El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La América Latina del siglo XXI

Por: | 30 de diciembre de 2009

El insomnio de Bolívar, de Jorge Volpi, arranca con un ritmo vertiginoso y no para hasta el final. El ensayo reúne "cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo XXI" y ganó el II Premio Iberoamericano Debate-Casa de América, en 2009. Como ocurre con el libro de Javier Cercas sobre el golpe del 23-F, el de Volpi se sostiene también en su nervadura literaria. Hay crónica e historia, datos que aporta la sociología y consideraciones de distintos politólogos, salen cifras aquí y allá: pero lo que importa es el recorrido que propone la escritura, sus andares, su movimiento, su mirada. Es como un viaje veloz (y, por desgracia, por los infiernos), pero en el que en ningún momento se pierde el ritmo. Como si Volpi consiguiera que el lector entrara en las estampas que va convocando, y pudiera hacerlas suyas. Así que va levantando múltiples escenarios, dibuja distintos personajes, regresa a las marcas de la historia, se zambulle en los lodos del presente y levanta incluso vuelo hacia el futuro. La imagen del continente es desoladora pero, paradójicamente, está llena de vida.

Jorge volpi por bernardo perez 
El baile (si es que puede llamarse así, y creo que puede llamarse así: un baile suelto, bamboleante, suavón) se inicia en Santa Cruz de la Sierra, una ciudad sin señas de identidad en un país, Bolivia, que exalta ahora su condición indígena. En la siguiente viñeta estamos escuchando en Caracas a una joven orquesta dirigida por Gustavo Dudamel. Un salto, y estamos en el Paseo de la Reforma de México, convertido en espacio de solidaridad por los seguidores de López Obrador ante el triunfo (¿fraudulento?) de Calderón en las elecciones de 2006. Otro, y a quien vemos es a Fidel Castro en chándal, retirado ya del escenario principal de la política de Cuba. Así van sucediendo las cosas. Volpi baja a episodios concretos y los rescata, y los planta delante de nuestras narices. Caos de tráfico en Santiago, Gabo es un dios en Cartagena de Indias, la hijastra de Daniel Ortega lo acusa de acoso sexual, Kirchner cede la presidencia de Argentina a su mujer, un obispo llega al poder en Paraguay.

Así son las cosas. ¿Probamos con la ametralladora? Veamos: la vida institucional es en América Latina una rareza. La democracia esconde a veces la resurrección de los viejos caudillos. El mito de la guerrilla se ha ido al traste y hoy Marcos y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional tienen mucho de troupe circense. Los nacionalismos arrinconaron el sueño de Bolívar de una América unida. La corrupción es el parámetro del éxito social. La democracia nunca fue bien recibida. El 36,5% de la población vive en condiciones de pobreza, y el 13,4% en pobreza extrema (datos de 2006). Los actuales caudillos no trabajan para la historia sino para el aplauso y la celebridad instantáneos, como las estrellas de la música pop. El narcotraficante se ha convertido en la imagen emblemática de la nueva América Latina ("…la topología de las FARC se parece más a la de al-Qaeda o a la de una multinacional que a la de un movimiento armado clásico…"). 

Lo que en buena medida hace Jorge Volpi es dialogar con los autores del boom (y plantarles cara y criticar sus envejecidas proclamas). Fueron ellos los que recuperaron el viejo sueño de unidad después de la experiencia de la revolución cubana y los que, con su éxito espectacular, consagraron la imagen de una América Latina distinta y un tanto exótica, la del realismo mágico. Todo eso ya no sirve, eso cuenta El insomnio de Bolívar, cuando ya han desaparecido casi todas las dictaduras y las guerrillas (y lo que hay son frágiles democracias con muchas tareas pendientes). Podría seguir bombardeando con algunos registros que toca. Pero no tiene sentido. Porque lo que importa es cómo los toca. Ahí está su acercamiento paralelo a dos mujeres que llegaron el poder, Michele Bachelet y Cristina Fernández. Empiecen el libro por ahí, por ejemplo, y les garantizo que volverán al principio y se lo merendarán entero. 

Soberbia y fragilidad

Por: | 29 de diciembre de 2009

En el texto que apareció en la revista Regards ilustrado con las imágenes de la serie Promenade des Anglais, que Lisette Model realizó en la Costa Azul en 1934, se podían leer a propósito de los personajes retratados frases como ésta: "El juez tieso en su corrupción, el general retirado que viene a reventar al sol tras haber hecho perecer ejércitos enteros en el fango, el rentista que digiere la sangre de los dividendos, las putas de lujo que doran sus nalgas en la playa…".  Era el tono de la época para una revista concebida desde posiciones próximas al comunismo y dirigida a las masas. Nadie se acuerda de Lise Curel, que firmaba aquellas explosivas líneas, pero las fotografías de Lisette Model siguen conservando toda su fuerza. Todavía se pueden ver en Madrid, en una magnífica exposición en la Fundación Mapfre.

