El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Comida familiar

Por: | 30 de julio de 2009

El realizador japonés Hirokazu Kore-eda se sumerge en Still walking, su última película, en una ceremonia que suele sacar a la luz los embrollos que habitan en cada persona: la comida familiar. Ahí están la madre y la hija preparando las viandas y, poco a poco, van llegando los comensales a oficiar el rito. Viejos conocidos todos, son sin embargo también extraños. La familia es el lugar de la memoria, la cuna donde se forjan los afectos, la cazuela donde hierven los valores hasta que maduran. La temperatura que regula cada encuentro varía: el hogar puede dar calor, pero puede ser también frío como un témpano. Con extrema sutileza y con una finísima inteligencia para atrapar todos los detalles, Kore-eda sabe pulsar las teclas necesarias para poner en escena los distintos mecanismos de poder y de dependencia que atan a cada uno de los miembros con los demás. Los platos están dispuestos ya: pasen y vean.

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Salud, dinero y amor. Por sobada que esté esta terna, es útil para establecer los pilares sobre los que se sostiene la convivencia en una familia. Basta que alguno de ellos esté mellado para que los disturbios entren con la fuerza devastadora de un silencioso vendaval. Kore-eda cuenta una historia sencilla, pero va llenando cada gesto y cada diálogo y cada instante con la extrema complejidad con que está tejida la vida de las personas. Los padres de la película han perdido un hijo. Y esa pérdida es la que orquesta, desde la sombra, cuanto ocurre en esa familia.

La comida es la que desencadena el encuentro, pero la película cuenta en realidad un día entero. No pasa nada especial. El segundo hijo se ha casado con una viuda que tiene un pequeño de su anterior matrimonio y viven en Tokio, muy cerca de la ciudad donde se desarrolla la película. La hija pequeña ha proyectado trasladarse con su familia a la casa de sus padres para ocuparse de ellos ahora que son cada vez más mayores. El bullicio de los niños, las conversaciones anodinas durante la comida, el sopor de la tarde, el álbum de fotos sobre el que vuelven como si contuviera la fórmula con que manejar el presente. Kore-eda, con un meticuloso dominio del tiempo y las situaciones, va soltando los viejos conflictos que no se han resuelto nunca, deja aparecer los secretos que se han conseguido ocultar, enciende las feroces tensiones que no terminan nunca de estallar.

Still walking: caminando. La película se desarrolla la mayor parte del tiempo en los distintos espacios del hogar familiar: la cocina, las habitaciones, el baño, el comedor, el antiguo despacho de médico del padre. Cuando están fuera de allí, casi siempre los padres y los hijos y los nietos aparecen caminando. De un lado, los espacios cerrados donde se fragua y permanece la densa mezcla de los afectos, los recuerdos y los valores De otro, el destino de cada cual: se hace camino al andar. La familia es también el lugar donde siguen viviendo los muertos, y de ahí procede una sutil crueldad o la alucinada espera de un regreso imposible. Kore-eda ha filmado una película inmensa que tiene la ligereza del vuelo de una mariposa y una hondura que asusta, la que empapa cualquier trama familiar en cualquier lugar del mundo.

El lugar del pudor

Por: | 29 de julio de 2009

En su ensayo Ante el dolor de los demás (Alfaguara, traducción de Aurelio Major), Susan Sontag escribe que vivimos en un mundo de imágenes pero que, a la hora de recordar, "la fotografía cala más hondo". Dice también que "la fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio". Apunto estas reflexiones porque la escritora estadounidense es una presencia abrumadora en la exposición Vida de una fotógrafa 1990-2005, que se exhibe en Madrid dentro del programa de PHotoEspaña. Se ha reunido ahí la selección de imágenes que hizo la propia Annie Leibovitz para resumir su trayectoria. Fue la compañera de Susan Sontag y fotografió su historia común, incluida la parte más dolorosa. En 1998 le diagnosticaron a la escritora un cáncer. La manera de llevar la enfermedad, su batalla: todo eso está en el trabajo de Annie Leibovitz. Sontag exploró en Ante el dolor de los demás la relación entre la fotografía y la guerra. Leibovitz (y también ella) nos colocan en este caso ante su propio dolor.

