El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Dinamitar los límites

Por: | 29 de mayo de 2009

Ejercer de romántico las veinticuatro horas del día tiene que ser una condena difícil de sobrellevar. Pero son muchos los que se han aplicado a la tarea a lo largo de la historia. El exceso, el afán de romper los límites, esas ganas insaciables de vivirlo todo, el puro gusto de arrasar con las convenciones, la querencia por lo oscuro. De todo eso hay en el arrebato romántico, y Rüdiger Safranski lo cuenta muy bien en Romanticismo (Tusquets), que significativamente ha subtitulado Una odisea del espíritu alemán, porque es en ese país donde esa tendencia surgió y donde llegó más lejos. Fíjense sino en Novalis, el poeta de los Himnos a la noche, que tiempo después de que hubiera muerto su amada, Sophie von Kühn, de la que cayó perdidamente enamorado cuando ésta sólo tenía trece años, todavía “vivía solamente para su dolor”.

Rudiger safranski 1 
Y era tan grande ese dolor que entraba en la habitación de Sophie y pasaba allí días enteros. Su hermana interrumpió una vez su soledad y casi le da un pasmo. Le pareció ver a Sophie en la cama tal como yacía el día de su muerte. Y es que Novalis, cuenta una amiga de la hermana del poeta, "había extendido en la cama el largo vestido azul que llevaba cuando murió", y le había colocado un libro, como si aún lo leyera. "Más celestes que astros centelleantes", cita Safranski (la fotografía es de Uly Martín) de los Himnos para hablar del momento en que el amor se impone a lo oscuro, "se me traslucen los infinitos ojos, que en nosotros la noche abre". 

Lo fascinante del libro de Safranski es su habilidad para combinar el detalle anecdótico con la cita del autor que trata, y levantar detrás el clima de la época, y sus conflictos, y el diálogo que cada cual establece con la tradición. El libro empieza por Herder y, enseguida hay referencias a la magnífica descripción que hizo Goethe cuando lo conoció: "Le pareció un abate, con sus cabellos empolvados y recogidos en rizos; y añade que subía con elegancia las escaleras, con el extremo del abrigo de seda indolentemente metido en los bolsillos de los pantalones". Con ese caballero empezó el movimiento romántico desde el mismo momento en que abandonó las seguridades de su pueblo y se aventuró en el mundo buscando las palabras que, de verdad, atraparan el misterio y el vértigo de la vida.

Tipos desmesurados, radicales en su desafío de dinamitar los moldes de vida de sus respectivas épocas y la manera de entender esa vida, siempre al borde de la locura (algunos se estrellaron en ella). Los que estuvieron en torno al movimiento Sturm und Drang, los hermanos Schlegel, Fichte, Ludwig Tieck, Kleist, E. T. A. Hoffmann… Hubo quienes se reconocieron detrás del nombre y otros que simplemente compartieron su sensibilidad y sus retos. Fuera ya de su momento histórico, llegaron Wagner y Nietzsche y Von Hoffmansthal y Thomas Mann, entre otros muchos. Un día, una parte de los ideólogos del nazismo observó que del romanticismo se podía sacar gasolina para alimentar su proyecto totalitario. Así se hizo. Y se vio entonces que lo que tan bien servía para agitar la vida y la poesía y el arte y la cultura no resultaba demasiado aconsejable para ser utilizado en el ámbito pragmático de la política. En fin, la Feria del Libro de Madrid ha empezado esta mañana. Que ustedes lo pasen bien.