Foto

Aquél de la Costa Azul fue uno de los primeros trabajos que publicó Lisette Model y nadie sabe muy bien cómo acabaron en esa revista. Es verdad que no resulta difícil ridiculizar con trazos de brocha gorda a esos ociosos personajes de la burguesía europea que buscaban refugio en el sur de Francia, pero desde aquellas primeras imágenes lo que la cámara de Lisette Model (en la imagen: Cafe Metropole; Nueva York, 1946) atrapa va mucho más allá de una burda crítica social. Grotescos y entrañables, esos personajes aparecen con la distancia de los que están acostumbrados a moverse en el mundo del poder, pero se les ven las grietas por las que se les cuelan la soledad y el desamparo que pertenecen a todos los mortales.

Y de eso trata la obra de Lisette Model. De los mortales. De su soberbia y prepotencia, de su fragilidad, de su dolor, de la minuciosa puesta en escena con que presentan en sociedad, de sus sueños, de sus rutinas, de su aburrimiento. Nacida en Viena en 1901 en el seno de una familia acomodada, Élise Amélie Félicie Stern iba a dedicarse a la música --cantaba muy bien-- y empezó en 1920 a estudiar con el compositor Arnold Schönberg. No se sabe bien por qué abandonó ese camino y terminó dedicándose a la fotografía, lo que sí está claro es que llevó incorporada en su mirada la sofisticada formación que recibió durante aquellos años, tanto en Viena como en París, donde llegó en 1926. Se casó con el pintor Evsa Model, con el que se fue a Estados Unidos en 1938.

Alguna vez dijo que lo que le fascinaba de la fotografía era "el instante" y confesó que, por "una cuestión de instinto", le atraían las cosas grandes. Su obra está llena de personajes voluminosos. "Fotografiar con las tripas", ésa era su consigna. Algunas de sus imágenes de Nueva York recogen los reflejos de los escaparates y otras están hechas mirando el mundo a la altura del suelo y son pasos, pisadas, zapatos: la corriente que nos va arrastrando. Sea por su conciencia del carácter ilusorio de la vida, esos reflejos, o por saber que estamos de paso, esas pisadas, el caso es que Lisette Model procedió con la mayor de las libertades a desnudar nuestra condición. Pobres o ricos, célebres o anónimos, nómadas o sedentarios, la fotógrafa fue al grano. Así que es mejor ver estas imágenes con humildad, evitando la condena rotunda que de los burgueses hizo en Regards Lise Curel. Al fin y al cabo, todos estamos hechos de una misma pasta, donde la altanería y las carencias se mezclan a partes iguales.

La larga vida de la leyenda negra

Por: | 17 de diciembre de 2009

El hispanista Joseph Pérez ha escrito un libro sobre La leyenda negra (Gadir). La trata, con la distancia del historiador y con sentido común e inteligencia, como cosa del pasado. Quizá, sin embargo, por ahí sus coletazos siguen perturbando la vida política de los españoles. Quizá no exactamente la propia leyenda negra, pero sí lo que trajo consigo. Cuando España como gran imperio se fue al garete se produjo la inevitable pregunta: ¿en qué momento se jodió aquel invento, cómo fue que nos perdimos, cuando trastabillamos para que el tren del progreso pasara al lado y fuéramos incapaces de atraparlo? Se volvió a mirar atrás y, algunos, dieron crédito a esa leyenda negra y siguieron escarbando hasta levantar la idea de una España retrógrada, amarrada al viejo catolicismo de la Inquisición, cerrada y timorata, un tanto bárbara. Hubo otros, en cambio, que encontraron que la verdadera España era ésa: la del crucifijo y la sacristía, la que levantó un imperio, la que evangelizó América y mantuvo la unidad de Europa frente al acoso, interno, del protestantismo, y externo, del turco.De aquellas disputas viene el cuento de las dos Españas.

