Como un perro

Por: | 07 de septiembre de 2009

Lo que hay en Desgracia, la novela de J. M. Coetzee que ha adaptado al cine Steve Jacobs, es una devastadora exploración de lo que significa el poder. Una exploración que el escritor sudafricano que ganó el Premio Nobel en 2003 realiza a partir de la violencia que se produce al avasallar el cuerpo del otro. Y que localiza en Sudáfrica, el país donde nació en 1940. ¿Qué ocurre al final del apartheid? Acabar con esa lacra que marcó la historia de Sudáfrica es asunto reciente, pero terminar con la ignominia que se arrastra desde tan lejos tiene que durar todavía mucho. Coetzee enfoca un par de situaciones y, a través de ellas, propone una reflexión política y moral de tan vastas consecuencias que resulta abrumadora. "A mí me parece que puede castigarse a un perro por una falta como morder y destrozar una zapatilla", le dice el profesor David Lurie a su hija Lucy durante una conversación. "Un perro siempre aceptará una justicia de esa clase: por destrozar un objeto, una paliza. El deseo, en cambio, es harina de otro costal. Ningún animal aceptará esa justicia, es decir, que se le castigue por ceder a su instinto".

 Desgracia

Así que el sexo, la calentura, el apretón. Y también el impulso de fundirse con el otro, el reclamo de la belleza, las leyes indescifrables que rigen la pasión. Las dos situaciones que aborda Coetzee en Desgracia (en la imagen, Jessica Haines y John Malkovich, en un momento de la película) alrededor de esa vieja batalla entre controlar o liberar los instintos más primarios suceden en ámbitos y circunstancias muy diferentes. En una de ellas, es un profesor de literatura el que aborda a una alumna, y ocurre en la universidad de Ciudad del Cabo. La otra se desarrolla en el campo, donde una joven blanca (Lucy) está peleando por instalarse y salir adelante en unos territorios que la población negra recupera tras ese largísimo periodo de postración que fue el apartheid. Fueron expulsados de sus tierras, explotados, marginados, destruidos como personas, magullados como colectividad, despreciados.

Con el final del apartheid, algunos de los que fueron víctimas se transforman en verdugos, y un día Lucy ve cómo tres jóvenes negros asaltan su casa, encierran a su padre y la violan. Es entonces cuando el profesor le pide que se vaya de allí, que abandone. Pero Lucy no quiere irse, quiere quedarse. Entiende que dejarlo todo sería una derrota que la perseguiría durante toda la vida. Así que dice: "¿Y si este fuera el precio que hay que pagar por quedarse? Tal vez ellos lo vean de este modo; tal vez también yo deba ver las cosas de este modo. Ellos me ven como si yo les debiera algo. Ellos se consideran recaudadores de impuestos, cobradores de morosos. ¿Por qué se me iba a permitir vivir aquí sin pagar?".

Las viejas deudas. La historia remota que pesa en el presente. La fuerza animal, ciega, que no admite cortapisas. Y la venganza. Pero también el derecho de quedarse. Hay un momento en que Lucy le pide a su padre que le transmita a un vecino negro que acepta ser su esposa y que puede quedarse con sus tierras si le permite quedarse con la casa. Necesita protección, tiene que buscar una fórmula.  "Estoy de acuerdo: es humillante", le dice a su padre que protesta, "pero tal vez ese sea un buen punto de partida. Tal vez sea eso lo que debo aprender a aceptar. Empezar de cero, sin nada de nada. No con nada de nada, sino sin nada. Sin tarjetas, sin armas, sin tierra, sin derechos, sin dignidad". "Como un perro", le contesta su padre. "Pues sí, como un perro".Llevar al cine una novela como Desgracia es un desafío demasiado ambicioso. De la película que ha hecho Steve Jacobs puede decirse, por lo menos, que ha sido respetuosa con la obra de Coetzee. Su mayor problema es haber elegido a John Malkovich para interpretar al profesor, que vuelve a abrumar con su habitual repertorio de gestos artificiosos. Un gran error, que no tiene vuelta atrás. 

