Camagüey, La Habana, Madrid, París. Un poco más adelante, Roma: allí conoce a François Wahl, que será ya su compañero hasta el final. En 1961 viaja a Turquía. Marruecos, Túnez, Argelia. La India, que la recorre siguiendo los pasos que había dado Octavio Paz. En 1973, estancia en Indonesia: Yakarta, Yogyakarta, Surabaya, Bali, Java y Singapur. Visita el templo hinduista de Prambanan y la stupa de Borobodur. En 1974, Irán. Sri Lanka. El Himalaya. Nepal, Bután, Sikkim. Es inevitable la tentación de emborracharse con los nombres de los lugares que visitó Severo Sarduy. También su literatura tiene ese carácter excesivo. Asimilarlo todo, incorporarlo todo, vivirlo todo.
“Me dieron una beca para estudiar pintura en Europa y me quedé. Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día, soy muy autocrítico: creo que debía de haber vuelto, que debía de haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad. En definitiva, adopté la solución de la facilidad: instalarme en una casa de campo, en las afueras de París, y ponerme a escribir y a pintar. Han pasado treinta años y hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían de leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será…”.
Hay una exposición en el Instituto Cervantes de Madrid que se acuerda estos días de este extraño y fascinante escritor cubano, y que reconstruye sus viajes por Oriente: fotos, breves textos, algunas de sus pinturas. Severo Sarduy (Camagüey, Cuba, 1937) lo devoró todo. El estructuralismo, el jazz y los hallazgos de la física se hicieron carne de su poesía y de su prosa. Cuando levantó la topografía de su propia Cuba incorporó a ella la cultura de Al-Ándalus del siglo XI y también a China. Hizo suyos a los místicos, a san Juan y a santa Teresa, y también los relatos del hinduismo, y el taoísmo y el budismo. Su escritura tiene las marcas del cuerpo, de los tatuajes, del barroco. Recorrer sus libros es descubrir que su español se ha bañado en todos los ríos y que hace bailar en sus aguas las herencias de culturas milenarias y de los espasmos de la modernidad más próxima. Para acercarse a su pintura, no está de más recordar una línea suya: “Quise mirar detrás de las manchas de Rothko para saber si allí estaba Dios”.
El texto en que habla de su relación con Cuba lo escribió en 1990, el año en que supo que tenía el virus del sida. Había salido de su país en 1960 y no pudo volver más. Murió en 1993. Duele leer cuando dice que el balance es paupérrimo. A la vista está que no lo fue.
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Que todo lo que vive, todo lo nacido o que va a nacer; que todo lo que se mueve, grita, nada, vuela; que todo lo que respira (el gato Caruso, una hoja, tu voz, el Rojo y naranja sobre fondo rojo, de Mark Rothko); que todo lo que salta, roe, corre, trepa, clava, planea o viaja, que todo eso sea muy feliz.
Severo Sarduy
Publicado por: minitadeboli | 26/04/2008 23:05:36