“Indescriptible belleza”

Por: | 26 de mayo de 2009

Kandinsky 1

“Desde el momento en que adoptó la abstracción, sus pinturas eran casi literalmente indescriptibles”, escribe Peter Gay de la obra de Vasily Kandisnsky en Modernidad. La atracción de la herejía de Baudelaire a Beckett (Paidós, varios traductores). Tiene razón. Es complicadísimo decir de qué tratan las más de cien obras, realizadas entre 1907 y 1942, que el Centre Pompidou de París ha reunido para repasar la trayectoria de uno de los mayores artistas del siglo XX. Nacido en Moscú en 1866, Kandinsky fue un artista viajero. Estudió derecho y economía, y cuando llegó a Munich en 1896 decidió dejarlo todo. Abandonó a su familia y se unió a Gabriela Münter, y empezó sus estudios artísticos. La exposición empieza en esa suerte de prehistoria, la que va de los años 1896 a 1907, en los que viajó por distintos países de Europa: sus primero pasos. Entre 1908 y 1914 se establece en Munich, publica De lo espiritual en el arte, se acerca a Schönberg y funda con Franz Marc y Paul Klee Der Blaue Reiter (El jinete azul). Ya ha elegido de manera radical el camino de la abstracción.

1915-1921: Moscú-Estocolmo-Moscú; 1922-1933: la Bauhaus (Weimar, Dessau, Berlín), y 1934-1944: París y Neuilly-sur-Seine son las otras estaciones del recorrido. Manchas y colores, sensación de vértigo y movimiento, vacío, círculos y triángulos y líneas, cintas y rayos. Para transmitir lo que hace Kandinsky habría que contar lo que se ve, cuadro a cuadro, y no se iría muy lejos. Los títulos de algunas de sus obras sirven para adivinar lo que buscaba: Tensiones delicadas, Acuerdo recíproco, Curva dominante, Varias partes…

Decía Robert Hughes, en su comentario sobre una exposición de Kandinsky que tuvo lugar en 1982 en el Guggenheim de Nueva York (y que reunió su trabajo hecho en Munich), que si bien Kandinsky “no fue el inventor del arte abstracto (como él mismo y sus admiradores solían proclamar), sin duda fue quien más hizo por promocionar el concepto de la abstracción ideal”. Frente a las dificultades para tratar de la obra de Kandinsky, casi mejor copiar un fragmento de lo que cuenta sobre él Peter Gay en Modernidad. Estamos en Munich, año 1909 o 1910, y Kandinsky…

“…volvía a su taller después de un día dibujando y sin saberlo estaba a apunto de inventar el arte abstracto. ‘De repente –recordaba sobre ese día–, vi un lienzo de indescriptible belleza empapado de un brillo interno’. Se acercó apresuradamente al desconcertante cuadro en el que sólo podía ver formas y colores. ‘Era un lienzo que había pintado yo, apoyado en la pared en uno de sus laterales’. La explicación lo capturó sin demora: ‘Sabía con seguridad que el objeto perjudicaba mi pintura’. Una fiel interpretación de la realidad de alguna manera resultó ser la gran barrera del arte. Su conclusión fue completamente radical: ‘Los objetivos (y por tanto también los significados) de la naturaleza y el arte eran, de una manera esencial, orgánicamente y por ley universal diferentes los unos de los otros’. De acuerdo con este manifiesto pictórico que había creado, el arte no le debía nada al mundo externo”.

Hughes, por su parte, analizó así la trayectoria de Kandinsky en un texto publicado en Time e incluido en A toda crítica (Anagrama, traducción de Alberto Coscarelli):

“El trabajo de toda su vida se basó en la creencia de que el arte, como la religión, debía descubrir un nuevo orden de experiencias; ambos podían describir los estados de exaltación y epifanías del Geist, el espíritu. No hubiera sido suficiente nada inferior a eso. Al ser ruso, Kandinsky se había formado en la tradición del icono religioso. Pero también era un teosofista, un ardiente seguidor de una de las maestras del espiritismo más influyentes de la época, madame Blavatsky. Los centros culturales de Europa, incluido Munich, estaban tan llenos de cultos pararreligiosos como lo está ahora California. Pero la opinión de madame Blavatsky era que el mundo material no tardaría en desaparecer, para dejar su ‘esencia’, el mundo del espíritu. […] Kandinsky vivió toda su vida convencido de esta tontería, a la espera de un paraíso teosófico en la tierra, mientras intentaba elaborar su lenguaje pictórico en el que los colores tendrían la exactitud semántica de las palabras y los sonidos la precisión de las cosas”.

