El salto del ángel

Para extraños, nosotros

Por: | 28 de noviembre de 2014

Tatis_El acecho

Hay quienes todo lo encuentran extraño. Ciertamente no faltan razones para sorprenderse, pero tampoco deja de ser llamativa la facilidad con que hallan algo incomprensible. Para algunos, lo es prácticamente todo. No es aconsejable que tildemos de natural cuanto ocurre, pero también merece considerarse la tendencia vigente a ir de sobresalto en sobresalto. Nos desconcierta, pero a veces parecería que se necesita para sobrellevar la monotonía en que afincamos nuestros días.

No es cuestión de perder el interés o la curiosidad, la posibilidad de que las cosas sean de otro modo y nosotros otros. Ahora bien, la apertura, la atención, el cuidado, frente a la indiferencia o a la apatía, no significan pretender una permanente emoción, ni una fascinación por lo insólito. Si es preciso, se otorga a cuanto viene a ser simplemente novedoso el título de algo excepcional.

Pronto el fogonazo inicial se desprende de la emoción que conlleva y la fascinación se mueve en la búsqueda de nuevas impresiones. Solo queda el desplazamiento, pero no hay verdadera alteración. Requerimos una sensación constante de exaltación, incluso de euforia, aunque sea de un estado de ánimo no siempre positivo, sin la cual todo resultaría falto de alicientes. Sin embargo, ello provoca una búsqueda ansiosa de requerimientos y de acicates que produciría la impresión de que basta que sea infrecuente para ser interesante.

Los expertos en dosificaciones no tardarían en encontrar la medida adecuada para cada caso, para cada situación. El señuelo bien utilizado, la adecuada combinación de lo inesperado, lo peregrino y lo inaudito nos alumbrarían y nos sustentarían en la constatación de que nunca lo inusual es irrelevante. No siempre para que nos entretenga, sino para que cada quien sostenga la necesidad de que algo nos permita pensar que, a la vista de lo extraño, somos singulares por ajenos y “normales” por asentados en lo habitual.

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Ni un paso

Por: | 25 de noviembre de 2014

Olive prostate 2014

La vorágine de lo que ocurre es tal que apenas somos capaces de analizarlo y de reflexionar. Pronto nos vemos conminados a tratar de asumir con serenidad, incluso lo que no hemos podido aún comprender. Sin embargo, mientras parecemos empeñados en que no se nos escape detalle alguno, solícitos de lo que se dice y se hace, es difícil sustraerse a una cierta impresión de que tanta atención nos tiene distraídos. El encuentro con quienes parecen menos pendientes con cada circunstancia, y resultan menos disipados y más centrados en lo que importa, nos lleva a considerar lo que puede llegar a significar la cada vez más contagiosa agitada quietud. Correteamos de aquí para allá, de esto a lo otro, de uno a otro suceso, lo que finalmente no hace sino confirmar el sentido concreto de nuestra parálisis.

Tanto ajetreo apenas nos daría para coleccionar un cúmulo de opiniones, y su reiteración ofrecería la impresión de componer un pensamiento propio, y quizás incluso una posición. Ya casi bastaría nutrirla, ratificarla, procurar que ninguna nueva experiencia la pusiera en evidencia. Y, en su caso, cualquier sinsentido ajeno corroboraría la veracidad de nuestro asentamiento. No pasaríamos de ser un depósito de opiniones, aireadas con novedades y afincadas con su mera repetición,

En última instancia, precisaríamos de vez en cuando amalgamar y adornar esa acumulación con el lazo de algún contraste. A ser posible, de nuevo, de opiniones, de aseveraciones, de puntos de vista, de actitudes, de cotas y de lomas. Ahora bien, lo efectuaríamos por el procedimiento de eludir una auténtica conversación en la que ponerlos en juego, en la que ponernos en acción. Nada de tratar atisbar lo que en realidad cabría pensar, reducidos a la simple ostentación de un denominador, que serviría precisamente para eso, para denominarnos. Casi bastaría con discutir, o con debatir, si es preciso airadamente y, eso sí, sin demasiadas consecuencias, salvo la de quedar más o menos bien, y sin otros cuestionamientos, excepción hecha, si fuera preciso, de mejorar las estrategias para lograrlo. Todo menos verse en la incómoda necesidad de pensar, no sea que implique otro hacer o hacer algo distinto o, simplemente, hacer.