Hay 9 Comentarios

Perdona, Miguel. "Desgracia" se publicó en Mondadori y la traducción es de Miguel Martínez-Lage.

La novela es impresionante. Estoy deseando ver la peli.

Y la novela, querido José Andrés, tan extensamente citada, ¿se tradujo sola, a lo que se ve? Nos vemos en Segovia.

La novela de Coetzee, como todas las suyas, me gustó mucho. Aún no he visto la película, pero es posible que Malkovich no ayude.

Hace unos días estalló una crisis diplomática entre Sudáfrica y Canadá a cuenta de un blanco que ha pedido obtener el status de refugiado político a causa de la persecución racista que afirma sufrir por parte de los negros. Y hace unos meses, tal vez un año ya, en 'El País Semanal' si no me equivoco, se publicó un largo reportje sobre el caso de una joven blanca salvajemente violada por negros que la dejaron morir, sin éxito, cortándole el cuello. Ella sobrevivió, y su caso es digno de una novela.

Sobre el antirracismo de salón, permítaseme que recupere en este momento a Albert Camus en 'Le premier homme': "Cela expliquait que ces ouvriers, chez Pierre comme chez Jacques, qui toujours dans la vie quotidienne étaient les plus tolérants des hommes, fussent toujours xénophobes dans les questions de travail, accusant successivement les Italiens, les Espagnols, les Juifs, les Arabes et finalement la terre entière de leur voler leur travail, attitude déconcertante certainement pour les intellectuels qui font la théorie du prolétariat, et pourtant fort humaine et bien excusable. Ce n'était pas la domination du monde ou des privilèges d'argent et de loisir que ces nationalistes inattendus disputaient aux autres nationalités, mais le privilège de la servitude."


Querido Miguel: de acuerdo con todo lo que expresas. En más de una ocasión he podido comentar con nuestra amiga Maite el horror de la vida en Gracia, donde la inmigración, el alboroto, la confusión entre el derecho de un ciudadano al descanso y la demagogia sobre "el ocio" y el trato diferente que hay que dar a la inmigración (el trato es igual, precisamente), la ha llevado a no poder pegar ojo en semanas enteras. A los progres de salón nos han cerrado la boca con esas cosas en muchas ocasiones.

Recuerdo que yo estaba indignado en el cine, porque no entendía entonces ni entiendo ahora, por qué se extrema esa actitud de sacrificio personal hasta la humillación en algo que tiene que resultar intangible.