Es muy complicado intentar trasladar las emociones contrapuestas que genera la exposición de Annie Leibovitz, En gran formato están ahí las imágenes que la han hecho célebre y que, incluso en España, forman ya parte de la banda sonora de una época. Realizadas con una extrema perfección técnica, la mayoría son retratos de personajes famosos. Y han sido portada de las publicaciones con más glamour. No dicen gran cosa. Tienen la banalidad de lo previsible, una voluntad de provocación un tanto ingenua (el embarazo de Demi Moore) o procuran trasladar algún símbolo secreto (ahí está Bob Wilson posando con una inmensa bombilla encendida: ¿será la inspiración?). Seguro que Leibovitz quiso tratar de la belleza cuando fotografió a Leonardo DiCaprio con un cisne, o del poder cuando colocó a Colin Powell con su uniforme y sus medallas en un rotundo primer plano. Todo, por así decirlo, muy de andar por casa. Trivial.

En pequeño formato (casi siempre), y habitualmente en blanco y negro, están las imágenes que hizo Leibovitz de su familia (y de Susan Sontag). Cuando uno pasa del retrato del personaje público a las fotos de papá y de mamá y de la amada algo cambia bruscamente. Es cuando tiene razón Sontag cuando dice que la fotografía, a la hora de recordar, "cala más hondo". Hacemos y guardamos y coleccionamos imágenes porque conservan lo que pasó. Lo salvan de la tarea inclemente y parsimoniosa del tiempo, que todo lo masacra, y conservan las huellas de la propia intimidad, las cosas de nuestras vidas.

Susan sontag en casa

¿Qué pasa entonces cuando la intimidad, eso que se quiere conservar para los más próximos, se exhibe en público? Susan Sontag cubriéndose en la bañera el lugar del pecho que le acaban de quitar; Susan Sontag en el hospital Monte Sinaí; Susan Sontag tirada en la cama de un hotel; Susan Sontag, en Petra, en Londres, en Venecia, en Sarajevo...; las conchas y las piedras y los manuscritos de Susan Sontag; Susan Sontag, en el ataúd. "La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas", escribió en Ante el dolor de los demás. "Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuanto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás". Estaba refiriéndose a la guerra. ¿Vale lo mismo, entonces, cuando se trata de la enfermedad?

“Como un zumbido o un llanto”

Por: | 28 de julio de 2009

Malcom lowry Malcom Lowry nació en Cheshire hace un siglo, el 28 de julio de 1909, en el seno de una familia con dinero. El padre se dedicaba al comercio del algodón en Liverpool, así que el muchacho creció con una buena educación y sin privaciones de ningún tipo: destacó en los deportes, tuvo amigos y amores, aprendió a tocar el ukelele. En una de las escuelas privadas a la que iba, en Cambridge, editaban una revista y empezó allí a publicar algunos relatos. Aquello le gustó y decidió ser escritor. Leyó a Conrad, Melville y O’Neill, cogió fama de excéntrico y rebelde, empezó a frecuentar los pubs y a beber con meticulosa dedicación. Pactó entonces con su padre que lo dejara viajar un año antes de entrar en la universidad. Y zarpó de Liverpool como ayudante en un carguero. Estuvo en Singapur, Shanghai, Yokohama…, pasó calamidades y vivió aventuras, siguió dándole duro al alcohol.

Ya de vuelta, quedo fascinado con las obras de Conrad Aitken, que se convertiría en su mentor, y Nordahl Grieg, a quien visitó en Noruega tras alistarse como maquinista en un carguero. Su primer libro fue Ultramarina. En 1932 estuvo en España y se casó con Jan Gabriel. El alcohol se encargó de fulminar la relación y se separaron en 1938. Un año después conoció a Margerie Bonner, con quien se casó en 1940 y con quien se fue a vivir en una cabaña a la Columbia Británica, hasta 1954. Estaba en Sussex en 1957 cuando tuvo una fuerte pelea con su mujer. Se bebió una botella de ginebra y se tomó unos cuantos barbitúricos: se ahogó en su propio vómito.