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No es tan fácil cuestionarse

Por: | 21 de noviembre de 2014

THE STREET ART OF BORONDO 2

Interrogarse no es simplemente hacerse preguntas. Menos aún, limitarse a plantearlas. Considerar que uno es crítico o profundo porque todo lo acompaña de signos de interrogación es confundir interpelar con cuestionar. Hay quienes encuentran que todo es fácil, en especial lo que han de hacer los demás. Necesitan que sea así para asegurarse y confirmarse.

Sin duda hay asuntos que podrían resolverse pronto, y de otra manera, pero no todo reside en su mera solución, ni siempre ofrecemos, ni tenemos, la fuerza de su disolución. Ni siquiera nuestras acciones los dilucidan con frecuencia. Podría no bastar nuestra elección para evitarnos la permanente deliberación y decisión. En muchas ocasiones, ni la constatación zanja la cuestión. Por eso sorprenden quienes pretenden despedir asuntos un tanto precipitadamente con la simple invocación al poder de la propia determinación.

Se dirá que si interrogarse es ponerse en cuestión y no limitarse a hacer preguntas, no queda claro cuáles pueden ser las ventajas o las consecuencias de tamaña osadía. Ya es suficiente la verificación de que no todo sale bien, ni todo nos sale bien. Sin embargo, cuestionarse no es replegarse, sino vivir en un permanente movimiento de plegarse, sin rendirse, y de desplegarse, sin imponerse.

Parecemos preferir mantenernos aferrados a la contundencia de lo que, sin duda, sucede, a los hechos que estimamos incontestables, a lo que indiscutiblemente ya somos, sin afrontar lo que eso puede llegar a significar. Y más aún, hasta qué punto tal contundencia precisa de una relación bien concreta con los demás, incluso para que eso pueda considerarse de ese modo. Por ello interrogar es interrogarse e interrogarse es interrogarnos. Únicamente así podremos comprender lo que se requiere para que los hechos sean tales y lo que sucede ocurra efectivamente.

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La buena vida y la vida bella

Por: | 18 de noviembre de 2014

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Hay momentos que prácticamente son épocas. Y en ocasiones los tiempos, sus dificultades y su complejidad, atraviesan los instantes de cada día, reclamando respuestas no tanto de largo alcance como inmediatas. No cabe posponer el desafío. Y es concreto y personal. En tal caso, no parece suficiente ampararse ni en otros ni en los productos de temporada, como si fuera un asunto simplemente estacional. Cabe mirar a uno y otro lado, buscar causas, analizar situaciones, describir coyunturas, explicar y retratar lo que sucede, lo que nos afecta, lo que nos perturba, pero finalmente, tras el recorrido, no es fácil eludir el vérselas, de una u otra manera, con uno mismo. No necesariamente tanto como para tratar de constatar que se puede, como Descartes propone en El discurso del método, hallar en sí mismo y en la lectura de libro del mundo, sin necesidad de otro tipo de presuposiciones, aquello que realmente importa.

No es cuestión simplemente de limitarnos a distinguir entre la buena vida y la vida buena. Y menos aún de considerar que con contraponerlas todo está dicho. Más importa no vincular la vida buena con la mala vida y buscar, más bien, de enlazarla con la vida bella. De no ser así, pareceríamos encontrarnos en la encrucijada de tener que elegir, en el extremo, entre la dicha y la bondad, o entre el bien y el exclusivo beneficio propio o, si se prefiere, entre lo que está bien y lo que nos viene bien. En tal caso, la buena vida vendría a ser patrimonio de quienes no se andan con tantos miramientos con eso del bien, mientras que estos habrían de renunciar a ella, dejando expedito el camino a quienes encuentran que esa vida es la realmente bella.

