Hay un tipo en chándal, pantalones cortos y chaqueta, y con calzado deportivo que aparece entre el público poco antes de iniciarse la función. Es el teatro Valle Inclán, Madrid, Centro Dramático Nacional. En unos minutos va a empezar el Don Carlos, de Friedrich von Schiller, que ha dirigido Calixto Bieito. El tipo se pone a cantar una canción de los Beatles, desafinando, y tiene la rara cualidad de hacerse enseguida insoportable: por sus gestos, sus movimientos, su estilo, su voz. Se piensa entonces que seguramente se trata de un aperitivo inocuo. Pero no es así: ese tipo (Rubén Ochandiano) es el que hace en la función de Don Carlos. El personaje que construye es blando, sin relieves, llorón, y al que muchas veces ni siquiera se le entiende.
No han pasado muchos minutos y ya se ha bajado los calzones para dejar su miembro al aire. Delante suyo, el personaje de Isabel de Valois exhibe sus pechos desnudos. El director no debe haber creído demasiado en las palabras de Schiller y por eso los ha invitado a mostrar de ese modo que se deben de gustar. No pasa mucho tiempo y hay un pasodoble y que algún actor hace el ademán de torear. Conviene advertir otro detalle: los chicos visten con ropas de este tiempo y las chicas están enfundadas en trajes de época: no se sabe bien por qué. Otra cosa: cuando algunos actores están tratando de sus pasiones en el proscenio, en la parte de atrás los demás se dedican a hacer gestos: tampoco se sabe por qué. La pieza se desarrolla en un invernadero y, de pronto, surgen no se sabe de donde ni porqué un chico y una chica manchados de tierra. Tanto asunto intrascendente entretiene, pero de los conflictos de la obra no se tiene noticia alguna. La empanada mental del que puso en escena semejante engendro es monumental: ni siquiera en las piezas colegiales se consume tanta osadía en propuestas que nada significan.
El Don Carlos de Schiller sigue teniendo un inmenso interés. De lo que ahí se trata, tal como analiza Rüdiger Safranski en su biografía del escritor alemán (Tusquets, 2006; traducción de Raúl Gabás), es de los abismos a los que puede conducir la moral revolucionaria. La gran tensión en la obra no es la que se produce entre el príncipe y Felipe II, pues a Don Carlos le falta dar el paso para romper con los lazos que lo atan a su desesperada pasión por la reina Isabel de Valois (y le falta por tanto autonomía política). Así que el choque, brutal y radical, es el que se produce entre el rey y el marqués de Poza. Uno representa el viejo orden; el otro, la libertad. El absolutismo frente a la revolución. En la imponente escena en que dialogan abiertamente y sin máscara alguna (y que en este montaje salva la impresionante interpretación que Carlos Hipólito hace de Felipe II: la otra actriz que cumple es Ángels Bassas como princesa de Éboli; y punto), Poza le dice al rey: “El hombre es más de lo que vos creéis”. Y Felipe II le contesta que ya pensará de otra forma cuando de verdad conozca la condición humana. Más adelante, el propio marqués pone por delante su afán por liberar Flandés a la fidelidad a su amigo Don Carlos: “El amor a la humanidad se traga el amor al individuo…”, escribe Safranski. Tres años antes de que estallara la Revolución francesa, Schiller anunciaba ya los excesos que vinieron después.
Una historia humana trágica, la de amar a la mujer del propio padre, con un trasfondo político apasionante. Hace falta decirlo, porque quien vaya a ver el Don Carlos que ha montado Calixto Bieito no se enterará de nada. Todo lo que ocurre sobre el escenario es un marasmo sin sentido, sin columna vertebral, sin garra. Ya al final, la reina Isabel envuelve el torso del príncipe Carlos con unas vendas, y va disponiendo los explosivos. ¿Qué quiere decir el director con la imagen? ¿Qué la causa del infante sólo es viable a través de su sacrificio (y el de los que se cargue en el camino) como terrorista suicida? Si así fuera, resulta inquietante indagar en las lecturas que podrían hacerse a partir de ahí sobre nuestro tiempo. ¿La causa de la libertad pasa por la destrucción de los demás? ¿Ha querido contar eso? ¿O se trata simplemente, y es lo más previsible, de una solemne gilipollez? Eso es: doblemente gilipollez por su excesiva solemnidad.