Joseph perez carlos rosillo 
La dictadura de Franco se apuntó a la última de las dos versiones y estuvo dando la lata durante décadas. La verdadera España era la católica y todo lo demás, un cuento. Más que un cuento, una perversión. Había que mirar hacia los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II: importaba aquel tiempo de esplendor donde gobernaba sobre el mundo entero la verdadera fe. Joseph Pérez (la fotografía es de Carlos Rosillo)procede enseguida a poner entre paréntesis semejantes excesos. Hablar del reino de España carecía de todo sentido en aquellos tiempos. “El Emperador y el Rey Católico no defendían los intereses de España, sino los intereses patrimoniales de los Habsburgo”, escribe. Y su corte era una corte internacional donde, al lado de notables nacidos en lo que ahora es España, había personalidades extranjeras en puestos decisivos: Gattinara, Granvelle, el conde Egmont, Alejandro Farnesio, Ambrosio Espínola…

¿Grandes católicos? Seguramente, pero sobre todo grandes políticos. Cuando hacía falta olvidarse de la fe para defender los intereses propios, se olvidaba. El conde duque de Olivares, por ejemplo, no tuvo muchos escrúpulos en ayudar al duque de Rohan y a los hugonotes del Languedoc, protestantes, contra la Francia católica. La religión era un buen decorado para dar prestancia a los sucios manejos de la política.

La leyenda negra fue, de hecho, una excelente campaña de prensa para desacreditar al enemigo. Se la inventó Guillermo de Orange que encabezaba a los príncipes protestantes de los Países Bajos en una desigual batalla contra el imperio de Felipe II. Joseph Pérez analiza cada una de las piezas que armaron aquel libelo que tanto éxito tuvo, estableciendo cuanto de verdad contenía y cuanto de exageración. Luego persigue lo que sucedió después: la decadencia y el inevitable desplazamiento de España a un  segundo plano. Ya casi al final, cuenta que en 1998 en Inglaterra se procedió a la rehabilitación del marido de María de Tudor, Felipe II, de quien alguien afirmó que fue “uno de los personajes más europeos de la Historia”. Y Joseph Pérez apunta que lo decía en el mismo momento en que la izquierda española evitaba leer la biografía que sobre aquel monarca había escrito Geoffrey Parker: “¡Preferían su Felipe II, el monstruo de la leyenda negra, fanático, tiránico, cruel!”, escribe. ¿Una vieja historia ya superada? Por doquier sobreviven quienes siguen pregonando hoy que la verdadera España es la católica. Y los hay que siguen encantados con una Casa de Austria de cartón piedra, cerrada y totalitaria. Conviene, pues, leer el magnífico ensayo de Joseph Pérez. Por lo menos como una manera de empezar a enterrar aquella leyenda negra. Hace falta que circule el aire.

Dos gigantes

Por: | 14 de diciembre de 2009

Lo que se impone de manera drástica en Celda 211 es la presencia de dos grandísimos  actores que sostienen y llevan la película de Daniel Monzón a la excelencia. Hay algunos desajustes en el guión –la dureza de la vida de la cárcel frente a ese pastelón de romance entre el inminente funcionario y su mujer embarazada– y situaciones que pierden intensidad por la falta de fuerza de los actores sobre los que recae el peso de la secuencia  –la noticia de la muerte de la pareja del falso prisionero y el asesinato inmediato del presunto policía malo (nunca parece tal cosa) –. Luego está una realización que ha conseguido que el vertiginoso ritmo de la acción no se le vaya de las manos y no decaiga nunca: seguramente una producción americana le hubiera sacado más partido a las escenas de violencia (la revuelta en la cárcel, la represión de los manifestantes, la entrada de los grupos especiales de la policía), pero hay algunos momentos corales que certifican el buen pulso del director, como el primer encuentro entre el líder de los presos y el joven funcionario, de donde surge el apodo de Calzones tras ser obligado a desnudarse, o el atracón de gambas que se dan los reclusos tras una de las primeras negociaciones. Son momentos de alta densidad dramática, donde los matices y los pequeños detalles son mucho más importantes que la brocha gorda del conflicto central, y donde se definen además las personalidades de los secundarios. Ahí ha operado Daniel Monzón con tanta firmeza y sensibilidad como para garantizarnos, de aquí en adelante, muchos momentos felices delante de la pantalla. Por encima de todo, sin embargo, está la colosal interpretación de Luis Tosar. Y, junto a ella, la de un impresionante Carlos Bardem, que ofrece un riquísimo repertorio de registros para encarnar la infamia.

Celda 211 luis tosar y carlos bardem
El ritmo es frenético y, desde el mismo arranque, la sucesiva tensión de los distintos momentos que jalonan la película no da margen para respirar. Es una película de las que se dicen de entretenimiento, pero precisamente para entretener ha de tener sustancia. Y la sustancia que tiene es la de siempre, la batalla entre el bien y el mal, y la capacidad de los hombres de reinventarse, y seguir o no siendo los mismos, en situaciones de emergencia. Luis Tosar (en la imagen, junto a Carlos Bardem, en un momento de la película) asume la conducción de una revuelta en una cárcel y no duda en propiciar la barbarie más elemental. El desarrollo de la historia pondrá de manifiesto, sin embargo, que las cosas no son tan simples.