La insistencia en la necesidad de ser bello por la forma de vivir, de ser artesano y artífice de la belleza de la propia vida, nos impide despachar con precipitación lo que en esa consideración de la belleza merece pensarse. Incorporar la forma de vida en el asunto implica no reducirlo a una mera cuestión interior o individual. La belleza muestra así lo que tiene de relación, de relación incorporada hasta venir a ser constitutiva. Que un encuentro o una acción puedan ser bellos no es una mera caracterización plástica, o que Teeteto lo sea para Sócrates, tampoco. Es un modo de ser y de hacer, un modo de decirse.

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El aburrimiento de lo sorprendente

Por: | 14 de noviembre de 2014

Sowing Seeds VII- - grande

Podríamos pasarnos la vida esperando a que nos acontezca algo interesante, sorprendente, novedoso. No está claro que siempre lo deseemos de verdad. Sí lo está el que no es frecuente que suceda. Cada momento buscamos con avidez algo diferente, algo distinto, que nos saque de la situación en que nos sentimos inmersos, y que tantas veces es de simple rutina. Estamos permanentemente atentos a lo que se dice y comenta, a lo que ocurre, con la confianza de que venga a incidir en lo que somos y vivimos. Nos cuesta hallar una cierta y apacible serenidad. Encontramos que tal sensación no sería sino una forma de resignación y nos hacemos creer que se trata de compromiso, de la voluntad de mejorar, cuando no pocas veces la alerta responde en no menor parte a que estamos aburridos, somos aburridos. Ello no impide que nos encontremos atareados.

Quizá nos alivie saber que no nos ocurre solo a nosotros, pero precisamente eso puede llegar a ser fuente de una mayor preocupación. Incluso cabría pensar que, en un mundo con tantas necesidades y urgencias, aburrirse sería una frivolidad. Y desde luego, quienes se ven inmersos en la tarea y acuciados por variados problemas no se permiten el lujo de ni siquiera considerarlo.

Este aburrimiento no es simplemente un estado psicológico, o de ánimo, con los consabidos resultados de una cierta tristeza. Afecta mucho más radicalmente a nuestra vida, hasta el punto de anclarnos en el actual estado de cosas y su permanente repetición. El puro durar de lo igual, de lo que da igual, de lo que nos es igual no impide que confiemos en que algo sorprendente ilumine, siquiera fugazmente, el desierto de lo que permanece idéntico a sí mismo.

Entonces llegaríamos tal vez a culpar a los hechos, no solo de no resolvernos, sino de no entretenernos. Deseamos la sorpresa permanente y nos lamentamos de que no se produzcan acontecimientos cuya primordial finalidad consistiría en hacernos más llevadero no solo el actual estado de cosas, sino fundamentalmente la monotonía de nuestra propia existencia. En el colmo de la necesidad, ansiaríamos que algo sucediera, aunque no fuera precisamente bueno. Bastaría que no resultara directamente malo para nosotros. Solo el rayo de su irrupción ya supondrá un cierto alivio. Y en todo caso, el afán de novedades sería superior a lo que nos costaría olvidarlas. Mientras tanto, el placer que nos provocarían ya habría otorgado sus dulces efectos. Por un momento, siquiera por un instante, algo se habría producido.