El aire fresco de Tombuctú

Por: | 21 de mayo de 2009

Los blues que hace Vieux Farka Touré no suenan como suenan los blues de Chicago, pongamos por caso. Tienen en común la sencillez y su melancólica hondura, se desarrollan sobre moldes que se van repitiendo y que son rotos con solos de guitarra, tienen el lejano aire de lamentos arcaicos, mantienen un rimo obsesivo. Sin embargo, en Vieux Farka Touré no hay nada del asfalto y de la aglomeración de las grandes urbes, es como si interpretara el blues que se hacía antes del que inventaron los esclavos que fueron arrastrados a América. Tiene por eso más inocencia y más ligereza. Y un punto que remite a la desnudez primitiva de una remota aldea. Quién sabe si fue por eso por lo que, al empezar el pasado domingo su concierto en la sala Heineken de Madrid, Vieux Farka Touré pronunció una palabra que se quedó ahí, resonando todo el rato: Tombuctú.

Vieux farka toure

Vieux Farka Touré (la imagen, de archivo, es de Kasra Ganjavi) es el segundo hijo de Ali Farka Touré, ese maestro de la guitarra que un buen día apareció para mostrar que de su viejo instrumento se podían sacar sonoridades insospechadas, y se presentó en Madrid vestido con una camisa blanca, un pantalón blanco y unas botas de un blanco impecable. No había mucho público en la Heineken, y eso resulta irritante. Mucho más en un concierto en el que Vieux Farka Touré se aplicó como si estuviera ante un estadio de fútbol repleto de incondicionales. Sabe hacer maravillas con su guitarra, y sabe perderse en esos laberintos hipnóticos que tanto frecuentan los grandes bluesmen para alcanzar una especie de intensa ebriedad emocional. Tocó con un bajista, otro guitarrista, un percusionista y un baterista, que por ser joven y blanco y melenudo conseguía darle al conjunto un toque de exotismo.

Porque, a estas alturas, la música que hace Vieux Farka Touré resulta ya familiar. Desde hace tiempo que los sonidos de Malí están enchufados al altavoz global y no sólo se conoce bien a su padre: están también Salif Keita, Afel Bocoum, Toumani Diabaté, Lobi Traoré, Junior Dan, Oumou Sangaré y Amadou & Mariam, por citar unos cuantos. Dave Albarn, el ex líder de Blur, se fue allí en 2002 y mezcló la música que llevaba encima con la que se encontró allí. En lo que salió de aquello se encuentran ecos tribales de la mano de la alta tecnología.

También Vieux Farka Touré está abierto a las músicas del mundo. Sólo ha incluido un tema tradicional en su segundo disco, Fondo, y reconoce que a sus 28 años le gustan también el reggae, el hip hop y el rock, y que admira a John Lee Hooker o Ry Cooder. En la sala Heineken dio rienda fresca a la frescura de su música y dejó que los viejos lamentos del blues fueran atravesados por su abierta y generosa alegría. Una pena que se lo hayan perdido.

En ebullición permanente

Por: | 20 de mayo de 2009

El New Morning es un local situado en el norte de París, cerca de la estación de metro de Pigalle, y con su pinta de viejo garaje reconvertido en club de jazz lleva más de veinte años funcionando como referencia inexcusable de la mejor música en directo que puede escucharse en la capital de Francia. La pasada semana tocó allí el cuarteto de Branford Marsalis. Hubo alrededor de 500 personas: estaba lleno. Una señorita dijo por los altavoces que el saxofonista no admitía, bajo ningún concepto, que lo fotografiaran, y enseguida salieron los músicos. Joey Calderazzo nació en 1965 en Nueva York y toca el piano, Eric Revis (1967) es el del bajo y procede de Los Angeles y un joven baterista sustituyó esa noche al habitual del grupo en estos menesteres, Jeff Tain Watts (Pittsburgh, 1960). Branford Marsalis (Breaux Bridge, Nueva Orleáns, 1960) sopló su saxo tenor y así empezó la cosa.

