No tengo más remedio que volver sobre viejas lecturas mientras voy terminando algunas de las que llegan. Es septiembre y ha venido ya el desbarajuste, todo vuelve a precipitarse, ya no hay tiempo. Hace ya unos meses que leí El animal moribundo, de Philip Roth. Luego después Elegía (las dos están en Mondadori), y ya saben que estoy con La mancha humana (hace rato que no hay playa, ni largas horas de puro desperdicio para dedicarse por completo a las novelas), y que estaré con ella una temporada. Con este escritor vas de una cosa a otra, sigues la pista a sus personajes, y ya cuando parece que has cogido la velocidad de crucero, te llega el zambombazo: “O bien impones tus ideas o bien te las imponen. Nos guste o no, ésa es la disyuntiva. Siempre hay fuerzas enfrentadas y, por ello, a menos que se tenga un gusto desmesurado por la subordinación, uno siempre está en guerra”.
Eso pasa con Philip Roth (la foto es de James Nachtwey; Seix Barral). Que no repara en dar cuenta de las incomodidades de vivir, y que señala las complicaciones y el dolor y la alegría y, a veces, el triunfo. Triunfos efímeros: el placer, el amor, la amistad. El animal moribundo es la historia de un profesor de 80 años que se vuelve loco por una chica cubana cincuenta años más joven y con la que tiene una intensa relación que dura poco más de año y medio. Lo que cuenta Elegía es el final de un hombre: “Se había casado tres veces, había tenido amantes e hijos y un trabajo interesante en el que había triunfado, pero ahora eludir a la muerte parecía haberse convertido en el asunto central de su vida y la decadencia física en toda su historia”.
Son dos historias donde la vejez es la protagonista y donde, por tanto, irrumpe el pasado personal de unos personajes que se enfrentan a un presente duro y prosaico y a un futuro inmediato hecho de renuncias, de miseria, de minúsculos y fatales derrumbamientos. Se están desmoronando, y lo saben. Ésa es su vida. Lo resume mejor el propio Roth hablando desde la piel de uno de ellos: “Se encontraba en un proceso de creciente disminución y tendría que pasar sus días sin sentido hasta el final tan solo como lo que era… los días y las noches inciertas y la obligación de soportar impotente el deterioro físico y la tristeza terminal y la espera, la interminable espera de nada”.
Son dos libros sobre el final, sobre el acabóse, sobre la nada. Es curioso, sin embargo, que lo que se haya grabado con más fuerza en mi ánimo sea una llamada al conflicto, una afirmación radical de la vida. Esa vida que es pura guerra, donde siempre hay fuerzas encontradas. Es duro, pero ésa parece ser la pelea: “O bien impones tus ideas o bien te las imponen”.
[Salvo sábados y domingos, suelo escribir todos los días. El pasado viernes no pude hacerlo. Lo siento de verdad si alguien se asomó... y no vio nada. Hoy os pido perdón por la tardanza.]
Hay 3 Comentarios
Es cierto lo que comentas. La elección posiblemente tiene que ver con la energía vital remanente, pero pasado cierto límite, es posible que no existan más alternativas que la lucha activa contra el inexorable paso del tiempo o sucumbir a la decadencia.
Sin embargo, son los matices los que nos dan la vana ilusión de escapar a lo escrito. Así, por ejemplo, mi abuela decidió esquivar su melancólico destino viviendo como propia la realidad ajena. Perfectamente lúcida, empezó a construirse un escenario paralelo basado en la interpretación de los mensajes que recibía de su entorno. En versión libre, claro está. Si el lunes yo volaba a Nueva York, el domingo ella retrasaba seis horas su reloj biológico para adaptarse al nuevo biorritmo. Desayuno, comida y cena a horarios intempestivos. Y cuidado con perturbarla con llamadas inoportunas. El nacimiento de un nieto se traducía en la aparición de un nuevo jilguero en su jaula. La fractura del fémur de mi madre, en la compra de unos tacones imposibles. No fue tan sencillo descubrir su hilo argumental. En un principio sus excentricidades despertaron la sospecha de una demencia incipiente, cuando en el fondo todo era una simple competición contra la decadencia. “Todo lo que otros hagan, yo lo puedo hacer mejor”, parecía decir al destino. Cierto es también que el destino siempre acaba ganándonos la partida, pero seguro que tiene su compensación tratar de luchar contra su imposición.
Publicado por: Berenguela | 03/09/2007 22:39:32
Esto sí que ha sido hoy una sorpresa.
Imaginabamos que este blog dormía definitivamente en el cajón de las cosas bellas.
Estar siempre "en guerra" con uno mismo tiene que ser un gran suplicio.
Algo así como estar muerto en vida, o parecido.Porque uno no puede derrochar el tiempo pensando en todo lo que representa vivir,y en lo efímeras que puedan resultar las situaciones gratas que el destino aquí y allá nos va brindando.
La Vida a muchos se nos antoja como una niña pequeña a la que hay que acariciar, cantar , y mimar,evitandole toda clase de reproches y lamentos.Hay que mantener siempre joven el "espiritu" de esa niña y amarla, amarla... y "sentirla" diariamente como si fuera una amante a la que en cualquier momento puedes dar por perdida . En cierto modo, sería como mantener una especie de subordinación con respecto a ella : tú eres su más fiel siervo ,pero ninguno de los dos gana.No hay imposición en eso , ni fuerzas enfrentadas. Tú Vida me haces Sentir, y yo te doy Amor y ganas.
.Afrontar una vejez desde la óptica del deterioro y la decadencia física , y encima hacer de ello el centro de nuestra existencia , viene a corroborar la creencia de que eso es estar ya "muerto".
Renunciar a la esperanza y vivir esperando la nada es ser Nada.
Puede que para muchos de nosotros la vida sea pura pelea en la que el más fuerte es el que gana, pero para otros esa pelea (contemplada como juego amoroso, que te hace crecer en las adversidades) nunca llega a convertirse en guerra.
Eso es amar la Vida (sin medias tintas..a todo o nada)
Publicado por: Venecia | 03/09/2007 18:45:01
estás perdonado amigo Rojo, siempre ingreso a tu blog. ya sabes
Publicado por: horacio | 03/09/2007 18:40:18