Con sólo cruzar los escaparates e irse a la habitación del fondo, ¡qué curioso!, las cosas cambian extraordinariamente. El brillo se marchita, las cosas transpiran (y huelen mal). Hay desorden, hay dolor, hay también detrás una historia, un pasado. No se nace por ciencia infusa para catapultarse en el éxito. Y de todo eso habla La familia Savages, de Tamara Jenkins, que empieza con un viejo caprichoso que se encierra en el baño para aplicarse en el uso de sus heces y escribir con éstas sobre los azulejos un mensaje transparente: ¡capullo!
Todo empieza con un recorrido por las calles de Sun City, Arizona, una urbanización concebida para la tercera edad, para colocar allí a los ancianos y conservarlos en una burbuja mientras van agotando las horas que les quedan. Hay bailes, gimnasia, pueden jugar al golf, cantar viejas canciones, tienen gente que los cuida y diligentes señoritas que les pintan las uñas de rojo a las nonagenarpara que resulten sexys. Lo que pasa es que, por muchas palmeras que se le ponga a la cosa y violines, un día un viejo entra en el cuarto de baño, se mancha de mierda y escribe un mensaje, y otro día una vieja, su novia, va y se muere.
Es entonces cuando empiezan las complicaciones para Wendy (Laura Finney) y Philip Seymour Hoffman (Jon), que reciben un día una llamada que les cambia la vida. Su padre tiene demencia. Tienen que recogerlo de Sun City, donde vivía de gorra con su novia desde hace veinte años, y ocuparse de él. Y así es como regresa en sus vidas el pasado, esa vieja historia a la que se le ponen candados para que deje de ladrar. Sigue ladrando.
Una superviviente que escribe piezas teatrales y un profesor de universidad que lleva años dedicado a una biografía de Brecht [el programa de los cines Renoir considera que hacer una biografía de Brecht es dedicarse a ¡¡temas esotéricos!!: hay que joderse]. El caso es que a los dos les cae el marrón del padre demente que, curiosamente, conserva intactos sus ademanes autoritarios. Y con esa excusa, la directora y guionista de La familia Savages, Tamara Jenkins (Filadelfia, Pensilvania, 1962), nos lleva a la habitación del fondo, ahí donde el brillo de los escaparates se ha ido a pique y emerge, diáfano y rotundo, lo cutre. El desorden de esas vidas es cutre, sus relaciones sentimentales lo son. Y su dedicación a mantenerse en forma: incluso eso es cutre. Animales de compañía, sexo mecánico, una relació amorosa que se va al garete por consideraciones pragmáticas. Contaba Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra que los japoneses prefieren la penumbra al exceso de luz. Tamara Jenkins también muestra eso: que hay muchos más matices en lo cutre que en el lujo efímero de los escaparates.
Hay 3 Comentarios
Y estudiar a Fernando Vallejo es hacer política!!
Publicado por: parce | 13/07/2008 17:37:51
Una vez se me presentó una oportunidad única para viajar a Túnez (no confundir con Sahara de los Atunes) y la dejé pasar por esas cosas que tiene la vida. Seguramente tomé la decisón equivocada. No me arrenpiento. Nunca me arrepiento. Si lo escribiera así
Una vez
se me presentó
una oportunidad
única
para viajar a Túnez
(no confundir
con Sahara de los Atunes)
la dejé pasar
por esas cosas que tiene la vida.
Seguramente
tomé la decisión equivocada.
No me arrepiento.
Nunca me arrepiento.
Si lo escribiera así...
sería un poema.
Publicado por: Las cosas no cambian tanto (Lucia Folino speaking) | 09/07/2008 19:43:49
Y además José Andrés es el nombre de mi hijo.
Imáyin.
Publicado por: Lucía Angélica Folino (sin poder entrar a la comunidad) | 09/07/2008 19:40:03