Foto1Dice Branford Marsalis (en la imagen, fotografiado por Pradip J. Phanse) en un comentario incluido en su último disco, Metamorphosen (2009), que si antes probaba cosas diferentes pensando en el público, desde hace un tiempo lo hace pensando sólo en los otros tres músicos de su cuarteto. Llevan diez años juntos y se tratan muy en serio, disfrutan tocando, crecen cuando están juntos. Lo demostraron en el New Morning: sonaron como viejos camaradas (incluido ese  joven que, literalmente, atacaba con sus baquetas a la batería) que despliegan sus habilidades y conocen de sobra sus recursos. Una fascinante coordinación a la hora de bordar las complejas composiciones con las que trabajan y mucho aire en las improvisaciones. Son amigos de cortes bruscos, de cambios rotundos de ritmo, de ir dispersando en fragmentos las melodías para luego recuperarlas, y suben y bajan, y son austeros a ratos y barrocos cuando hace falta.

Empezaron con dos temas un tanto fríos y, en el tercero, Branford Marsalis dejó el tenor y cogió el soprano. Sonó entonces The Blossom of Parting, esa extraña balada que ha compuesto Joey Calderazzo y que está incluida en el último álbum. Con los melancólicos paisajes que dibujan ahí el piano y el saxo, el grupo se metió al público en el bolsillo. Todo salió rodado a partir de ese momento. Tocaron casi una hora, descansaron después unos quince minutos, y volvieron para tirarse otra hora bastante larga desplegando una música en estado de ebullición permanente. 

Rives, Calderazzo y Watts tienen, al margen de su compromiso con Branford Marsalis, sus propias trayectorias y han firmado diferentes trabajos en solitario. Metamorphosen incluye composiciones de los cuatro (tres de ellos, salvo Rives, se han formado en el Berklee College of Music de Boston) y un clásico, Rhythm-A-Ning (de Thelonious Monk), que sonó a gloria en París. Más allá de sus trabajos con los Jazz Messengers de Art Balkey, con Sting o con la English Chamber Orchestra, por citar sólo algunas estaciones de su periplo musical, es como líder de su banda donde Branford Marsalis saca lo mejor de sí mismo. Quizá porque no manda. Sugiere el camino y deja que exploten, junto al suyo, los talentos de sus compañeros de viaje.

El reclamo de la banalidad

Por: | 19 de mayo de 2009

Lo que desde el principio se subraya en la exposición que el Grand Palais de París dedica a Andy Warhol es la afirmación del artista de que, hiciera lo que hiciera (un bote de sopa Campbell’s, una botella de Coca Cola, la cara de Marilyn Monroe), siempre estaba haciendo retratos. Y es justo ése el hilo conductor de la muestra: exhibir la multitud de formas en que se acercó al rostro humano (y al animal: ahí está su célebre cabeza de vaca con la que empapeló una galería) y lo llevó a sus obras. Las cosas que hizo el artista pop (El gran mundo de Andy Warhol se llama la exposición) son cosas ya familiares para todos, y verlas ahí reunidas, más que sorprender, confirman la cercanía de unos procedimientos que están ya incrustados en nuestra manera de ver la vida.

Tiene interés la magnitud del desafío, son 150 los retratos reunidos, y resulta gratificante acercarse al laboratorio del artista, a su manera de trabajar y a sus afanes. Se impuso la máxima de que convenía que los retratados salieran favorecidos e hizo cuanto estuvo en su mano por ocultar cualquiera de sus defectos. Los modelos llegaban, eran cuidadosamente maquillados, Warhol disparaba entonces una ristra de polaroids, a partir de las cuales trabajaba esas serigrafías que inmortalizaban a unos personajes que debían cumplir rigurosamente alguno de estos dos requisitos: ser ricos o famosos. Ahí están sus obras sobre Jackie Kennedy, Mao, Mick Jagger, Man Ray, Valentino, Basquiat, Carolina Grimaldi, Giorgio Armani, la princesa Diana o Elvis Presley, entre otras muchas.