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Es evidente, creo

Por: | 11 de noviembre de 2014

Melancholic Mr Bulb

Proclamar que es evidente no nos libera de afrontar lo que eso venga a querer decir. El círculo se pliega sobre sí al considerar que lo que significa que algo es evidente siempre es evidente. Resultaría suficiente con declararlo, como cuando subrayamos que “el agua moja”. Pero ni siquiera bastaría la inmersión en el río, y para constatarlo necesitaríamos pensarlo. Y no simplemente porque Hegel nos muestra que algo solo es real si es pensado, sino porque el propio Descartes insiste en que únicamente en tanto que lo pensamos podemos confirmar su existencia, y la nuestra. De ahí su rechazo a valorar como una proposición igualmente fundamental afirmaciones del tipo “yo paseo, luego existo”, a diferencia del “yo pienso, luego existo”. Porque precisamente si algo cabe inferirse es que existo en tanto que pienso que paseo, no solo en tanto que paseo.

De ahí que convenga cuidarse de un saber inmediato de lo inmediato, de lo que el conocimiento tiene “delante de sí en toda su integridad”. Se trataría de una certeza, pero como “la verdad más abstracta y más pobre”, que solo mostraría lo que yo percibo y, en esa medida, lo que resultaría más transparente es simplemente mi opinión. No es necesario ir tan de la mano de Hegel y de su lectura de la certeza sensible o certeza sensorial. No deja de ser interesante atender a lo que se encuentra evidente, no tanto para asentir que lo sea, sino para conocer la representación de quien lo afirma.

 Hay quienes parecen exentos de necesitar argumentar, toda vez que lo que dicen es siempre, a su juicio, cosas evidentes. Eso no les impide, antes al contrario, aseverar. Y ya se sabe, que una aseveración vale, en ese sentido, tanto como otra.

 Pronto se dice que el asunto salta a la vista, que se impone sin requerir más dilucidaciones, que basta fijarse. Y, naturalmente, no está mal hacerlo. Ello alcanzaría, por lo que se ve, también a lo sucedido, al relato de lo ocurrido y ya, animados, a lo que vendrá a suceder. Sin duda, tenemos certezas, certidumbres, y las precisamos, pero sorprende la cantidad de evidencias que se esgrimen sin exigir más dilucidaciones. No es cosa de desconsiderarlas. Se trata de partir de ellas para cuestionar otros asuntos. Pero de no ser así, los presupuestos no pasarían de ser prejuicios, más o menos sólidos, pero prejuicios. Esto es, necesitarían ponerse en cuestión.

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Nosotros, vosotros, ellos

Por: | 07 de noviembre de 2014

Berhard Lang

Suele decirse que ellos son los otros y que los otros son ellos. Pero acostumbramos a olvidar que nosotros somos también otros, otros para nosotros mismos Eso dice literalmente nosotros, otros cada quien respecto de sí mismo y de los demás. Si no hemos hecho la experiencia de ser otros para nosotros, el nosotros es una amalgama indiferenciada, que no pasa de ser un yo. Ahora bien, somos nosotros porque cada quien somos otros uno respecto de los otros. Nos-otros, otros.

En realidad, reconocemos que el nosotros supone una memoria compartida, una identidad narrativa que preserva, mediante un relato, la diferencia en que consistimos. Pero en ocasiones viene a ser, más que la asunción de la propia diferencia, un modo de diferenciarse. Entonces podría ocurrir que fuéramos nosotros, no para no ser como ellos, sino para que haya ellos. Es decir, para salvaguardar una distancia. Tal vez sea necesario un acercamiento, siquiera el que propicie un tú colectivo, y eso supone recuperar el discurso del vosotros, el que nos permite dirigirnos directamente sin buscar enfatizar las distancias o mantener a buen recaudo a quienes más bien parecen necesarios para que seamos nosotros.

Este movimiento que conduce del ellos al vosotros es el equivalente al que hace que él o ella vengan a ser un tú. Eso exigiría que fuéramos asimismo un tú para los otros. Sin este tú a tú, los demás siempre resultan indiferenciados, hostiles, lejanos y, si es preciso, insidiosos. Ser capaces de caminar del ellos al vosotros nos habilita para ser también interlocutores. Y así cabe la conversación, no solo entre nosotros acerca de ellos, sino entre ellos y nosotros, que ya son, ya sois, vosotros. Y en tal caso, no se trata de calificar o de descalificar, sino de hablar, de conversar, de escuchar, de decir.

