Dylan no dio señales de vida en 1968. El tipo que había escrito que caería una tormenta de cojones y que decía que los tiempos estaban cambiando debió cogerse el año sabático. Pero ahí estaban sus canciones. “Tiene que haber una salida”, le decía en una de ellas el bufón al ladrón. “Hay mucha confusión, no encuentro consuelo”, nadie sabe apreciar el valor de las cosas. El otro le contestaba que dejara de dramatizar, que la vida es una broma, que iban tirando, que dejara de tanta cháchara: se hacía tarde. Desde la atalaya, los príncipes vigilaban. Eso va contando All Along The Watchtower. Jimi Hendrix hizo una impresionante versión del tema y la incluyó en su doble disco de aquel año, Electric Ladyland. Allí a lo lejos un lince maulló, dos jinetes se acercaban, el viento empezó a bramar.
Hendrix debió de confundirse de puerta. Y en vez de entrar donde los negros hacían música negra, se metió en el cuarto donde los blancos se esforzaban en tocar como los negros. Así que arrasó (lo llevaba en la sangre) y cuanto hizo lo hizo de manera excesiva. Basta con ver cómo vestía: era capaz de llevar todos los colores y de combinarlos de las maneras más inverosímiles. Iba como un pincel. Tocaba con los dientes, con una sola mano, con la guitarra a la espalda, hacía prodigios. Llegó a quemar en un concierto su instrumento de trabajo, y cuantos lo veían en pleno trance aplaudían como enloquecidos. Era excesivo, producía situaciones excesivas, su música era excesiva. Y sus colocones también. Uno de ellos se lo llevó al otro barrio en Londres en septiembre de 1970: se ahogó en su propio vómito.
Electric Ladyland fue su último trabajo en estudio y, como solía, hace allí una exhibición minuciosa de todos sus recursos. Sonidos distorsionados, velocidad salvaje, pedal wah wah, efectos sorpendentes, chispas y sacudidas, finura y delicadeza, galopadas desquiciantes, melodías hechas añicos, y también limpieza en cada rasgueo, y luego ruido. Hace de todo: baja a los infiernos; empieza un solo y lo acaba, pero al rato vuelve y hace otro y otro y otro; sube a los cielos; sale a vagar por el campo; se mete en tugurios. Tenía que haber alguien que le hubiera gritado: “¡Un poco de contención, carajo!”. Lo hubo: fue Chass Chandler, su productor, un señor que había tocado el bajo en The Animals y que estuvo a su lado desde el principio, desde que se formó The Jimi Hendrix Esperience.
Chandler le pidió moderación, que no se fuera por las ramas. Se enfadaron. Hendrix también era excesivo en el estudio, y en Electric Ladyland desparramó por todas partes: hay una versión de Voodoo Chile de quince minutos y 1983 (A Merman I Should Turn To Be) tiene más de trece. Así que hay algunos momentos magníficos, pero a ratos no hay manera de seguirlo en el delirio. Hay mucha confusión, le decía el bufón al ladrón. All Along The Watchtower, sin embargo, es perfecta: sopla el viento, dos jinetes se acercan. Un lince se lamenta en la distancia.
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