Bajo el volcán, que consiguió publicar en 1946 tras haber escrito cuatro versiones, se desarrolla durante el Día de Muertos de 1938 en Cuernavaca, México, y cuenta la historia del Geoffrey Firmin, el Cónsul, y de su mujer Ivonne. El viaje a los infiernos de quien se ha sumergido en un proceso de autodestrucción total y la crónica de una inútil batalla por recuperar el amor: es seguramente una de las más grandes novelas que se han escrito nunca. Como homenaje en su centenario, copio unos cuantos fragmentos de la edición que hizo Círculo de Lectores (traducción de Raúl Ortiz y Ortiz) en 1992 con unas magníficas ilustraciones de Alberto Gironella:

"Y sin embargo, ¡se habían querido! Pero fue como si ese amor hubiera vagado lejos de aquí por desoladas llanuras de cactos, perdido, como si tropezara y cayera, acosado por bestias salvajes, como si pidiera auxilio, agonizante, para al fin suspirar con una especie de paz extenuada, Oaxaca…". 

"Se asomó al jardín y fue como si trozos de sus párpados se hubiesen desprendido y revolotearan dando saltos ante su mirada, mutándose en sombras y formas nerviosas, sobresaltándose con el culpable parloteo de su mente, que aún no sonaba del todo como voces, pero volvían, volvían; se le apareció una vez más una imagen de su alma como una ciudad, pero esta vez era ciudad arrasada y fulminada en el sombrío camino de sus excesos, y cerrando sus ojos calcinados, pensó en el hermoso funcionamiento del sistema de aquellos que en verdad vivían, conectados los interruptores, rígidos los nervios sólo ante el peligro real, y tranquilos ahora en un sueño sin pesadillas, sin descansar, aunque en reposo: pacífica aldehuela".

“—¿No te queda nada de ternura ni de amor por mí? —preguntó Yvonne de repente, casi con voz lastimosa, volviéndose hacia él, y pensó el Cónsul: Sí, te amo, me queda todo el amor del mundo por ti, solo que ese amor parece tan alejado de mí, y también tan extraño, porque es casi como si pudiera oírlo, como un zumbido o un llanto, pero distante, muy distante, y como un triste murmullo perdido que puede ser que se acerque o se aleje, no sabría decirlo—. ¿No puedes pensar en otra cosa sino en las copas que vas a beber?”.

La anécdota barrida

Por: | 23 de julio de 2009

Lo que hay en la exposición Fotografías pintadas del artista alemán Gerhard Richter es un brutal choque entre la materia y la abstracción, entre el detalle anecdótico y las manchas. En la sede de Telefónica, en Madrid, y dentro del programa de PHotoEspaña, se han reunido unas 400 imágenes. Se trata de fotografías familiares que Richter ha invadido con su espátula cargada de color. Importan, en primer lugar, las dimensiones. La mayoría de las obras expuestas miden 10 x 14 centímetros, el tamaño en que normalmente los laboratorios sirven las imágenes obtenidas tras el revelado de los carretes. Son, por tanto, piezas pequeñas a las que hay que acercarse mucho para aprehenderlas y disfrutarlas. Importa el tamaño, sí, porque la mirada está acostumbrada a grandes lienzos cuando se trata de propuestas abstractas. Basta acordarse de unos cuantos nombres muy distintos: Pollock, Rothko, Miró, Twombly, Kiefer, Kandinsky…

Gerhard richter 2 Porque por mucho que el soporte sea el papel con las fotografías que Richter ha hecho de sus viajes y su familia, de paisajes, de monumentos, de cosas, lo que se impone es la pintura. La espátula con sus colores ha barrido la anécdota. ¿La ha barrido del todo? ¿Qué ha quedado de lo que había en principio? ¿De verdad que se han impuesto los colores y las manchas? A principios del siglo XXI lo que Gerhard Richter parece seguir haciendo es intentar saber de qué va su oficio. Así que un día cogió las fotos con los paisajes nevados de una excursión reciente o con las casas de Florencia o con detalles de sus amigos y sus familiares, su mujer, sus niños, e irrumpió en ellas con su paleta cargada de pigmentos… y las transformó. Trazos rotundos, discretas filigranas, gotas. Un solo color o varios colores. Mezclas.