La permanente tendencia a considerar que vosotros sois ellos, sois como ellos, todos iguales, indiferenciada e indistintamente, obstruye el diálogo efectivo, el que se sustenta en lo común que nutre las diferencias, sin hacer que necesariamente vengan a ser abstractas identidades.

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Lo que pasa nos pasa

Por: | 04 de noviembre de 2014

   M A L1

No deja de ser curioso que los tiempos complejos, en lugar de propiciar la identificación de lo más decisivo y la búsqueda de lo más sencillo, vengan a ser épocas de las grandes excusas y disquisiciones, de las justificaciones, y no tanto de las explicaciones, momentos de lo que más parece enturbiar que iluminar. Aunque tal vez eso no haga sino confirmar que efectivamente la situación es, además, confusa. Ciertamente no habría de ser lo mismo la complejidad que la confusión, ni que algo sea complicado ha de significar que por ello haya de ser enrevesado.

Precisamente el saber y el conocimiento han venido buscando alguna forma de claridad y de distinción, no necesariamente hasta extremos cartesianos, pero sí con la confianza de discernir para entender. Leemos, escuchamos, reflexionamos, perseguimos estar informados, deseamos formarnos, tener criterio, tratar de comprender. Sin embargo, todo parece proceder por mera acumulación. Cada vez hay más y más por conocer. Si algo se incrementa a la par es nuestro desconocimiento. A medida que vamos sabiendo, ocupa más espacio lo inexplicable.

Las tareas se multiplican. No es que sea lo mismo realizarlas o no, considerando la dificultad de alcanzar con frecuencia la serenidad de algo logrado. Por el contrario, nos encontramos tan concernidos, tan afectados, tan ligados a lo que sucede, que ya prácticamente, por lo visto, nada nos ha de ser ajeno. Podría darse el caso de que, al renunciar a la posibilidad de comprender, al menos pretendamos darnos por enterados. De hecho, más bien parecería que es lo que se nos reclama.

No es inocua esta identificación del acopio de noticias con la buena información, ni de esta con la necesaria comunicación. No es fácil desprenderse sin embargo de la comunidad de los que se sienten perfectamente al tanto, que vendría a constituir la de los presunta y especialmente capacitados para el análisis. Tememos sentirnos fuera, desvinculados de esa amalgama de supuestos conocimientos aparentemente tan asequibles y que no podemos desperdiciar. Pero ellos no vendrían a producir sino los restos digeridos que constituyen el lecho necesario por el que transcurren las aguas de los ríos de un mal leído Heráclito.

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Cada niño, cada niña

Por: | 31 de octubre de 2014

Alastair Magnaldo 3

No pocas veces nos sentimos desconcertados por la singularidad de cada quien, insustituible, irremplazable, irrepetible, única. Incluso nos resulta enigmática y algo misteriosa. El que, en cierto modo, la nuestra lo sea también para nosotros mismos no nos alivia la impresión. Cuando se trata de un niño, de una niña, y muy especialmente cuando le apreciamos, le queremos, no cesamos de sorprendernos por lo que no se deja retener en la más precisa de las previsiones.

En algunos casos subrayamos lo parecidos o lo distintos que son, lo que no hace sino confirmar que efectivamente son diferentes. Y no se trata de problematizarlo, y menos aún de establecer mecanismos para neutralizar, por la vía de homogeneizar, su identidad.

Tratamos de comprender, de encontrar y de subrayar los rasgos de una mutua pertenencia, lo común de ciertas experiencias, lo compartido de determinados comportamientos. Empleamos diversas clasificaciones, y nos valemos de variados criterios. Y para ello es imprescindible el conocimiento experto, el buen oficio, lo asentado y cuajado de determinadas prácticas y del análisis de sus consecuencias. Sin embargo, pronto constatamos que conviene no dar demasiado por presupuesto, y menos aún limitarnos a la mera aplicación de fórmulas y de recetas, como si se tratara de embridar con ellas la singularidad.

