Eduardo Mendoza ha titulado su último libro Tres vidas de santos (Seix Barral), y reúne allí otros tantos relatos escritos en distintos momentos de su trayectoria literaria. Si hay algo que el sentido común asocia a una vida de santo es el prodigio: tipos excepcionales que aguantan los mayores tormentos por servir a la causa de Dios o que viven en la más remota soledad sometidos a múltiples pruebas o que hacen milagros o que perseveran en su fe en las circunstancias más adversas. Los personajes de estas historias, sin embargo, nada tienen de excepcional y si se escarbara tras algo en lo que pudieran destacar, destacarían por su insignificancia. Quizá se pueda hacer alguna excepción, como en el caso del presidiario que se convierte en autor de éxito en el último relato, pero en términos generales nada relevante les ocurre, nada hacen que merezca el aplauso unánime, ni siquiera libran batallas particulares que no sea la insoslayable de sobrevivir.
Son insignificantes y viven vidas chapuceras. Lo que Mendoza (la foto es de Gianluca Battista)consigue al contarnos sus peripecias es fulminar de un golpe cualquier boato artificial que pretenda darles un falso brillo. Como si al final viniera a contar que si esos personajes son insignificantes lo son porque la insignificancia es la marca de fábrica de cualquier hombre y de cualquier mujer. Y que si sus vidas son chapuceras lo son porque la propia vida es una chapuza. La santidad, esa distinción excepcional que sobre tan pocos recae, sería así un burdo embeleco.
La ballena, el primero de los textos y el más antiguo, arranca en el Congreso Eucarístico que se celebró en Barcelona en 1952. La falta de plazas de alojamiento que genera la abundancia de visitantes a tan imponente cita obliga a algunas familias pudientes a acoger en sus casas a algunos de ellos. A Fulgencio Putucas, obispo de San José de Quahuicha, un pequeño pueblo de un pequeño país de Centroamérica, le toca la casa de tía Conchita y tío Agustín, una familia bien colocada y de rancia tradición. Todo está dispuesto para el día de su llegada y ahí aparece, con toda solemnidad, el obispo: "Bajo de estatura, corpulento de complexión, piel color de tierra labrada, expresión hierática. Tenía la cara ancha, los ojos achinados, los labios carnosos, la nariz roma y el cabello negro, espeso, lacio y lustroso".
Las cosas se complican cuando tiene que irse. Un golpe de Estado en su país lo obliga a permanecer fuera si quiere conservar la vida. Es entonces cuando ya nadie quiere ocuparse de él y cuando asoma su verdadera condición, su insignificancia. Tampoco deslumbran las peripecias que Mendoza cuenta en El final de Dubslav, de ambiente africano, y en El malentendido, donde propone también de paso una reflexión sobre el arte de leer y escribir. La paradoja es que justamente cuando nada de heroico hay para contar, Mendoza convierta la narración de las cosas de estos personajes en una suerte de épica de la insignificancia. Y consigue, quizá por eso, que se sigan sus aventuras con una sonrisa permanente. Que no es mala manera de disfrutar de un libro.
Hay 2 Comentarios
Y ¿acaso no es la vida un acto heroico en si mismo?
Publicado por: Paula | 05/12/2009 0:49:50
Hola tocayo. Quería saber si me puedes recomendar algún autor de Alcorcón. Me han dicho que sus escritores son tan brillantes como sus futbolistas. ¿qué piensas? Abrazo
Publicado por: Andrés | 11/11/2009 16:18:33