Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Decir sin punto final

Por: | 30 de diciembre de 2014

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En ocasiones, pensamos que es suficiente con tener decisión y arrojo, y que, en cualquier caso, lo diremos. Consideramos que llegado el momento bastará con que nos lo propongamos. Más aún, estimamos, un tanto pretenciosamente, que es incomprensible que otros no lo hagan. Ciertamente no faltan silencios cómplices, indignos e impresentables. A nuestro modo, cada quien lo sabemos y lo vivimos. Sin embargo, a veces no se trata de eso. O, al menos, no solo.

Cabría pensar que, conocido lo que se desea transmitir, es cosa de decirlo. Ahora bien, al oírnos, comprobamos hasta qué punto no era exactamente eso. Ni lo que queríamos realmente decir, ni lo que en verdad hemos dicho parece coincidir con lo que nos propusimos. Entonces, lo atribuimos a una inadecuada expresión. Podría ser incluso que el tono sentencioso no se corresponda con lo que pretendíamos. O tal vez, el adjetivo inoportuno arruinó la afabilidad que sentíamos. Ni siquiera la improvisada corrección mejoró el desaguisado. Quizás en tal caso lo mejor fuera aprender lo que queremos decir y recitarlo, como una fórmula, como un eslogan. Enseguida nos percatamos de que así ni estamos diciendo. Todo resuena hueco, vacío, lejos de la mínima intensidad que el lenguaje requiere.

Deberíamos ensayar más, nos barruntamos. Incluso cada gesto, cada entonación, cada mirada, y buscar que resultemos convincentes, con sentido, creíbles. Ni eso parece resolver siempre la situación. Pronto se detecta impostación, falta de la mínima naturalidad. Y no es que hablemos como si otro dijera por nosotros, lo que, siendo inquietante, no dejaría de tener su encanto, sino que lo hacemos como si nadie asumiera lo que suena. Y suena sin decirnos nada.

Hay quienes son avasallados por sus propias palabras, incómodas por su imposibilidad de decir. Son ellas las que se sienten utilizadas, poco escuchadas, violentadas, como si fueran meros vehículos para la puesta en circulación de nuestra voluntad. Pero no tardan en intervenir, en influir, incluso en condicionarla. Ignorarlas conduce irremisiblemente a que lo que buscamos decir no se diga en absoluto.

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Ser con alguien

Por: | 23 de diciembre de 2014

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Si es con alguien, es radicalmente distinto. Incluso si ese alguien es uno mismo. Semejante “con” lo modifica absolutamente todo. Y no solo porque implica una cierta compañía, más o menos explícita, más o menos interesante, más o menos conveniente, sino porque pertenece a nuestra propia constitución, a nuestro ser y a nuestra vida. Somos con, y eso dice de nosotros. Antes de cualquier relación, es su condición de posibilidad. Por ello, hay quienes sin estar explícitamente con nadie saben ser con otros, con los otros. Y no deja de pasar lo contrario.

En cualquier caso, no es suficiente reconocerse otro para sí mismo si se desea comprender lo que significa la alteridad. Eso precisa un verdadero encuentro con alguien. Únicamente a través de la experiencia de la singularidad irrepetible del otro, de la otra, es posible sentir y saber lo que significa ser uno mismo, pero a la par, hasta qué punto los demás son radicalmente suyos, diferentes, irreductibles a nuestra identidad. No basta con presuponerlo, ni con imaginarlo, ni con una actividad mental de complicidad, ni siquiera con un mero análisis, como si brotara al representárnoslo o al dejarnos guiar por lo que Hegel denomina “el sano sentido común”. Otro asunto es que no pocas veces en sus textos el otro parezca ser, no solo asumido, sino atrapado en las redes de un reconocimiento mejorable.

Tener que ver con alguien es una expresión que no solo denota complicidad. Literalmente muestra hasta qué punto, juntos, llegamos a ver más, incluso diferente. Ahora bien, el hecho de que alguien no sea uno cualquiera, el que fuera, no hace sino ratificar, a su vez, que en cierto modo nadie lo es. No pocas veces, sin embargo, confundimos la diferencia con la indiferencia.

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Con frialdad

Por: | 16 de diciembre de 2014

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Es llamativo el prestigio que tiene la frialdad. Parecería incluso que fuera garantía de objetividad. A su vez supondría un factor decisivo de la buena profesionalidad. Nada de emocionarse y cuidado con la cálida influencia de los sentimientos. Lo importante sería mantenerlos al margen, muy singularmente si hubiera de adoptarse alguna decisión. Pronto accedemos al extremo de incluir en tamaño planteamiento cuanto tenga que ver con los demás. Nada de dejarse influir. Ni en el mejor de las situaciones, con excepción de ciertos ámbitos muy próximos, en los que también, en todo caso, convendría no conmoverse.