Andy warhol ethel Skull

 El coqueteo con el gran mundo de la aristocracia del dinero y el glamour es uno de los elementos centrales de la exposición (seguramente Ethel Scull, 36 veces es una de las mejores piezas: no en vano el rostro repetido de la rica galerista neoyorkina sirve de reclamo de la muestra). Warhol no ocultó nunca que siempre quiso ser un artista comercial y tampoco maquilló su adoración por Hollywood. La fascinación por las estrellas y la complicidad con las más variadas estrategias para acceder a grandes públicos (la publicidad, las revistas, el cine) forman parte de su particular manera de hacer las cosas. Por eso resultan llamativos algunos de sus experimentos menos complacientes con el mercado. Uno de ellos fue apadrinar la aventura musical de The Velvet Underground, un grupo que no hizo ninguna concesión a la facilidad, y otro, esas películas en las que se demoraba eternamente en un mismo plano. Ninguno de estos dos aspectos tiene relevancia en la muestra del Grand Palais. Sí está una de sus ocurrencias, y es de lo mejor: los Screen Tests muestran durante cuatro minutos el rostro de diversos personajes (Dennis Hopper, John Ashberry, John Giorno, Nico, Edie Sedwick…) grabados en un plano fijo. Hay frialdad, angustia, seriedad, buenas maneras e, incluso, una contagiosa coquetería entre los distintos matices que atrapa la cámara.

No hay quien se resista a la ligereza de Warhol cuando se descubre alguna de sus piezas en, por ejemplo, una antología de arte contemporáneo. No es pretencioso y tiene sentido del humor, y está la fuerza de sus colores rotundos y su gusto por la repetición de motivos. No ocurre lo mismo en la muestra del Grand Palais (ha habido otras formas de acercarse al artista). Tanto Warhol termina por atragantar. O ni siquiera: sólo aburre. E incomoda, quizá, su afán permanente de hacer la pelota a sus ricos y famosos.

Como el barco de un ebrio

Por: | 09 de mayo de 2009

En su ensayo Sufismo y surrealismo (Alianza, traducción de José Miguel Puerta Vílchez), el poeta Adonis rescata una reflexión de Michel de Certau sobre la poeta medieval Catherine d’Amboise. “Y cuando el viajero carece absolutamente de puerto, no tiene ni base ni destino”, dice allí. “Se rinde a un deseo sin nombre, como el barco de un ebrio”. Y de esa manera se podría, quizá, leer a Adonis, uno de los grandes renovadores de la poesía en lengua árabe, y también un desterrado, un viajero, un peregrino que recorre el mundo, que lo escudriña y lo toca, que se zambulle en él, y que horada sus misterios. Y que nombra y dice. Michaux, al que Adonis recupera en ese ensayo para explicar que había llegado gracias a los estupefacientes al mismo lugar al que llegan los sufíes a través de la preparación corporal, escribió de aquel proceso: “Esas palabras solo quieren decir que él quería decir algo, que buscó, pero que no sabía dónde buscar”.

Adonis 1

Esta tarde, Adonis (en la imagen) participará en el Mapfre Hay Festival Alhambra, donde un año más se reúnen desde el jueves y hasta mañana escritores, editores y periodistas de distintos lugares del mundo para intercambiar ideas, experiencias, impresiones, para contar historias. Adonis nació en 1930 en una remota localidad del norte de Siria, Qasabín, donde no llegaban los más indispensables avances tecnológicos. No conoció ni la electricidad, ni la radio, ni los automóviles hasta que tuvo doce años. Lo que sí había aprendido, gracias a su padre, era a recitar algunos poemas, que aprendía de memoria, y a escribir. Pronto fue él mismo quien se aventuró en las arenas pantanosas de la poesía.

