"América te lo he dado todo y ahora no soy nada", así empezaba uno de sus poemas Allen Ginsberg. "América, ¿cuándo serás angélica? / ¿Cuándo te quitarás las vestiduras?”" preguntaba. Y también: "América, ¿por qué están tus bibliotecas llenas de lágrimas?". Eran los versos desgarrados de un poeta de la beat generation. Un tipo que le había dado un inmenso corte de mangas al sistema y que, curiosamente, luego vociferaba contra su patria, como quien dice, en medio del desierto. "América salva a los republicanos españoles", clamaba. Ginsberg: el iconoclasta, el trovador feroz, el orgulloso homosexual que escupía versos contra la hipocresía de los suyos. Ése mismo, el poeta de las afueras, se volvía al final sobre su América: como una herida que no ha curado, como una maldición, como una condena. También Laurie Anderson y Lou Reed, también ellos que son de las afueras de ahora, malditos y raros, distintos, también se vuelven hacia su América y le hablan.
Ocurrió anoche en Madrid. Casa de Campo, Veranos de la Villa. Lou Reed sentado con su guitarra y Laurie Anderson, de pie con su violín (la foto es de Santi Burgos). Y un señor en medio (Sarth Calhoun), que llevaba los cacharros electrónicos, y todavía otro más: como agachado y medio oculto, sin saber bien qué hacía allí, atento, manipulando quién sabe qué (un joven sin importancia, al que no le dejaron ni saludar: un misterio). Digo que ahí estaban la dama y el caballero, la extraña artista amiga de romper códigos y el viejo maldito. Y le hablaron también a América, y levantaron versos de un mundo que se precipita en la decadencia, y señalaron a ese imperio que ha dispuesto ya la cuerda para cuando le toque ahorcarse. La megalomanía de un país lleno de expertos que resuelven problemas (y que no resuelven ninguno importante) y el trazo crepuscular de unas ciudades lúgubres por las que vagan los desheredados que habitan las alcantarillas.
Laurie Anderson estaba en lo suyo: creación de atmósferas un tanto asfixiantes, sobre las que su violín enhebra pinceladas líricas y algunos lamentos, mientras recita esos textos desgarrados y críticos como letanías, siempre a través de una voz deformada electrónicamente (demasiado grave, demasiado aguda). Lou Reed estuvo también en alguno de los episodios suyos. Esas masas de sonido, servidas como láminas de acero crudas y repetitivas, recordaban algunas sesiones interminables de la Velvet Underground improvisando en la Factory mientras Warhol filmaba esa pesadilla con abundancia de planos fijos. El tiempo detenido, y una extremada lentitud para derramar los versos furibundos y extraños, doloridos, de quienes se sienten rotos en los baches de la historia.
Porque de eso trata, al fin y al cabo, esta experiencia que comparten Laurie Anderson y Lou Reed con el público. La llaman The Yellow Pony and Other Songs & Stories. Va de un hombre y de una mujer que tienen una larga historia detrás y que de pronto deciden precipitarse por las desoladas paredes de un túnel para hacer balance. Son cómplices que recuperan algunas viejas canciones. Las deforman (Pale Blue Eyes, Romeo and Juliette), las trituran hasta quitarles cualquier adorno. "América te lo he dado todo y ahora no soy nada", parecen decir. Un extraño lamento fúnebre, un desolado paisaje de ruinas.
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