Cuestión de tamaño. Lo habitual ante una propuesta abstracta es la de ser absorbido por el despliegue de sus manchas y formas y colores. La presencia física de esas obras, suelen ser piezas que sobrepasan habitualmente el medio metro cuadrado, establece ya una distancia y, por eso, puede uno sumergirse en la fuerza matérica de sus trazos o manchas o puede contemplar el movimiento de sus formas y colores, como si aquello fuera una composición musical. En estas pequeñas pìezas de Richter hay que estar muy cerca para colarse en el flujo puro de lo que ya ha sido liberado de cualquier significación.

Gerhard richter 3¿Pero es eso de verdad así? No, no lo es. La paleta de Richter borra la anécdota o la incendia o la masacra, pero la fotografía, el soporte inicial, sigue estando ahí y sigue diciendo lo que dicen tantas fotos: el monte está nevado, el niño toma el biberón, mi amigo sonríe. Nada ha quedado de todo eso, cierto, pero lo que también desencadenan estas obras de Richter es una inquietud por aquella anécdota inicial que ha sido violada de una forma tan brutal. Una va de fotografía en fotografía y se acuerda de otras exposiciones recientes (la de Kandinsky en París, la de Matisse en el Thyssen) y vuelve a recuperar la figura del artista que se pregunta qué es la mancha, qué el color, qué sitio hay en el lienzo para la realidad, cuál es la distancia entre la modelo real y la reflejada en la obra, dónde está la emoción, qué lugar para el concepto… Richter enciende una mecha y provoca un zarpazo que hiere el frágil acuerdo entre la abstracción de las formas y el ruido de la materia.

Un cuento raro

Por: | 20 de julio de 2009

Todas las historias se ocupan de lo que tiene que ver con el miedo, la soledad y la muerte. Déjame entrar, la película del realizador sueco Tomas Alfredson, no es una excepción. Lo singular de su caso es la manera en que aborda esas cuestiones: ha contado un cuento raro que resulta extrañamente cercano y familiar. Un cuento íntimo cargado de violencia; una pesadilla llena de ternura. Pocos escenarios, pocos personajes y el frío glacial de un remoto lugar de Europa. Y, sobre todo, la época donde se producen los conflictos con mayor intensidad y hondura: la adolescencia.

Dejame entrar 4  



Es el año 1982 y el lugar es Blackeberg, un suburbio de Estocolmo. Un edificio de viviendas, como tantos otros, desangelado y grisáceo. Todo parece, en realidad, medio muerto, aunque las cosas siguen funcionando. En el bar donde desayunan habitualmente un grupo de adultos de la zona, uno de ellos propone incorporar al círculo a un nuevo vecino. La vida es dura y hace frío y todos están lo suficientemente solos como para que les venga bien un poco de calor. Pero el recién llegado rechaza la invitación.

La historia que cuenta Déjame entrar es la de la relación entre Oskar y Eli. Tienen doce años, y Oskar lo pasa mal en el colegio. Abusan de él, lo machacan, lo desplazan. Sus padres están además separados y no hay mucha comunicación con ellos. Oskar tiene un cuchillo. Lo mira, lo admira, lo esconde debajo del colchón de su cama. Un día conoce a Eli, una extraña criatura. Es de noche y se encuentran en el patio que hay delante de sus viviendas. Cruzan unas cuantas frases. Podrían ser amigos.

El patio de las viviendas, el interior de cada uno de los pisos, el colegio. Todo transmite dureza y aridez y, mientras tanto, Tomas Alfredson cuenta su historia sin detenerse ni regodearse en sus momentos más truculentos. Forman parte de lo que está contando, pero los excesos no son ni de lejos lo más importante. Violencia, muerte, sangre. Están ahí, pero la cámara se detiene mucho en cada gesto de Oskar, en cada gesto de Eli, en los minúsculos movimientos que los acercan y en los que los distancian. El miedo provoca deseos de venganza. La soledad vuelve frágiles a los personajes, que se endurecen cuando consiguen darse calor unos a otros. La muerte es irremediable, y por eso esos adolescentes terminan descubriendo que no pueden abandonarse, que tienen que seguir adelante. Un película rara, Déjame entrar, tierna y violenta, incómoda y próxima: no deberían perdérsela.

