura.

La tarea de escribir, de deambular, de merodear y de permanecer entre palabras que buscamos y nos buscan es una extraordinaria manera de amar la lectura. Así como hay textos que sencillamente despiertan nuestro interés de escribir, escribir es un modo extraordinario de alentar la curiosidad, incluso la necesidad de leer. También a mano, desde la infancia, en los primeros titubeos de relación con las palabras, con la palabra, en la primera juventud, ha de estimularse la escritura, este modo de ser lector de un libro aún no escrito. Quizá en eso consista un escritor, en ser ese inaugural lector. Como leer es asimismo reescribir, esto es, ser el más reciente autor.

Semejante ejercicio físico, tan del espíritu, tamaña disciplina, tan libre y creativa, la disposición del cuerpo y del ánimo y el vérselas con uno mismo y nuestra voluntad de decir son una verdadera escuela, la de un vivir no apegado simplemente a lo que ya sucede. Escribir es un acto liberador. A la par conlleva un esfuerzo exigente, que requiere cuidado, atención pormenorizada, sensibilidad e inteligencia. Por ello, en general nos supera y nos desborda. Y por eso supone sentirse y reconocerse en cierto modo desplazado por la maravilla de un quehacer que es más que nuestra intervención. Escribir es hacer la experiencia de hasta qué punto no sabemos hacerlo. Y ello es decisivo para la sencillez de un permanente aprender. De ahí la admiración profunda y el estímulo que suponen ciertos textos, muy singularmente los de aquellos que son en verdad escritores, cuya vida es un modo de oficiar su extraordinario don, eso sí, labrado minuciosamente en cada línea, en cada palabra, en cada ocasión.

Quizá, la práctica diaria, siquiera breve, de esta acción, que es asimismo una acción de pensamiento, nos ofrezca desafíos y alternativas a la mera ocupación en asuntos que no siempre propician nuestra recreación. Y tal vez, incluso tomar unas notas de lo leído sea una forma de releerlo y de iniciar así otra inesperada escritura. Y de procurarnos emociones y de abrirnos perspectivas que no fructifican sino en este gesto de transformación, concreto e impecable, que es escribir.

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Enseñar lo decisivo

Por: | 03 de octubre de 2014

José Rodríguez 11

Enseñar lo decisivo es enseñar a decidir, esto es, a aprender a hacerlo. Que lo decisivo sea decidir puede parecer redundante, sobre todo si cuando se enseña no queda nada por decidir y se ofrece ya decidido. Por eso enseñar es también mostrar, siempre y cuando suponga en alguna medida convocar a la autonomía de poder elegir. En nuestro razonable afán de seguridad, tendemos a ofrecer un saber clausurado, considerando que el que sea indiscutible es una garantía, asimismo indiscutible, de su verdad. También en esto conviene andarse con cautelas.

No está mal señalar lo que está decidido, aunque eso exige explicar y argumentar, si es que consideramos que aprender conlleva comprender y no solo aceptar. Se trata de asumir, y eso es algo bien diferente de comportarse como un recipiente. No se discute que haya lo indiscutible, sino solo en la medida en que ya ha sido discutido, debatido y asentado, y en cierto modo es también un resultado. Que no convenga abrir en cada caso, cada vez, cada cuestión no quiere decir que esta no sea cuestión precisamente porque exige nuestro espíritu crítico, nuestra capacidad de criterio y cabe problematizarse. Y, por tanto, si así se considera, cabe presentar los inconvenientes que lo ya decidido comporta. Solo así se enseña a cuestionar, como camino imprescindible del aprender.

Podemos intentar establecer el listado de lo decisivo, pero es necesario no olvidar que lo decisivo es una relación y no un registro. Educar es una relación, un acto de comunicación que comporta alguna forma de encuentro. Desde luego, con el conocimiento y, además, entre quienes participan de esa acción. Ahora bien, semejante encuentro con el conocimiento supone no olvidar que el conocimiento no se limita a lo conocido y que él mismo es una relación, que precisa descubrir y crear.

Así que enseñar viene a ser una relación de relaciones, algo que en cierto modo es posible decir asimismo de la amistad. En este sentido, enseñar es procurar amistad. Sin embargo, esta ha sido considerada como una pasión de pasiones, lo que ha permitido hablar de la amistad como prácticamente un estado de pasión. No de cualquier forma, no en cualquier sentido. Porque al respecto hay también sentidos decisivos.

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El País

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