El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Certeza del paraíso

Por: | 30 de marzo de 2009

Hace un tiempo, las manos flamencas del Niño Josele se pusieron a trabajar para adaptar a la guitarra algunas piezas que había interpretado Bill Evans. El resultado se tituló Paz, y se grabó en Casa Limón entre febrero y mayo de 2005. La prodigiosa música que hizo aquel monstruo del jazz delante de las teclas de un piano mantuvo su extraña y austera belleza en el disco del Niño Josele, en el que intervinieron un puñado de grandes músicos (Joe Lovano, Jerry González, Javier Colina o Marc Johnson, entre otros). El viernes pasado, Esperanza Spalding desembarcó en Madrid con su contrabajo para acompañar al Niño Josele y a El Piraña (con la percusión) en el desafío de acordarse una vez más de Bill Evans. El concierto sirvió para confirmar que el paraíso existe. Por si alguien lo dudaba.

Esperanza spalding

La cita fue en el San Juan Evangelista dentro del ciclo Ellas Crean. Esperanza Spalding tiene sólo 23 años y, en su caso, la frase promocional que habla de ella como de una de las mayores promesas de la música del futuro es seguramente cierta. Nació en Portland, Oregon, y salió adelante dentro de una familia con complicaciones económicas en la que sólo había una persona: su madre. Tenía cuatro años cuando vio tocar el contrabajo a Yo-Yo Ma en una serie de televisión, y supo que aquello era lo suyo. Empezó con el violín muy pronto, pero le costó llegar al instrumento que la conquistó para la música. Lo hizo a los quince años. Poco después entró al Berklee College of Music, donde se convirtió a los veinte en una de las profesoras más jóvenes de la célebre institución estadounidense.

Cuando hizo sonar el contrabajo en el reducido marco del San Juan Evangelista, el Niño Josele ya le había arrancado unas cuantas notas a su guitarra, acompañado por El Piraña. Curioso encuentro. Ahí, en los temas que en su día había tocado Bill Evans, y cargados por tanto hasta la médula con las marcas de la hondura con la que las interpretaba, en esa música llena de jazz por los cuatro costados, coincidieron un flamenco y una mujer que, en su primera grabación, ha revelado su amor por la bossa nova. Ni géneros, ni fronteras, ni escuelas: nada sirve para clasificar el milagro de la magnética complicidad que existió en aquel escenario.

Los teólogos de las distintas religiones se afanan por certificar la existencia de ese paraíso al que van a ir a parar los creyentes cuando hayan muerto. Craso error: el paraíso está aquí. En Madrid lo pudieron habitar quienes estuvieron presentes cuando Esperanza Spalding cantó Minha, el tema de Francis Hime y Ruy Guerra que Bill Evans grabó durante un concierto en París en 1979 y que, en el disco de Niño Josele, interpretó Estrella Morente. Junto al profundo sonido de su contrabajo vibró la hermosura de su voz para cantar, en portugués, aquellos versos tan certeros: “donde quiera que te escondas, yo te voy a encontrar y voy a darte tanto y tanto amor que te puedes asustar…”. Pues eso.

La vida en el alambre

Por: | 25 de marzo de 2009

Lo que sobre todo hay en el cine de Almodóvar son personajes con unas inmensas ganas de vivir, y que se la juegan. Para contar de ellos recurre con frecuencia a situaciones excesivas, por las que discurre con el pulso firme de un finísimo sentido del humor. De ahí que se diga habitualmente que su fuerte es la comedia. Sea como sea, sus comedias están siempre atravesadas por minúsculos temblores trágicos. Y viceversa: si se sumerge en alguna historia de dolor y muerte, de destinos truncados y heridas que cuesta cerrar, ahí está la risa para ayuda a pasar el trago amargo de las lágrimas. Los abrazos rotos, su última película, pertenece a esta segunda categoría. Hay una muerte y la herida de la ceguera, y están también esas criaturas que se lanzan y van avanzando para sortear el abismo sobre la delgada línea de un alambre.