Uno de los mayores aciertos del guión es haber incorporado el clima político de la España de nuestros días como ruido de fondo de la trama. La presencia de los prisioneros de ETA en mitad del cisco que desencadenan los comunes sirve para poner de manifiesto la diferencia entre la violencia abstracta del terrorista, que no se moja en dar la cara frente a sus víctimas, de la del asesino que procede a cara descubierta. El recato con que ha de actuar el Estado central frente a las presiones del conflicto vasco revela que, en caso de guerra, no todos los muertos valen lo mismo.

Más allá de los elementos dramáticos, sociales y políticos que la película pone en juego, polvo serían si no hubiera detrás la carne de esos actores que llenan las peripecias de verdad. Sobre todo de Luis Tosar, que despliega con energía animal la variedad de emociones que un estado de sitio desencadena. Y luego está Carlos Bardem para darle la verdadera réplica. El funcionario (Alberto Ammann defiende su papel con dignidad) atrapado en la celda 211 no es, al cabo, más que la pieza casual que saca a la luz la fragilidad que hay detrás de unas instituciones penitenciarias que han de lidiar con los deshechos de una sociedad. A esos deshechos Tosar y Bardem les han puesto cara y sustancia, y es eso lo que engancha a las secuencias de esta excelente película.

El encantamiento

Por: | 08 de diciembre de 2009

El tipo que protagoniza la última película de Woody Allen es un viejo cascarrabias que abomina de la deriva bobalicona que se ha ido imponiendo en el mundo en los últimos años. Así que no tiene el menor escrúpulo en mofarse e insultar y ridiculizar y hacer chanzas con cuanto tenga que ver con la joven que lo aborda un día y a quien termina dejando entrar en su casa pese a sus iniciales reticencias. Si la cosa funciona (Whatever Works) se inicia con esa batalla campal. El viejo misántropo contra la joven ingenua. El lúcido pesimista contra la alegre y despreocupada entusiasta. La cosa llega a funcionar tan bien que Boris Yellnikoff, un físico que asegura haber estado a punto de ganar el Premio Nobel de Física, y Melody (Evan Rachel Word), la joven sureña que ha escapado de las garras de una familia tradicional para descubrir la vida en Nueva York, terminan casándose. Y, ciertamente, y a pesar de la diferencia de edad, parecen contentos, razonablemente felices.

Woody allen whatever works 
La película arranca con una reunión de amigotes en la terraza de un bar. Parece un bar de pueblo y, en buena medida, lo es: del inmenso pueblo que es Nueva York para los que la habitan desde siempre. Todo se desarrolla en esa suerte de distancia media que existe entre quienes comparten un universo próximo y familiar. Por eso quizá es posible dar el salto entre esos mundos tan extraños y resueltamente incompatibles que son los de un científico de Manhattan y una paleta de Texas. Ahora que visitan el mismo parque y compran en la misma frutería, el encuentro es posible. Se liman las diferencias y se explotan las complicidades. Vaya, la cosa funciona.

Woody Allen vuelve a moverse con extrema fluidez en su última película, como si patinara: de nuevo las situaciones se suceden con desenvoltura y los diálogos explotan como burbujas para convocar la sonrisa. Nada parece detener el curso amable de las cosas, a pesar de las pestes contra el mundo que derrama una y otra vez el furibundo Boris Yellnikoff, que no sólo amaga sino que da golpes. En la película intenta suicidarse dos veces. Pero fracasa, porque lo que Woody Allen se ha empeñado en poner de manifiesto esta vez es el fracaso del fracaso. Si la cosa funciona, ¿por qué tantas complicaciones? Los padres de la joven esposa del físico terminan por desembarcar en Nueva York procedentes del Sur profundo. Vienen de la caverna, de una remota galaxia llena de prejuicios y normas, y la ciudad los devora. Les borra el rictus que los hace desdichados, y los hace formar parte de ese engranaje que marcha.

¿Un cuento, una comedia, una lección moral? ¿El panfleto de un cineasta que celebra las oportunidades que la vida te sigue dando, a pesar de todo, de los años y de la marcha bobalicona del mundo? Hay también torceduras en la película, y el recién casado no tarda en divorciarse. Pero lo que va quedando es una discreta invitación a poner entre paréntesis la solemnidad de los grandes deberes y desafíos y bajar la cabeza con humildad ante cuanto rueda, se desliza, marcha, funciona. Woody Allen, el director que se hizo célebre por desnudar los mecanismos obsesivos de los neuróticos, ha metido los dedos esta vez en sus circuitos para fundirlos, y dejar así que la vida siga circulando.

El País

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