El pacto

Por: | 17 de julio de 2009

Ugo Mulas defendía que el retrato "más retrato" es aquél en el que hay pacto entre el fotógrafo y el modelo. Nada de imágenes robadas: lo importante es ser consciente de que la cámara está ahí y de que, por tanto, quien va a ser fotografiado tiene que posar. Se sacudía así de encima la obsesión por la naturalidad como marca que garantiza el acceso a lo auténtico. Si hay conciencia de la cámara y hay pose, el retrato es un artificio. Un juego, una mentira, una puesta en escena. No hay una verdad que el fotógrafo descubre con su arte, lo que siempre hay es un pacto. Y el modelo maneja también los hilos de la representación. En la sala de exposiciones del BBVA en Azca, y dentro del programa de PHotoEspaña, se exhibe una magnífica muestra de la obra del fotógrafo italiano.

Ugo mulas 2La exposición se abre con imágenes de las barriadas de Milán en los años cincuenta. Todos querían ser, entonces, fotoperiodistas, explica Mulas. Estar ahí en la calle, atrapar el lado sórdido de la vida, contárselo a los demás. Las siguientes fotografías son del bar Jamaica e, inmediatamente después, se presentan algunas de que fue haciendo a lo largo de los años en la Bienal de Venecia. Es una exposición de la obra de Ugo Mulas, pero cuenta muy bien lo que circulaba por el mundo en aquellos años, los de las décadas de los cincuenta y los sesenta.

Y lo que circulaba tenía un punto de la ingenua pulsión de estar haciendo algo importante. Resulta extraño desde los ojos de hoy, donde todo ha quedado ya puesto entre paréntesis y donde ya no resultan creíbles los gestos espontáneos, asistir a una época donde, tal como decía Mulas (1928-1973), se tomaban las cosas en serio. Donde se tomaban en serio incluso el pasarlo bien, el armar jaleo.

Un joven que posa con esa elegancia con la que posa Manzoni, con su pitillo y su mirada arrogante, se ajusta mucho a la del artista que está haciendo arte al envasar sus excrementos. Pero también está la sobria presencia de Canogar, Chillida y Saura (imagen de abajo), o el Warhol que parece encantado de haberse conocido. Giacometti parece querer transmitir la vieja sencillez de siempre y Duchamp tiene el aire sofisticado que siempre se ha asociado a Duchamp (en la imagen). Y también está Max Ernst, como asustado por haber sido sorprendido en un vaporetto. Están en la muestra las verificaciones de Mulas, donde reflexiona sobre su propio oficio, y están sus paisajes urbanos y sus fotografías de moda y su descubrimiento de Nueva York y su trabajo para una escenografía del Wozzek de Büchner. Si el fotógrafo está ahí para atrapar una pose, la que ha atrapado Ugo Mulas es la de un tiempo definitivamente ido, en el que aún se creía que era posible cambiar las cosas.

Ugo mulas 4


 

Doble aullido

Por: | 15 de julio de 2009

"América te lo he dado todo y ahora no soy nada", así empezaba uno de sus poemas Allen Ginsberg. "América, ¿cuándo serás angélica? / ¿Cuándo te quitarás las vestiduras?”" preguntaba. Y también: "América, ¿por qué están tus bibliotecas llenas de lágrimas?". Eran los versos desgarrados de un poeta de la beat generation. Un tipo que le había dado un inmenso corte de mangas al sistema y que, curiosamente, luego vociferaba contra su patria, como quien dice, en medio del desierto. "América salva a los republicanos españoles", clamaba. Ginsberg: el iconoclasta, el trovador feroz, el orgulloso homosexual que escupía versos contra la hipocresía de los suyos. Ése mismo, el poeta de las afueras, se volvía al final sobre su América: como una herida que no ha curado, como una maldición, como una condena. También Laurie Anderson y Lou Reed, también ellos que son de las afueras de ahora, malditos y raros, distintos, también se vuelven hacia su América y le hablan.