Hay directores que son artesanos de una gran industria, y están los que hacen cine movidos por una obsesión y buscándose la vida. Los más grandes son seguramente los artesanos que consiguen crear  su propio estilo, e imponer su mundo, más allá de las férreas exigencias de las productoras. Y también los autores que consiguen convertir su mundo en una marca, con lo que trascienden el cerrado círculo de unas minorías y se proyectan al gran público. Este último es el caso de Almodóvar. Desde su primera película estableció un territorio, y ha explorado sus rincones cada vez con mayor maestría y valentía, cada rato más lejos, cada rato más al fondo. Lo de escarbar en la fragilidad humana es uno de sus signos de distinción. La frescura de su lenguaje, la querencia pop, el afán iconoclasta, el gusto por incorporar la música como un elemento de primer orden, su finísimo oído para el ruido y las inquietudes de la calle, la fidelidad con sus orígenes: todo eso está también en su obra.

Y existe otro elemento más. Almodóvar entrega sus películas a sus actores. Se las da, las pone en sus manos, se tira con ellos a la piscina. Igual alguien piensa que es lo que hace cualquier director. Pero no. Las películas de Almodóvar se encarnan y sólo son de verdad cuando pasan por los intérpretes. Es un gesto de generosidad y de audacia: reconocer que el cine es una obra colectiva, y obrar en consecuencia. Y ocurre que algunas de sus películas fallan porque algún actor no dio con el registro apropiado y otras que resultan más grandes porque fueron los intérpretes los que las hicieron volar.

Los abrazos rotos 1

En Los abrazos rotos, Almodóvar explora otros registros: contiene el humor para ahondar en el drama. Una historia de amor excesiva, una larga complicidad habitada por los celos, un secreto, un accidente que precipita la tragedia. Vidas que se sostienen en el alambre. A veces chirría la intensidad de algunos actores con la ligereza de otros, hay momentos en que no se produce esa química que sabe manejar tan bien entre lo trágico y lo cómico, a ratos el ritmo se demora en exceso. Bueno. Penélope Cruz y Lluís Homar (y Carmen Machi, en su minúscula intervención) bordan su trabajo, y vuelve a ser un placer recorrer el territorio de Almodóvar. Quizá la experiencia hubiera resultado más grata si uno llegara al cine sin el lastre del bombardeo mediático (esta vez creo que se pasó, se le fue la mano). Pero ahí está de nuevo Pedro Almodóvar, y sigue mereciendo la pena. 

“Sólo la guerra”

Por: | 23 de marzo de 2009

Israel invade gaza

Han empezado a salir a la luz las salvajadas que hicieron los soldados israelíes en la reciente ocupación de Gaza (en la foto). Durante los días en que se desarrollaba esa terrible agresión estaba leyendo La guerra más cruel (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; traducción de Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella), de Arkadi Babchenko, donde narra sus experiencias en Chechenia. Se describe ahí la brutalidad de la guerra de nuestros días, la pérdida total de referencias, la barbarie. Así que pensé que no estaba de más llamar la atención sobre ese mayúsculo despropósito, la transformación de unos jóvenes reclutas en sangrientos carniceros, y dediqué una entrada de este blog a Babchenko. En un comentario se me reprochó entonces que no tratara de los palestinos, y que me hubiera ido tan lejos. Mi intención fue, en realidad, la de iluminar lo que estaba pasando en Gaza. Pero quise hacerlo desde el punto de vista de un soldado.

Vuelvo, pues, al escritor ruso y copio algunas de las frases de su libro que, por lo que se ve, se corresponden bastante al horror que practicaron las tropas israelíes y a la profunda transformación interior que padecieron los soldados:

“En la guerra hay una raza de personas que, igual que los osos, en cuanto huelen por primera vez carne humana ya no pueden dejar de matar. Parecen normales a primera vista, pero llegado el momento olvidan todo por completo y sólo piensan en tirarse de cabeza hacia una masacre. No comen, no duermen, no esperan a nadie, y no ven nadie a su alrededor, sólo la guerra”. 

