Lo que Clint Eastwood hace en muchas de sus películas es explorar el mundo familiar, todo el recoveco de afectos que lo sostienen y todos los conflictos que se van postergando, hasta que estallan. Gran Torino trata de la vejez. Es la historia de un inadaptado: el ritmo con que marchan las cosas va demasiado rápido y los mayores terminan quedándose fuera. O, más bien, los empujan a los márgenes, los borran. Walt Kowalski, un trabajador jubilado de la industria del automóvil, no va a dejar que eso ocurra. Ha muerto su mujer y sus hijos procuran quitárselo de en medio. Ahí, en un barrio en el que se ha convertido en una rareza cuando ha ido llenándose de inmigrantes, sigue abriendo cerveza tras cerveza en el porche de su casa. Y entra en contacto con sus vecinos de la etnia hmong.
En ese nuevo mundo que se ha ido forjando con la llegada de sus vecinos del sudeste asiático, le cuentan, las chicas van a la universidad y los chicos a la cárcel. Kowalski pertenece a la vieja escuela: en su casa cuelga una bandera de Estados Unidos y él todavía cree en un puñado de antiguos valores que tienen mucho que ver con el patriotismo, con la disciplina, con el sentido del deber. Y adora su coche Ford Gran Torino. Un muchacho hmong de la casa de al lado, presionado por una de las bandas del barrio de jóvenes violentos, intenta robárselo. Y del fracaso del empeño surge, paradójicamente, una estrecha relación.
La de Kowalski con el muchacho, y con la hermana del muchacho. En muchas de las películas de Eastwood, como ocurre en muchos westerns, hay alguna vieja cuenta del pasado pendiente de resolverse. Una deuda, un pecado, un error. Nada ocurre porque sí, eso es lo que dicen esas historias. Por eso, en Gran Torino, no es casual que desde el principio aparezca un joven sacerdote que no deja de dar la murga a propósito de la vida y la muerte. Quiere que Kowalski se confiese, es una promesa que le hizo a su mujer antes de que muriera.
Vida y muerte. Y luego el tercer elemento que las une: la violencia, que sirve para establecer las reglas de juego y para acotar los límites de tu territorio. Kowalski estuvo en la guerra de Corea y los rasgos de esos vecinos que le están cambiando la vida son los mismos que los de sus enemigos de entonces. En Gran Torino, una película llena de humor y cargada también con un aceptable dosis de ternura, Clint Eastwood regresa a una vieja, y trágica, cuestión: ¿es posible la salvación? Kowalski deja su perro en casa de los vecinos, se confiesa con el joven sacerdote y coge su coche para ocuparse de resolver de una vez una cuenta pendiente.