La policía de Bombay tiene que ser en verdad exigente cuando obliga a sus agentes a perseguir a unos cuantos chiquillos de manera infatigable por dedicarse a jugar al criquet en las pistas de aterrizaje de un aeropuerto. Así arranca Slumdog Millonaire, la película de Danny Boyle que ha arrasado en los Oscar. Están los chavales en medio de un partido y llega la pasma y, de pronto, asistes a una vertiginosa persecución (que no conduce a nada) por un laberinto de chabolas y callejuelas repletas de gente. Estética de videoclip en el corazón de la India miserable. Ese es el aperitivo del largo banquete al que invita una película que no deja, ni un solo instante, de ofrecer plato tras plato. Un alarde de generosidad que es, al mismo tiempo, una exhibición impúdica de recursos narrativos que terminan por indigestar al inocente comensal que sólo pretendía pasar un buen rato.
Los dos ingredientes que arman el banquete que sirve Slumdog Millonaire son el exotismo y las buenas intenciones. De un lado, Danny Boyle se acerca a la explosiva mezcla de la India emergente de nuestros días, donde las más sofisticadas tecnologías entran en contacto con la asfixiante realidad de una pobreza extrema, y donde las mafias se desenvuelven con total impunidad. De otro, pretende mostrar la terrible vida de los más débiles entre los débiles: los huérfanos de las chabolas, esos chiquillos que han de sobrevivir en las condiciones más adversas. El hilo conductor es doble: el concurso televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, al que se presenta, ya joven, uno de esos parias, y el brutal interrogatorio al que es sometido por la policía cuando está a punto de ganar una cifra exorbitante.
Establecido el marco, de lo que se trata es de servir sin descanso plato tras plato. ¿Un poco de tortura? Adelante, que le inflen la cara de hostias al protagonista, le metan la cabeza en un cubo, le sacudan unos cuantos electrochoques. ¿Un poco de conflicto entre religiones? No se diga más: que estalle la violencia entre hindúes y musulmanes, que maten a la madre de los chavales, que arda un tipo vivo en mitad de una calle cualquiera. ¿Alguna postal turística? Vale: que sea en el Taj Mahal y que los chicos oficien de pícaros. ¿Algo de historia? Que salgan muchos trenes, que viajen por paisajes deslumbrantes, que se refleje así el legado del imperio británico que supo conectar un país inmenso a ritmo de locomotora… Todo eso sin parar. Con una música que se deja de escuchar, por asfixiante, y el bombardeo de un montaje enloquecido.
El punto reservado al discurso artístico insinúa un homenaje a los culebrones de Bollywood. Amores intensos, traiciones familiares, el destino que no se puede sortear, el final feliz. Todo en ese discurso para ser verdad pasa por la empatía. En la película resultan simpáticos los chavales, pero ni se repara en el asesinato de su madre porque pasa demasiado deprisa. Lo de Danny Boyle, el soberbio realizador de Trainspotting, es sólo un pastiche artificial con maquillaje posmoderno. Habría que ver qué tono tiene la novela en la que se inspira, Q & A (Anagrama), de Vikas Swarup. Quizá lo que allí se ofrezca tenga un punto de moderación. Y no esta abigarrada sucesión de bocados en un banquete que atraganta. Y aburre.