Con más de treinta libros publicados, el nombre de Adonis es uno de los que año tras año se barajan para ganar el Nobel. Estudió Filosofía en Damasco, participó en política y lo metieron en la cárcel por formar parte del Partido Social Nacionalista Sirio. Así que salió de Siria y llegó a Beirut en 1956, donde todo cambió drásticamente. Se dedicó de lleno a la escritura, fundó una revista de poesía, comenzó a explorar esos parajes a los que lo llevaban las palabras como a un barco ebrio. Su ensayo que conecta a uno de los movimientos de la vanguardia europea con el misticismo musulmán, al surrealismo con el sufismo, se publicó en 1992. Su obra está en buena parte marcada por ese desafío, el de estar profundamente empapada por las herencias clásicas árabes y, sin embargo, abrirse a las influencias más heterodoxas y proyectarse hacia el mundo. Uno de sus mayores proyectos literarios, El Libro, recoge sus preocupaciones más recientes.

Hay muchos Adonis en Adonis. “La verdadera poesía no es nunca la claridad ni la evidencia, sino todo lo contrario, es adentrarse en la oscuridad del mundo”, escribió en su ensayo sobre Rimbaud. Cuando en 1967 Israel invadió la mayor parte de los  territorios palestinos y se adentró también en Líbano, Siria y Egipto, Adonis se vio reclamado por las urgencias de la historia y habló de las cosas que estaban pasando. De esa época es su Epitafio para Nueva York, que tanto tiene de la voz de Lorca. Hoy está aquí en Granada, en la ciudad del poeta del Romancero gitano. “La palabra es la más ligera de las cosas y lleva en sí todas las cosas”, escribió Adonis en ese poema. "La acción es un lugar, un instante. La palabra es todos los lugares, todo el tiempo”.

La pena de la orfandad

Por: | 06 de mayo de 2009

En una página Cuatro publicada en EL PAÍS el 16 de enero de 2009, el escritor libanés Elias Khoury abordaba los bombardeos sobre Gaza a partir de un célebre libro de un escritor israelí. Ese escritor es S. Yizhar, seudónimo de Yizhar Smilansky, y ese libro, su novela Hirbet Hiza. Un pueblo árabe, acaba de publicarse en nuestro país en Minúscula con traducción de Ana María Bejarano. La terminó en 1949, poco después de la guerra que enfrentó por primera vez a árabes y judíos en lo que entonces se llamaba Palestina. Cuenta cómo un grupo de soldados se acerca a una pequeña localidad, cómo la cercan y bombardean, cómo van conquistando sus calles, cómo reúnen a la población que no ha huido, y la embarcan en una serie de camiones camino del exilio. El narrador, que describe el proceso con la distancia del que informa de los hechos y con el desconcierto del que no sabe qué es lo que hace allí, se ve profundamente sacudido por la experiencia brutal en la que está participando y, en un momento dado, traslada a sus compañeros que reniega de lo que están haciendo: “¡La verdad es que todo esto no está pero que nada bien!”.S. yizhar

La novela tiene poco más de 120 páginas, y es escalofriante. Empieza con una orden de incursión y termina con un pueblo desierto, habitado por un silencio devastador. Moishe (el comandante), Shmulik, Gabi, Shlomo, Yehuda… Son sólo unos cuantos soldados, jóvenes, cargados de ideales y prejuicios, con el miedo de morir grabado en la frente, y obligados a arrastrar el tedio de las jornadas en que no pasa nada. Tiene razón Khoury porque llevan tatuado en las entrañas el desprecio por el enemigo: carroñas, estúpidos, animales son algunas de las palabras que utilizan para referirse a ellos. No hay resistencia alguna cuando conquistan Hirbet Hiza, el pueblo árabe imaginario que describe S. Yizhar (en la imagen).

Lo que pone los pelos de punta, en cualquier caso, es la mirada del narrador y los hechos que cuenta: cuando habla de la vida que aún palpita en las casas que han sido abandonadas (“los restos de una cuidadosa decoración caídos ahora por el suelo”), por ejemplo, o cuando describe los aullidos de una mujer como “el rugido de una pantera que se lamentaba rabiosa”. Hay un momento terrible, en el que explica a través de una mujer que, mezclada entre los que esperan para ser expulsados de allí, ha comprendido que aquello es “el punto y final de su hogar y de su mundo”.