Laurie anderson y lou reed

Ocurrió anoche en Madrid. Casa de Campo, Veranos de la Villa. Lou Reed sentado con su guitarra y Laurie Anderson, de pie con su violín (la foto es de Santi Burgos). Y un señor en medio (Sarth Calhoun), que llevaba los cacharros electrónicos, y todavía otro más: como agachado y medio oculto, sin saber bien qué hacía allí, atento, manipulando quién sabe qué (un joven sin importancia, al que no le dejaron ni saludar: un misterio). Digo que ahí estaban la dama y el caballero, la extraña artista amiga de romper códigos y el viejo maldito. Y le hablaron también a América, y levantaron versos de un mundo que se precipita en la decadencia, y señalaron a ese imperio que ha dispuesto ya la cuerda para cuando le toque ahorcarse. La megalomanía de un país lleno de expertos que resuelven problemas (y que no resuelven ninguno importante) y el trazo crepuscular de unas ciudades lúgubres por las que vagan los desheredados que habitan las alcantarillas.  
 
Laurie Anderson estaba en lo suyo: creación de atmósferas un tanto asfixiantes, sobre las que su violín enhebra pinceladas líricas y algunos lamentos, mientras recita esos textos desgarrados y críticos como letanías, siempre a través de una voz deformada electrónicamente (demasiado grave, demasiado aguda). Lou Reed estuvo también en alguno de los episodios suyos. Esas masas de sonido, servidas como láminas de acero crudas y repetitivas, recordaban algunas sesiones interminables de la Velvet Underground improvisando en la Factory mientras Warhol filmaba esa pesadilla con abundancia de planos fijos. El tiempo detenido, y una extremada lentitud para derramar los versos furibundos y extraños, doloridos, de quienes se sienten rotos en los baches de la historia.

Porque de eso trata, al fin y al cabo, esta experiencia que comparten Laurie Anderson y Lou Reed con el público. La llaman The Yellow Pony and Other Songs & Stories. Va de un hombre y de una mujer que tienen una larga historia detrás y que de pronto deciden precipitarse por las desoladas paredes de un túnel para hacer balance. Son cómplices que recuperan algunas viejas canciones. Las deforman (Pale Blue Eyes, Romeo and Juliette), las trituran hasta quitarles cualquier adorno. "América te lo he dado todo y ahora no soy nada", parecen decir. Un extraño lamento fúnebre, un desolado paisaje de ruinas.

Manchas y arabescos

Por: | 14 de julio de 2009

Decía Henri Matisse que no había otra cosa en su obra que manchas y arabescos. En su monumental biografía del artista, Matisse (Edhasa; traducción de Isabel Butler de Foley), Hilary Spurling cuenta que en la academia a la que acudió para formarse, en Saint-Quentin en 1891, era uno de los alumnos más expansivos y que, entre sesión y sesión de pintura, se dedicaba a hacer imitaciones o a cantar con su característico acento regional. "Nunca iba al estudio sin su violín", añade. Tampoco lo olvidó, años después, cuando llegó por primera vez a Niza el día de Navidad de 1917. Pensaba estar sólo unos días y tomó una habitación en un modesto hotel situado en el paseo frente al mar. Al poco tiempo, ya practicaba una rutina invariable: "Se levantaba temprano, trabajaba toda la mañana y emprendía una segunda sesión de trabajo después de comer, después tocaba el violín, tomaba una cena sencilla (sopa de verdura, dos huevos duros, ensalada y un vaso de vino) y se acostaba temprano". Ahora, en el Museo Thyssen, en Madrid, se exhibe Matisse 1917-1941 (el comisario es Tomás Llorens) y en la exposición hay varios cuadros en los que aparece el estuche de violín del artista.

Matisse interior con violin 2 Había guerra en Europa cuando Matisse llegó a Niza. La región del Aisne, donde había nacido, había sido devastada y Saint-Quentin, donde canturreaba y tocaba el violín, era ya una ciudad fantasmagórica. "Pinto para olvidar todo lo demás", confesaba por entonces (en la imagen, Interior con violín). Viendo la exposición, y todas las figuras de los cuadros con todo ese aire de sosiego y calma y descanso que transmiten, es difícil imaginar que algunos de ellos se pintaran con el horror de la guerra como ruido de fondo.