 “Aquí soy libre, no tengo obligaciones, no tengo que preocuparme por nada, ni responder de nadie: ni de mi madre, ni de hijos, de nadie en absoluto. Sólo de mí mismo. Si quiero, me muero, y si lo prefiero, sobrevivo, regreso, o desaparezco en combate. Vivo y muero como quiero. Una libertad así no la tendremos nunca más, puedes creerme” (testimonio de Artiom, uno de los reclutas que pelearon junto a Babchenko).

"Las personas cambian muy rápido en la guerra y si el primer día te asusta la presencia de un cadáver, al cabo de una semana ya estás comiendo apoyado sobre una cabeza reventada si así estás más cómodo”.

“Con curiosidad y elegancia”

Por: | 20 de marzo de 2009

Booooolaño   

El jueves 12 de marzo, el Círculo Nacional de Críticos Literarios de Estados Unidos decidió que la mejor novela de ficción de 2008 era 2666 (publicada en 2004 en España por Anagrama), del escritor chileno Roberto Bolaño (la foto es de Marcel.li Sáenz Martínez). Una pena que no esté ya para celebrarlo, y una alegría por tener noticia de que esa asociación, formada por 900 especialistas literarios de las mejores publicaciones, tenga tan buen criterio (cada vez más escaso). Sólo he podido leer de 2666 la primera de las cinco novelas que contiene, y quedé fascinado por las peripecias de ese círculo de profesores de literatura, que se ven arrastrados en un proyecto común por su loca admiración por el escritor alemán Beno von Archimboldi.

Van de un lado a otro y dos de ellos consiguen que los reciba la mujer del editor que descubrió a Archimboldi. Así que van a verla a su casa, y allí descubren boquiabiertos los cuadros que tiene en las paredes y, sobre todo, las fotografías en las que aquella mujer aparece en compañía de muchos autores que admiran: Thomas Mann, Klaus Mann, Alfred Döblin, Walter Benjamin, Bertolt Brecht… Cuando aparece la señora Bubis, Bolaño la describe con estas palabras:

“Al darse la vuelta, Pelletier y Espinoza encontraron a una mujer mayor, con una figura similar, según confesaría Pelletier mucho después, a Marlene Dietrich, una mujer que a pesar de los años conservaba intacta su determinación, una mujer que no se aferraba a los bordes del abismo sino que caía al abismo con curiosidad y elegancia. Una mujer que caía al abismo sentada”.

Les he copiado esas palabras porque en ellas encuentro resumido el Bolaño que más admiro. El que consigue atrapar con un trazo la complejidad de un personaje, y que sabe contarlo con esa arrolladora imaginación verbal: "una mujer que no se aferraba a los bordes del abismo sino que caía al abismo con curiosidad y elegancia". He pensado, al escribir estas últimas palabras, en el Príncipe de Ligne, el caballero del que trataba en la entrada de ayer. Se podría añadir, por seguir con el paralelismo, que caía al abismo con curiosidad y elegancia, y cantando. He ahí una forma impecable de circular por la vida.

Hay que cantar

Por: | 19 de marzo de 2009

En agosto de 1844, Friedrich Nietzsche recibió en Sils Maria a Resa von Schimhofer, una joven que pertenecía al círculo de Malwida, una de las últimas amigas que le quedaban al filósofo. Le organizó un minucioso programa de visitas por los alrededores, le regaló las tres primeras partes de su Zaratustra y le recomendó que leyera una novela de Stifter, y a los memorialistas e historiadores de los siglos XVII y XVIII para que supiera de las costumbres aristocráticas que estaban empezando a perderse de manera alarmante. Estos días se ha publicado en España Extravíos o mis ideas al vuelo (Sexto Piso), del Príncipe de Ligne. Seguro que entonces hubiera sido una magnífica lectura para la joven Resa. Lo sigue siendo ahora, en un mundo que nada sabe ya de aristocracias y al que le vendría muy bien tener noticia de unos ademanes que escapan de la mediocridad y que tienen la grandeza de lo que se hace por puro placer.