“Cuando vas a un sitio en el que también tú puedes morir, es una cosa, pero cuando vas a uno en el que sólo a los otros les espera la muerte y lo único que a ti te queda es verlos morir, eso ya es algo muy distinto”, le dice Shlomo al narrador cuando éste protesta contra lo que están haciendo. ¡Llevarlos al exilio! Ellos, ¡los que habían padecido la diáspora!”. S. Yizhar, que entre 1949 y 1966 fue diputado en el Parlamento israelí como miembro de los partidos liderados por David Ben Gurion, se conmueve en su novela ante la energía de una mujer que se niega a derrumbarse y que se dirige al destierro con su hijo pequeño, “un niño que cuando creciera habría transformado irremediablemente su impotente llanto infantil en un veneno de víbora”. Es en eso en lo que estamos desde hace ya mucho tiempo.

“No hay crueldad sin conciencia”

Por: | 04 de mayo de 2009

Antonin artaudCuando tenía 19 años, Antonin Artaud (en la imagen) sufrió una crisis nerviosa y  fue tratado con opio. Desde ese momento, ni la amenaza de la locura ni las drogas lo abandonaron nunca. La Casa Encendida recorre en Madrid hasta el 7 de junio la trayectoria de este escritor y hombre de teatro, que trabajó también en el cine como actor y que dibujó de manera compulsiva el itinerario de los múltiples viajes al infierno a los que la vida lo condenó. Nació en Marsella en 1896 y en 1920 llegó a París con sus poemas bajo el brazo. Formó parte del círculo surrealista unos años, hasta 1926, y trabajó en Napoleón, de Abel Gance, y La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer. México, donde estuvo en 1936 y donde trató con los tarahumara, con quienes probó el peyote, fue una parada decisiva: conoció una cultura, explicó en sus Mensajes revolucionarios (Fundamentos), que no había traicionado a la vida. A su regreso a París, un delirio mistico lo llevó a Irlanda, de donde lo tuvieron que regresar con camisa de fuerza. Pasó entonces, desde 1937 hasta 1946, una larga temporada internado en instituciones psiquiátricas, donde lo trataron 58 veces con electroshocks. Murió en 1948 de una sobredosis.

De todas las aventuras en las que se embarcó, la que lo llevó a los escenarios fue la más duradera y en la que se volcó de manera más apasionada. En El teatro y su doble (Edhasa), acaso su libro más importante (y que conserva intacto su poder de fascinación más de setenta años después de su publicación), frente a “una cultura que nunca coincidió con la vida”, reclamó el desafío de buscar “ideas de una fuerza viviente idéntica al hambre”. Ese punto excesivo de sus proclamas tuvo acaso que ver con el dolor al que lo precipitaban sus ataques de locura. En los cuadernos que se exhiben en La Casa Encendida uno escucha, a través de su caligrafía nerviosa y de sus lacerantes dibujos, el grito rebelde y trágico de un hombre que sufre. “Pienso que la intervención milenaria del hombre ha concluido por corromper lo divino”, escribió en ese libro. Copio del mismo otras cuantas frases: como marcas, como alaridos, como pistas para acercarse a la obra de este inmenso escritor maldito:

“Destruir el lenguaje para alcanzar la vida es crear o recrear el teatro”.

“Ante todo importa admitir que, al igual que la peste, el teatro es un delirio y es contagioso”.

“Como la peste, el teatro es el tiempo del mal, el triunfo de las fuerzas oscuras, alimentada hasta la extinción por una fuerza más profunda aún”.

“Es necesario que las cosas estallen en pedazos para poder empezar de nuevo”.

“Propongo pues un teatro donde violentas imágenes físicas quebranten e hipnoticen la sensibilidad del espectador, arrastrado por el teatro como por un torbellino de fuerzas superiores”.

“No hay crueldad sin conciencia, sin una especie de aplicada conciencia. La conciencia es la que otorga al ejercicio de todo acto de vida su color de sangre, su matiz cruel, pues se sobrentiende que la vida es siempre la muerte de alguien”.

El País

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