Sea como sea, y de su larga etapa vinculada a Niza, que es el periodo que abarca la muestra del Thyssen, Robert Hughes escribió a propósito de una exposición de 1986, que reunió en la National Gallery de Washington 171 obras de ese periodo, que fue un tiempo de lucha y tensión por consolidar su madurez como artista: "Observar las habitaciones de Matisse es como leer una autobiografía reticente, escrita antes de los tiempos en que se esperaba que los autores lo contaran todo. La calma que irradian no es una expresión de complacencia, sino una táctica contra la ansiedad. Niza permitió a Matisse el equilibrio, mantener de forma continuada el mismo estado mental. 'Después de medio siglo de trabajo duro y reflexión, la pared todavía está allí', le escribió a un amigo".

Eso era lo que contaba del Matisse de Niza el prestigioso crítico de la revista Time. Y añadía que el instrumento que le había servido para ganar esa batalla contra la ansiedad "fue el color, la revelación de la luz". Justo lo que hay en la exposición de Madrid: ¡olé, olé y olé el color! Una explosión de color que enloquece. Si su obra entera, como decía el mismo, no son más que manchas y arabescos, podrían tomarse esas manchas y arabescos como los sonidos de su violín transportados a sus telas. Porque a lo que invitan, todos ellos, es justamente a dejarse llevar: como en una lánguida y melancólica y embriagadora danza infinita.

Aire fresco

Por: | 08 de julio de 2009

Kool and the Gang estuvieron anoche en la Casa de Campo. Desde las butacas del graderío se podían ver unos cuantos árboles, soplaba una agradable brisa y, ya con el concierto bastante adelantado, una luna redonda fue subiendo a las alturas (espectacular). La ciudad de Madrid vista desde ahí, con el impecable swing que ponía de fondo la legendaria banda de los setenta, tiene cosas admirables y otras nauseabundas. El Palacio Real es magnífico, por ejemplo, y eso genera unas incontenibles ganas de bombardear el edificio de al lado, la Almudena. Volar ese pegote y fulminarlo hasta que desaparezca del todo: ¡qué tentación! Hay también unos cuantos edificios de una fealdad irreparable, qué se le va a hacer. Pues casi concentrarse de lleno en los diez caballeros que estuvieron sobre el escenario. Diez tipos vestidos de blanco. Moviéndose incansables. Y consiguiendo el prodigio: que todos trajinaran el esqueleto como quien se desliza empujado por un incontenible derroche de puro regocijo. Aire fresco en pleno verano madrileño.Kool-and-the-gang

La banda se formó en New Jersey (la imagen es de hace unos cuantos años) y su primer disco se publicó en 1969, así que reinaron en los setenta. Anoche lo preguntaban desde el escenario, que si había ganas de volver a aquellos años de bailoteo y frivolidad y simples ganas de pasarlo bien. El público contestó que sí. Y Kool and the Gang, con toda su larga historia a cuestas, se comportaron como unos adolescentes con ganas de divertirse. Hay que dejarse penetrar por esa guitarra rítmica, o por los golpeteos del bajista, que marcan el orden con que mover los zapatos, y luego balancearse con los metales —el trombón, el saxo, la trompeta—  cuando entran a interrumpir la marcha incesante de los estribillos. “Romantic lady / Single baby / Sophisticated mama”, eso dicen en una canción. No, con Kool and the Gang no hay ninguna complejidad.

Hubo homenajes a Michael Jackson y a James Brown, tocaron el tema suyo que se incluyó en Saturday Night Fever, se acordaron de Miles Davis para hacer algo de jazz a la manera de Kool and the Gang. Conviene, en cualquier caso, subrayar dos momentos (aunque en esto, como en todo, cada cual tendrá sus gustos): cuando irrumpió en el escenario de la Puerta del Ángel de la Casa de Campo la imponente e irresistible Get down on it, y el final, con Celebration desatando lo que quedaba por desatar.