Charles joseph de ligne  

La traducción y el magnífico prólogo de la edición de Sexto Piso son obra de Ignacio Díaz de la Serna. Desde el primer momento emerge con una endiablada frescura y una radicalidad admirable la enorme figura de Charles-Joseph de Ligne (en la imagen), que nació en Bruselas el 23 de mayo de 1735 y que fue el séptimo príncipe de la casa de la que heredó el nombre. Todo empieza con su amor por los colores. Sobre todo al rosa, que junto al plata, fueron los distintivos de su linaje. “Enloquecía con los carruajes suntuosos y los séquitos de fábula”, cuenta Díaz de la Serna, y cuando uno se empieza a acomodar en sus viejos prejuicios sobre la nobleza, la presentación da un giro y encontramos al príncipe en el campo de batalla: “Para sobreponerse al tedio que pronto se apodera de todo campamento militar durante una tregua, pide de vez en cuando a algún suboficial que le dispare mientras él hace caracolear a su caballo. Esquivar balas es su forma habitual de abrir el apetito cuando se aproxima la hora de la cena”.

El príncipe de Ligne fue un militar brillante, siempre fiel a los intereses políticos de Austria. Participó en la guerra de los Siete Años (1756-1763) y luego estuvo en la que se desencadenó por la sucesión en el trono de Baviera (1777-1779). Combatió en la guerra entre rusos y turcos y perdió a su hijo en el sitio de Argonne, mientras peleaba contra los franceses a las órdenes del duque de Brunswick. A Catalina la Grande le propuso organizar una coalición contra las fuerzas revolucionarias para salvar “la religión de los reyes”. No obtuvo respuesta. Luego sufrió con amargura que no lo incluyeran en las fuerzas que se enfrentaron a Napoleón.

Le gustaron las mujeres y, al menor descuido, se enamoraba. En una de sus ideas de estos Extravíos apunta: “En el amor, sólo los comienzos son encantadores. No me sorprende que hallemos placer en volver a comenzar a menudo”. Pero no fue un libertino, y despreciaba el hedonismo ramplón de quienes han convertido el arte de seducir en una profesión. Estuvo en todas las fiestas que celebraron las cortes de su tiempo y dilapidó su fortuna. Al final se dedicó a escribir. Tenía 79 años cuando se resfrió en un baile: murió poco después, en diciembre de 1814. “Me gusta la gente distraída”, escribió en estos Extravíos: “es un rasgo que indica que tiene ideas y que es bondadosa, pues los malévolos y los estúpidos siempre están alertas”. Y también: “La corte os ha olvidado: cantad; una hermosa mujer os ha abandonado por uno de vuestros amigos: cantad; mañana obtendréis la suya, y despertará mayor lástima que vos porque tal vez no sepa que hay que cantar”.

“Todo está ya derruido”

Por: | 18 de marzo de 2009

Eugenio montale

Eugenio Montale tenía más de setenta años cuando empezó a regalarle poemas a su amiga Annalisa Cima. Lo hizo entre 1969 y 1979, y mientras tanto escribió algunos de sus últimos libros. Pero los versos que le fue dando a la joven poeta permanecieron inéditos. Cuando llegaron a ser 66, Montale los distribuyó en diez sobres de seis poemas cada uno. Y, en otro, colocó los seis restantes y otros dieciocho. Convirtió a Annalisa Cima en su albacea testamentario, y le indicó antes de morir cómo debía irlos publicando. Los treinta primeros fueron la primera parte de su Diario póstumo, que se editó en 1991 (Montale había muerto diez años antes). La segunda parte, que reunió todos los restantes, salió en 1996. Desde 1986, sin embargo, habían ido apareciendo en plaquettes de seis en seis, a ritmo anual, en ediciones no venales y tiradas de 100 ejemplares.