Y a partir de ello, ya todo se tiñe del dominio de semejante flema. Se pretendería que hasta la serenidad fuera una muestra inequívoca de este poder conservante del hielo. La apatía se presentaría como ecuanimidad; la indiferencia, como carencia de intereses espurios; la indolencia, como equilibrio. Convendría entonces mostrarse insensible a cualquier atisbo de afecto que no esté absolutamente controlado o de sentimiento que pudiera inducir a entenderse como debilidad. Y de eso se trataría, de considerar que la firmeza incluye esta despreocupación, la de no perderse en las consecuencias que lo que hacemos pudiera tener en las vidas ajenas.

Pero la insensibilidad también hace su trabajo. Y muy especialmente en uno mismo. La parálisis de la frialdad alcanza muy singularmente a quien pretende hacer de ella un factor que llegue hasta los rincones propios más inaccesibles. La dosificación acaba convirtiendo todo en gesto vacío, en postura, en pose, en ademán, y el afecto pasa a ser afectación. Y ya todo es mueca, retoque fotográfico del alma.

 

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Inexplicablemente bien

Por: | 12 de diciembre de 2014

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El hecho de que haya quienes estén explicablemente mal no elude que nos encontremos con quienes están inexplicablemente bien.  Ni que existan quienes con buenas razones se hallan estupendamente. Pero hay una desconcertante relación entre determinadas situaciones y la consecuencias de cómo nos sentimos.

Quienes necesitan permanente reconocimiento nunca acaban de encontrar el suficiente. Siempre se sienten agraviados, desconsiderados, maltratados. Quienes ansían poseer jamás se hallan suficientemente satisfechos. Quienes no se soportan a sí mismos son difíciles para los demás. Quienes se piensan superiores comprueban una y otra vez con estupefacción que no acaban de admirarse sus cualidades. Quienes no saben lo que quieren no tardan en encontrar culpables para su desconcierto. Basten estas consideraciones para apuntar que conviene no precipitarse en la conexión de las consecuencias con causas inequívocas.

Hay sin embargo quienes son muy exigentes incluso para estar mal. No les basta cualquier contratiempo o indisposición, o que algo no les resulte agradable, o les sea tedioso, o precise de su total dedicación, para sentirse desdichados. Es más, no requieren demasiado para encontrarse bien. Y no solo por la constatación de que podrían estar peor, sino por una cierta disposición, que viene a ser prácticamente una forma de vida, que les hace apreciar lo que esta les ofrece, muchas veces gracias a su entrega, y les permite saber disfrutarlo. Para ello no es preciso en todo caso contrastar otras situaciones, aunque hay quienes deberían hacerlo, siquiera mínimamente, antes de reclamar ostentosamente conmiseración para con su suerte.

Ciertamente no faltan quienes se hallan en circunstancias difíciles, incluso límite, pero no siempre coinciden con quienes más esgrimen su desamparo. Tienen razón y derecho para reivindicar mejores condiciones, para hacer valer su disconformidad, su exasperación y para mostrar que no pocas veces sus penurias tienen que ver con el acomodo excesivo de quienes solicitan su paciencia. Incluso en tales casos, hay quienes sin resignación ni claudicación, son capaces de hallar ciertas vías que, más allá de la supervivencia, les permiten, tal vez inexplicablemente, mostrar la ridiculez de la insatisfacción de quienes no tienen cuanto persiguen, porque, entre otras razones, desconocen precisamente qué es lo que desean.

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De cerca

Por: | 09 de diciembre de 2014

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Pisa el terreno, pero no ve el país. Así caracteriza Hegel la brillante labor de Descartes. Y sus limitaciones. Al celebrar de este su consideración del pensamiento como verdadero espacio del pensar, sin embargo, señala que aún solo lo concibe como un entendimiento abstracto separado y enfrentado a un contenido concreto. Eso no impide que lo estime “un héroe del pensamiento” que reconstruye la filosofía sobre cimientos olvidados que permiten que sea propia e independiente. “Aquí ya podemos sentirnos en nuestra casa y gritar, al fin, como el navegante después de una larga y azarosa travesía por turbulentos mares: ¡tierra!” Pero, queda la duda de hasta qué punto semejante y necesaria proximidad no nos impide reconocer con alguna perspectiva y con la necesaria distancia, las que se precisan para ver mejor lo que ocurre. Es tan interesante estar vinculados como conocer, y prevenir, lo que significa el ahogamiento o el enterramiento por exceso de inmersión. Y es fundamental no olvidar la relación de este modo primario de cercanía con la imposibilidad de ver.

No siempre solemos comprender lo que significa saber esperar, ni tratar de encontrar esa distancia adecuada para ver. Acuciados por las urgencias y apremiados a la par por nuestras prioridades, parecemos actuar al dictado de un conjunto indiscriminado de impresiones y de sensaciones, quizá de emociones, que en su acumulación provocan la tensión necesaria para impulsarnos. Y una vez cumplida la acción, tampoco disponemos ni de la paciencia, ni del tiempo, ni de la energía para analizar lo sucedido. Tal vez solo su impacto. Y a otra cosa. Así, de aquí para allá, el pensamiento se confunde con la gestión, y esta con la agenda.