La creatividad no es simplemente la capacidad de producir novedades, sino de irse haciendo, de transformarse, de crecer. No es solo el brillo de la imaginación y de la inteligencia, es el núcleo de toda una forma de vivir. Por cierto, en ocasiones contemplada con inquietud, con prevención. Hasta el extremo, quizá, de ser considerada como un obstáculo, un desvarío de la fantasía, una fuente de distracción para lo que, ya establecido, ha de asumirse.

Precisamente por ello, cada gesto consistente de un niño, de una niña, introduce alguna suerte de confusión en nuestra aparente seguridad. Y habría de conducirnos a maneras de escucharlos, no para limitarnos a ratificarlo, sino para abrirnos a lo que habla en ese ademán, lo que dice y expresa, lo que busca, lo que demanda. De ahí no se deduce la necesidad de un asentimiento, ni de un consentimiento, sino de una hospitalidad. Y requiere una respuesta. No hacerlo sería un modo de contestar, una forma impaciente de desatención.

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Una amable charla

Por: | 28 de octubre de 2014

Aldo Balding Grande

Hay algo extraordinario en la charla tantas veces intrascendente, al menos en apariencia. No siempre las grandes comunicaciones tienen lugar en el contexto de entronizadas conversaciones, ni en el de los grandes encuentros, ni siquiera ello garantiza los más importantes hallazgos. Si la retórica es, para Meyer, “la negociación de la distancia entre individuos sobre una cuestión concreta”, tal vez todo cuanto nos decimos se ve afectado por la necesidad de dar con la distancia adecuada, lo que condiciona la viabilidad de sintonizar. Y a veces carecemos de la más mínima amabilidad. Olvidamos que es condición de posibilidad de la palabra ajustada, incluso para marcar distancias.

En ocasiones, las más relevantes reuniones se ven afectadas por la incapacidad de sostener una charla distendida, sintomáticamente denominada desenfadada, que genere confianza, y dé humanidad a la relación que ha de mantenerse. Tendemos a estimar que se trata simplemente de liberarse de todo cuidado o consideración, como muestra de proximidad, lo que no necesariamente es señal de algo positivo. Más bien, la cercanía se produce, para empezar, siendo capaz de velar por no dejar de ser quien se es y, en cierta medida, como se es. Y de propiciar que los demás lo sean. Y eso incluye no limitarse a lo que ya somos. De lo contrario, lo que se pone de manifiesto es sencillamente la incompetencia para estar a la altura de lo que requiere la situación. No somos la persona adecuada. Aunque no faltan quienes suelen estimar que eso más bien le ocurre a su interlocutor.

No hay que estar tan seguro de que cuando no hablamos de nada, nada se diga. En cualquier caso, en la cadencia morosa o precipitada de una charla, de una u otra manera, nos expresamos. Todo es gesto elocuente. Por supuesto, también el silencio, y la mirada, y la corporalidad que tanto intervienen. De ahí que quepa decir que hay manifestación, y que hasta en la más contenida charla, se produce cierta exposición. No es tan fácil eludirla, ni siquiera muy recomendable. Y no ya solo porque, de no haberla, no hay propiamente palabra, sino porque difícilmente cabe sustraerse a una mayor transparencia que la que se pretende. Al charlar nos decimos mucho más que lo que contamos.

En cierta medida, cuando hablamos de charlar hacemos lo que decimos. Pero para ello es imprescindible que contemos con alguien, que lo tengamos en consideración. La charla no necesita proponerse demasiado, ni esperar más de lo previsible. En cierto modo, no suele ser muy pretenciosa. Y ahí radica la fuerza de sus imprevisibles efectos, en la pujanza de lo inesperado. Poco a poco, quizá con la parsimonia de lo que no busca ser necesariamente rentable, va impregnándolo todo de un tono no pocas veces amigable.

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Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

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