Fue el truco de Montale (ganó el Nobel en 1975) para seguir durando todavía unos cuantos años más. Aquí, Diario póstumo. 66 poemas y otros se publicó en 1999 en Ediciones de la Rosa Cúbica con traducción de Mª Ángeles Cabré. Me he llevado el libro a Roma, donde he pasado unos días. Ya no es el Montale hermético de sus primeros poemas. Escribe en tono coloquial y comenta con su amiga lo que lo conmueve y lo que le duele. Cualquier cosa. Ahí está condensada la sabiduría de la vejez con la hermosura de su poesía. Les copió un par de piezas:

“Ya que admiras mi tendencia
a reaccionar con humour a las molestias
cotidianas, confieso que de viejo,
cuando se toca fondo
la ironía es el único modo
para no dejarse sorprender
con el rostro agrisado por el dolor.
In tristitia hilaris, me repito.
A menudo el hombre se engaña a sí mismo,
es la perenne fuga del presente:
única defensa a los males”.

“Somos marionetas en manos hostiles
De nada sirve ver las injusticias.
Todo está ya derruido. Se deshace
hasta el prodigio. Los ojos están cansados.
La última etapa de la vida está vivida.
Sólo queda el hechizo de un vuelo
de esta tierra fulgurante hacia
otra cueva, en la cual nos hundiremos
para luego emerger con borrosos perfiles”.

“Estar trastornado”

Por: | 13 de marzo de 2009

Roth420

Acaba de aparecer Indignación (Mondadori), la última novela de Philip Roth (la foto: AP), y se ha reeditado en Debolsillo la anterior, Sale el espectro. Mientras leo la nueva, me acuerdo de la anterior. Cuenta el arrebato de amor que padece un hombre mayor, Nathan Zuckerman, por una joven escritora. Hay un momento en que el narrador cita a John Keats para definir lo que le pasa: “Tengo la sensación habitual de que mi auténtica vida ha pasado y de que estoy llevando una existencia póstuma”.

Más que proponerles otros links, les copio de Sale el espectro un par de frases:

“A los setenta y un años estaba aprendiendo lo que se siente al estar trastornado, comprobando que, después de todo, no había terminado el descubrimiento de mí mismo. Comprobando que el drama que suele asociarse a los jóvenes cuando entran de lleno en la vida (a los adolescentes, a los jóvenes como el resuelto capitán de La línea de sombra) también puede sobresaltar y asediar a los viejos (incluidos los viejos resueltamente armados contra toda clase de dramas), aun cuando las circunstancias los preparen para la partida”.

“Tal vez los descubrimientos más poderosos estén reservados para el final”.
 

En el infierno

Por: | 12 de marzo de 2009

El narrador de La ninfa inconstante (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), de Guillermo Cabrera Infante, le dice su amigo Branly: “En el carajo estás tú. Carajo, como sabes, siempre se traduce por infierno”. Y eso es lo que hay en este libro: el 16 de junio de 1957, un periodista que trabaja en La Habana en la revista Carteles se queda prendido con locura de una niña que no ha cumplido los dieciséis años. Es un amor que lo trastorna y un arrebato que lo lleva a separarse de su mujer. Estela, la pequeña Estela, se escapa de casa. Van, por eso, los dos por la ciudad embarcados en una fuga que los lleva de un sitio a otro. Primero fue Tres tristes tigres, luego La Habana para un infante difunto y, cuando ya había muerto, fue la mujer de Cabrera Infante, Miriam Gómez, la que terminó de armar La ninfa inconstante, la última parte de esa trilogía que resume un mundo definitivamente ido: el de La Habana anterior a 1959.

“Es en pasado cuando vemos el tiempo como si fuera el espacio”, escribe Cabrera Infante en el inicio de este libro. Y, antes en el prólogo, había contado que no quería cambiar lo que había ocurrido sino que necesitaba “una máquina del tiempo para vivirlo de nuevo”. Así que todo gira alrededor de Estela. Y lo que pasó en un verano remoto, cuando se produjo esa súbita irrupción que lo cambió todo: ahí estaba ella, pequeña, con la piel dorada, y capaz de desencadenar un terremoto. La literatura es el afán  de agarrar y precisar, de recuperar y regresar, de comprender acaso, de volver ahí y recorrer las calles y los sabores y olores y atmósferas y músicas de esa vieja Habana.