Únicamente con una perspectiva adecuada, con un determinado enfoque, no limitándonos a formar parte del vaivén de una cadena de ingredientes, de productos, de elementos, que se identifican con nuestras tareas, podríamos, en el mejor de los casos, afrontar lo que nos ocurre sin vernos avasallados por los acontecimientos. Estar cerca no es un quehacer indiscriminado que se limita a situarse acríticamente en lo que sucede. Y menos aún confundirlo con el avasallamiento de una permanente presencia. No es fácil dar con la mesura, que es sentido de la medida, y que impide que algo se oculte por exceso de aparición. Siempre el pensamiento requiere demora y análisis, para vertebrar y discernir, para relacionar, que son el único modo de ver con lucidez.

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¡Preparados, listos, ya!

Por: | 05 de diciembre de 2014

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Desde la convicción de que es decisivo ser alguien singular y capaz de vivir con dignidad, lo que exige formarse y cuidarse, tener posibilidades para hacerlo y responder adecuadamente a ellas, no deja de ser curioso, y un tanto descorazonador, que en no pocas ocasiones esto parezca considerarse secundario. Tendemos a darlo por supuesto, que es una forma, más o menos rudimentaria, de desatenderlo. Mientras tanto, de modo implacable, hay quienes tratan, en el mejor de los casos, de proponer modos de proceder empeñados en reproducir lo existente. Incluso de consolidar aquellos aspectos menos encaminados a propiciar tamaño desarrollo personal, reduciéndolo todo a ejercitarse en un determinado y mecánico comportamiento.

Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores?” Cuando Jacob von Gunten considera, en la novela de Robert Walser, que en ese Instituto se educa adecuadamente para llegar a ser un buen siervo, todo parece predispuesto para consolidar la tarea de copiar, una y otra vez, lo ya dicho y propuesto. Y ello con la finalidad, no tanto de adocenar, cuanto de ser un individuo precisamente mediante una cierta pérdida de sí. Ello procura otro encuentro. A través de la repetición de prácticamente un curso único que se recita hasta venir a constituir un verdadero mundo interior. Y para devenir con él alguien especialmente dócil. Y en cierta medida, un desaparecido. Para ser así el mejor empleado, que cumple con orgullo su labor de servir.

Nos educan obligándonos a conocer punto por punto la naturaleza de nuestra propia alma y de nuestro propio cuerpo. Nos dan a entender claramente que la coacción y las privaciones ya son formativas por sí solas, y que en un ejercicio simplísimo y en cierto modo necio hay más beneficios y conocimientos verdaderos que en el aprendizaje de una larga serie de conceptos y acepciones.” En este sentido, semejante formación no deja de tener su utilidad. No falta contenido, todo es orden y reglamento. Eso sí, ya la forma enseña sumisión y prepara ajustadamente de acuerdo con el objetivo propuesto.

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Un cansancio elocuente

Por: | 02 de diciembre de 2014

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Descansar es tan necesario como complejo. Y no siempre supone detenerse. No está claro que lo favorezca el carecer de toda ocupación. Se hace preciso descansar de lo que no es capaz de ser ni siquiera monotonía, ni nunca acaba por ser lo habitual. Descansar, no solo del ajetreo, sino en ocasiones de su ausencia. Descansar de los mismos asuntos, de las mismas controversias, de las mismas indecisiones. Descansar de los mismos rostros, de palabras idénticas o distintas, pero similares. Descansar de urgencias tan inminentes y durante tanto tiempo que pierden sus perfiles. Descansar no solo de lo que nos impide dormir, sino de lo que nos adormece. Y de lo que nos lleva a dormitar en una somnolencia sin respuesta. Descansar de tantos días de chaparrón en los que apenas llueve. Descansar de quienes nunca titubean, ni dudan, ni lo necesitan, pues se mantienen firmes en la inacción. Descansar no precisamente del esfuerzo, sino, en demasiados momentos, de la falta de lugares y de motivos para realizarlo.

Un aire cansino envuelve tamaña repetición. No es exactamente la consecuencia de una acción intensa y constante, sino de una proliferación de actividades, quizá con algún sentido, aunque fatigantes en su centelleo. Y a veces no coincide el descansar con el interrumpir. Cierta paralización puede resultar bien onerosa. Sin embargo, no lo es menos el reiterado discurso de los asuntos en un único registro que insistentemente recita socialmente lo que habría de interesarnos. Concretamente por ello, deja de ser interesante.

En ocasiones, solo el desplazamiento supone algún reposo. Y no es ni tan fácil, ni tan frecuente. No es un mero cambio de lugar, ni necesariamente de ocupación, sino de perspectiva, de mirada, de horizonte. La repetición de la escena termina por sujetarnos en la parálisis ante lo que vemos. Ello no impide que una y otra vez nos sintamos conminados a tomar posición, eso sí, en el mismo asiento. Entonces, la postura no pasa de ser prácticamente una acomodación.

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