Kool and the gang reuters

Había en Madrid ayer otra opción, el concierto de Antony & the Johnsons. Entre quebrarse el alma con los melancólicos gemidos de Antony Hegarty o precitarse en la liviana ebriedad de los ritmos de Kool and the Gang (la foto es de Reuters), como que da más felicidad la segunda de las alternativas. Así que encantado de haber estado colgado de la luna en los Veranos de la Villa de la Casa de Campo. Y, por cierto, ¿qué hacía yo en los setenta? Pues estaría distraído con cualquier otra cosa porque a Kool and the Gang los conocí recién anoche. Nunca es tarde. 

Los inclementes

Por: | 07 de julio de 2009

Un escritor español acude a una cita en un hotel de Santiago de Chile y se encuentra con un tipo al que le acaban de pegar un balazo. Le esperan ahí unas cartas, escritas por Salvador Allende, en las que el presidente socialista le pide armas a Fidel Castro para sostener su proyecto revolucionario. Es el propio Luisgé Martín el que se ve envuelto en tan disparatada situación, convertido así en el personaje central de Las manos cortadas (Alfaguara), su última novela. Así que tenemos un cadáver y un embrollo, el telón de fondo de la época de Allende en Chile, un supuesto guiño a la violencia de la revolución cubana, un escritor que se ha enchufado a sí mismo como protagonista de su libro, y hay incluso un taxista que recoge al autor angustiado y le sirve de lazarillo por los paisajes del país latinoamericano. Luisgé Martín ha librado, pues, una guerra en varios frentes y ha salido indemne. Lo que resulta más sugerente de su desafío es que haya incorporado, en medio de una trama trepidante, la necesidad de mirar cara a cara a los mitos de la propia juventud.

Luisge martín carlos rosillo

A  eso se le podría llamar novela política. O, quizá, lo que la novela de Luisgé Martín (la foto es de Carlos Rosillo) procura es plantear una pregunta política, que es también una pregunta moral: ¿estaría dispuesto a liquidar a alguien, si estuviera en su mano, del que sabe positivamente que hace el mal, que ocupa una posición de poder y controla una serie de hilos y que esos hilos conducen a la muerte y la destrucción de seres inocentes? Pinochet podría servir como ejemplo. Esta novela reconstruye ese periodo de Chile: el de Allende y el del golpe y la brutal represión. Y lo que pasó antes y lo que pasaría después. El motor que mueve sus engranajes es el de volver hacia atrás bajo la hipótesis de que también Allende hubiera sido un canalla.

En Las manos cortadas hay muchas novelas dentro de una. Luisgé Martín está presentando un libro suyo en Santiago y las cosas se le complican con un muerto cuando lo buscan para entregarle unos documentos, unas cartas y un proyecto para fundar un campo de prisioneros, que desmontan la imagen que hasta ese momento ha tenido de Salvador Allende. Así que hay una novela policiaca, la que cuenta las peripecias del autor para desvelar un crimen. Durante ese proceso se va enredando con múltiples historias paralelas, que le sirven para reconstruir lo que pasó entonces en Chile. La historia de los Savonarola, una familia de empresarios mordida por la decadencia y las crisis, y la historia de Víctor Larrañaga, que hace una fulgurante carrera desde un periódico, y ese inmenso folletín que es la vida de esa mujer ciega, que sale de la nada y llega a la cumbre, Sandra Flechart. Hay también una novela de viaje, donde el autor entra en sus propia zonas inexploradas mientras recorre el desierto chileno. Y está, en fin, esa novela política del gobierno de Allende y del golpe de Pinochet.

Cuando Luisgé Martín está embarcado en la reconstrucción de la vida de Álvaro Savonarola, escribe: "Siempre me he preguntado, con fascinación, en qué momento exacto se convierte un joven altruista y bondadoso en un escéptico sin escrúpulos. En qué instante comienza alguien que ha creído en la fraternidad y en la indulgencia a preferir la compañía de los inclementes". Tal vez, al final, de lo que trata Las manos cortadas es justamente de eso: de la piedad. Y escudriña y rasca y sacude a sus personajes, y a los paisajes y a la historia de Chile, para entender qué es lo que eso significa, qué lugar ocupa en nuestras vidas, de qué manera marca nuestro trato con la confusa realidad que habitamos.

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