Cabrerainfante

La música y el cine. La ciudad. La vida: el trabajo, los amigos, el amor. Con eso cocinó su obra Guillermo Cabrera Infante (la foto es de Francisco Ontañón), y en la reconstrucción del encuentro entre un hombre y una niña que se está convirtiendo en mujer lo que traduce es el asombro y la perplejidad que resulta de descubrir que nada se supo entonces de lo que estaba ocurriendo, y que todavía hoy permanece el misterio y el enigma. Todo pasa como un incomprensible vendaval que arrasa lo que hay.

“Dios jugaba al cubilete con nosotros dos”, escribe Cabrera Infante. “La suerte más fuerte que la muerte nos reunió. Los hados estaban echados y en su breve carrera me fueron propicios. Hay que imputarle al destino su sórdida manipulación de la esperanza”. La ninfa inconstante, tan cargada de materia autobiográfica como todo lo que ha escrito, se publicó hace ya unos meses e igual hay ratos en que se nota que no es una obra terminada del todo, pero está recorrida de principio a fin por destellos del genio del escritor que deslumbran. Y hay páginas que conmueven y las hay que producen una risa contagiosa. Hay escritores a los que se quiere cada vez más mientras se los va leyendo. Cabrera Infante es uno de ellos.

El viaje de regreso

Por: | 06 de marzo de 2009

París, 1923. La brasileña Tarsila do Amaral se ha colado en el corazón de las vanguardias y está devorando cuanto se hace en el arte europeo de aquellos días. “Disparados locamente en el Cadillac de Oswald, volábamos por todas partes…”, contó más adelante. Y ésa es la imagen que resume aquella época. Todo había que tirarlo abajo, y reinventarlo después. París era una fiesta, y el Oswald del Cadillac es Oswald de Andrade –poeta, ensayista, dramaturgo–, de quien la artista se enamoró y con el que se casaría poco después, en 1926. Nada más entrar a la exposición que la Fundación March de Madrid dedica a Tarsila do Amaral hay un pequeño cuadro de su amiga Anita Malfatti: una minúscula habitación, dos personas de espaldas delante de un piano, alguien tumbado en un sofá y otros dos tirados en el suelo. Es el Grupo de los Cinco (los tres citados más Mario de Andrade y Menotti del Picchia), esos brasileños que conquistaban Europa y que Anita retrató en plena digestión.

Luego regresaron. Tarsila do Amaral comentó en una entrevista: “El cubismo es el servicio militar del artista”. Ella lo había hecho, acababa de licenciarse en la disciplina que instauraron Picasso, Braque y Juan Gris y redescubría su propia tierra. Viajó a Minas Gerais, quedó fascinada por lo que veía: "los colores que había amado de niña”. Le habían dicho que eran feos y caipiras (es decir: horteras), pero se rebeló y empezó a utilizarlos en su pintura: “azul purísimo, verde violáceo, amarillo vivo, verde chillón”. La transición estaba hecha y la mezcla se había impuesto: la joven que se había empapado en la sofisticación de París se lanzaba de cabeza hacia la burda sencillez de sus orígenes. Lo dijo Mario de Andrade en un poema que retrataba a Tarsila: “Quiero ser en arte / la caipirinha de Sao Bernardo. / La más elegante de las caipirinhas / la más sensible de la parisinas / lanzada entre bromas a la fiesta antropofágica”.