Un proceso educativo, de siglos y siglos, nos ha llevado a la domesticación (parcial) de nuestros instintos, a esto que llamamos civilización. La educación es ejercicio de autoridad y de represión, ejercida en el medio familiar y en la escuela. Educación y protección (en las primeras etapas de la vida, sobre todo) que nos permite la supervivencia, acompañada de la transmisión de valores morales (y religiosos) más cuestionables y en relación con la época y el lugar en donde vivimos. Llegamos, por ello, al contrario que los perros, a admitir también el recorte en nuestra vida instintiva, en nuestros deseos. Casi siempre. Las fronteras de la normalidad entre psicología y patología, entre comportamientos permisibles – o no – no están tan claras. Aceptamos, en privado, actitudes sado-masoquistas consentidas por adultos (recuerdo al respecto la película “La pianista”de Michael Haneke, basada en una novela de Elfriade Jelinek). Ocultamos el uso (en viajes turísticos) de menores del tercer mundo por honorables padres de familia del primero que se permiten echar una canita al aire. Ocultamos, hasta que aparecen en la prensa fotos, lo que pasa en las noches del centro de nuestras ciudades (tampoco aquí es nítida la frontera geográfica entre el primer y el tercer mundo): hay primeros mundos de día que descienden a inframundos en la noche. Se habla de regularizar la esclavitud sexual, (la económica está asumida y legalizada hace tiempo) porque interesa más la estabilidad que producen ciertos alivios que la dignidad de las personas. Además aumentaría, y mucho, el paro. Haro Tecglen defendía el trabajo infantil en el tercer mundo porque la alternativa era morirse de hambre. Hay guetos, por todas partes y antirracistas de salón, también: así me sentí yo hace unos días defendiendo la dignidad de los inmigrantes del Raval ante unos amigos que hablaban de lo terrible y lo peligroso que era a veces visitar ese barrio y de lo amenazados que se pueden sentir algunos profesionales ante determinados colectivos. También hay “malos” entre los negros, los gitanos y los rumanos que se asocian en grupos delictivos. Yo, progre de salón, insistía en que lo que nos produce miedo es la inseguridad: no tememos a un banquero porque no necesita ponernos la pistola al pecho, fue mi argumento más sólido.
Defendemos la memoria histórica en España y repetimos “ni olvido, ni perdón”, por lo menos “ni perdón”, pero han pasado ya los años de las venganzas. En Sudáfrica todo está más fresco, se ejerce el poder y se humilla a la raza que anteriormente lo detentaba. De cualquier forma nos revuelve por dentro hasta límites insoportables que la venganza llegue a los extremos de la violación, una de las mayores aniquilaciones de la dignidad humana y a mi me sorprende que la protagonista entienda eso como un precio que hay que pagar, como me molesta que el director Steve Jacobs diga ¿quiénes somos nosotros para juzgar lo que está bien o está mal en una sociedad tan compleja?. La complejidad de la sociedad no puede anular el juicio, la condena.

La situación de la protagonista en este filme y novela, recuerda en parte a los asentamientos judíos en la franja de Gaza y Cisjordania. Es difícil hacer creíble una situación de pobrecita blanca frente a negros malos en Suráfrica donde todos sabemos cuál es la situación en la que han vivido y siguen viviendo la mayor parte de la población. La situación además busca sacar de nuestras tripas el racismo que no tenemos: si invades y robas y usurpas una tierra que no es tuya, eso es lo que te pasa... en la fantasía de la novela y del filme.

Gracias por la descripción que recomienda la lectura y su visionado, entiendo.
Me ha encantado el comentario de Ferrán.

La película nos pone a prueba: no estamos ante un escenario de antirracismo cómodo tipo A. Parker, sino ante negros que establecen, como dice José Andrés y como reconoce la protagonista, la necesidad de un pago a plazos. Negros que maltratan, que violan y que matan a los perros en una escena durísima. La aceptación de la muerte de un perro y el regreso de John Malkovich a la casa de su hija es el momento del cambio de visión. Pero, para el espectador, no es nada fácil asistir a la realidad y no al deseo del fin del appartheid en el que las cenizas tienen sentido y el polvo está poco enamorado.
Habiendo vivido otros cambios de régimen, recuerdo ahora la carta indignada de un ex-ministro del Movimiento en ABC, quejándose porque las críticas al franquismo proceden de los "depósitos de rencor". Nada mal, para alguien que disfruta del hecho de haber vivido sin que le tocaran un pelo, después de haber sido ministro del partido y tras una estrepitosa derrota en las elecciones en las que se presentó como candidato al senado por AP. La primera vez que el pueblo pudo hablar, no lo eligió. La primera vez que los españoles quisieron ser libres, respetaron incluso la libertad de quienes habían gestionado con impunidad un país, considerando que los gestores de la democracia ni siquiera eran verdaderos españoles.

Dos procesos, dos protestas. Malkovich, ante una brutalidad que ha sido sembrada por la brutalidad previa. Y que nos obliga a considerar qué habríamos hecho nosotros, viendo cómo violaban a nuestra hija y dejando de ser antirracistas de guante blanco en películas en que todos los negros son gente buena frente a blancos ignorantes, comechicles y escupetabaco. Una buena película para que nuestras emociones puedan traicionar los arquetipos cómodos: qué facil es ser Gene Hackman contra el KKK, y que difícil es ser Haines frente a los delincuentes negros.

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Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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