Hay quienes todo lo encuentran extraño. Ciertamente no faltan razones para sorprenderse, pero tampoco deja de ser llamativa la facilidad con que hallan algo incomprensible. Para algunos, lo es prácticamente todo. No es aconsejable que tildemos de natural cuanto ocurre, pero también merece considerarse la tendencia vigente a ir de sobresalto en sobresalto. Nos desconcierta, pero a veces parecería que se necesita para sobrellevar la monotonía en que afincamos nuestros días.
No es cuestión de perder el interés o la curiosidad, la posibilidad de que las cosas sean de otro modo y nosotros otros. Ahora bien, la apertura, la atención, el cuidado, frente a la indiferencia o a la apatía, no significan pretender una permanente emoción, ni una fascinación por lo insólito. Si es preciso, se otorga a cuanto viene a ser simplemente novedoso el título de algo excepcional.
Pronto el fogonazo inicial se desprende de la emoción que conlleva y la fascinación se mueve en la búsqueda de nuevas impresiones. Solo queda el desplazamiento, pero no hay verdadera alteración. Requerimos una sensación constante de exaltación, incluso de euforia, aunque sea de un estado de ánimo no siempre positivo, sin la cual todo resultaría falto de alicientes. Sin embargo, ello provoca una búsqueda ansiosa de requerimientos y de acicates que produciría la impresión de que basta que sea infrecuente para ser interesante.
Los expertos en dosificaciones no tardarían en encontrar la medida adecuada para cada caso, para cada situación. El señuelo bien utilizado, la adecuada combinación de lo inesperado, lo peregrino y lo inaudito nos alumbrarían y nos sustentarían en la constatación de que nunca lo inusual es irrelevante. No siempre para que nos entretenga, sino para que cada quien sostenga la necesidad de que algo nos permita pensar que, a la vista de lo extraño, somos singulares por ajenos y “normales” por asentados en lo habitual.