Tarsila do amaral antropofagia

Pero esa fiesta vendría después. Primero fue Pau Brasil, el movimiento poético y artístico que en 1924 puso en marcha Oswald de Andrade, que reclamó como símbolo el palo de Brasil y reivindicó una estética primitivista. La Antropofagia (el cuadro de la imagen se llama así: Antropofagia) surgió a finales de la década. La idea que había detrás era la que recoge su nombre: comer carne humana. La vanguardia llegaba a América Latina con ese desafío, el de merendarse la modernidad sin perder los sabores de la tradición.

La exposición de la Fundación March cuenta esos salvajes años, los veinte, en que los artistas de Brasil literalmente explotaron. Rompieron el capullo, volaron. El hilo conductor son los cuadros de Tarsila do Amaral, pero hay piezas de sus colegas y amigos, e imágenes y objetos de un país y un tiempo deslumbrantes. La idea de salir y luego volver a casa ya no sirve en un mundo globalizado. Es inevitable pensar, de todas formas, que haría hoy un artista brasileño que se ha alimentado en Europa y regresa al vertiginoso caos de Sao Paulo.  

La épica doméstica

Por: | 02 de marzo de 2009

Las hermanas Grimes (Alfaguara, traducción de Rolando Costa Picazo), de Richard Yates, empieza con la frase “Ninguna de las hermanas Grimes estaba destinada a ser feliz…”, y enseguida nos conduce a la redacción del Sun de Nueva York, donde trabaja el padre de las chicas como copista. La frase ha quedado medio enterrada por el ritmo de la narración y lo que importa ya es cómo Sarah y Emily van descubriendo el mundo y a los que tienen más próximos. Revolutionary Road, la película de Sam Mendes basada en otra novela de Yates, arranca en un bar. Una joven atractiva y solitaria, al lado de una barra, y un muchacho, que no deja de mirarla: enseguida están conversando, y ríen, y el chico fanfarronea y la chica le habla de su afición al teatro. En la siguiente secuencia estamos ya metidos de lleno en la historia de su relación. En una relación cargada de tensión. Como si fuera a explotar.

Revolutionary_road 2

No hay la menor mano izquierda en la que cuenta Revolutionary Road. No hay el menor cuidado por salvar a nadie, ni seguramente existe ningún afán de juzgar a esas criaturas que se enamoran, se casan, tienen hijos y se van a vivir a una enorme casona. Sam Mendes maneja con pulso firme una historia que produce fuertes temblores, los habituales cuando se trata de un asunto próximo, cotidiano, previsible. Es decir, que todo puede irse en una pareja a pique, y que se va a pique. Kate Winslet y Leonardo DiCaprio hacen un trabajo prodigioso. El asunto en el que se embarcan es un asunto épico. Una gran aventura: hacer realidad los sueños, sacar lo mejor de cada uno, crecer. El barco naufraga estrepitosamente.

Richard Yates, que nació en Nueva York en 1926, murió olvidado en Birmingham, Alabama, 1992. Saul Bellow dijo que la mejor novela que había leído en 1976 fue Las hermanas Grimes. Esas son palabras mayores. Cuando sirvió en el Ejército, Yates pasó por Francia y Alemania. El protagonista de Revolutionary Road considera que los mejores momentos de su vida los vivió en París. Por eso su mujer lo anima a dejar el rutinario trabajo que lo va consumiendo, y lanzarse al vacío de una nueva vida. Mendes ha conseguido llevar a la pantalla cada minúscula puntada con la que se va tejiendo un fracaso.

Empezar de nuevo. Sentirse especiales. Romper con las ataduras de una vida convencional. Poder hacerlo. Es 1955 y el mundo entero se encuentra felizmente embarcado en el desafío de salir a flote después de una guerra que, una década antes, había dejado el panorama hecho añicos. La mujer, cada mujer, está cambiando de manera abrupta. Ya no puede tolerar su tradicional papel secundario. Los sueños de la señora Wheeler, sin embargo, tienen que seguir pasando por los del señor Wheeler. Están en sus manos, y aunque sólo sea un loco el que consiga verlo (y decirlo), puede destrozarlos en un instante con los argumentos de siempre. Los que parecen más sólidos, los de la cordura.

El País

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