El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Cuando nos amamos

Por: | 31 de enero de 2010

Hoy termina la exposición Lágrimas de Eros que, desde el 20 de octubre del año pasado, se ha podido visitar en el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid. Cuando la recorría hace unos días me acordé de lo que respondió Juan Benet cuando le preguntaron por el momento de mayor intensidad erótica que había encontrado en la literatura. Contestó que seguramente fuera el episodio de Rojo y negro, de Stendhal, en el que el joven Julián Sorel se ve sacudido por una desgarradora batalla interior cuando se dispone a cogerle la mano a Madame de Rênal. Ocurre bien poca cosa, pero lo que hay allí es pura dinamita: una chispa puede romper la ciudadela cerrada y abrirla a la enérgica sacudida del desorden pasional. El nombre de la exposición procede del título de un libro del escritor y filósofo francés Georges Bataille, que se ocupó de manera obsesiva de esta cuestión. "Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas", escribió en El erotismo (Tusquets, 1979; traducción de Toni Vicens). Salir del aislamiento del ser para conquistar "un sentimiento de continuidad profunda", violentar el curso de las cosas, romper los límites para que se confundan los que son distintos. Vida y muerte. Prohibición y transgresión. De todo eso trata esta exposición.

Lagrimas_Man_Ray_1932El reclamo de lo erótico es tan recurrente en estos tiempos que termina por provocar un rechazo instintivo. De ahí que esta exposición (en la imagen, Lágrimas, fotografía de Man Ray) pudiera desencadenar ciertos recelos. Quedan borrados en cuanto se cruza el umbral de la primera sala. Está dedicada a Venus, y ahí aparecen distintas miradas de distintas épocas sobre la diosa antigua que recuperan desde el principio esa vieja tensión que tanto atribulaba a Julián Sorel. Ahí están en todo su esplendor varias versiones de la belleza femenina, y producen en tromba esos registros contradictorios en los que la inocencia y la perversión se confunden, como se confunden en el erotismo el éxtasis y la muerte.

En cuanto se deja a Venus se entra en contacto con Eva. Y con la serpiente, y lo que se empieza a contar ahí es la caída y por tanto de lo que se está tratando es de la prohibición y la desobediencia, del interdicto y la transgresión. El erotismo sólo cobra sentido en el territorio de lo sagrado ("Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a los que fijan su atención, en un rito solemne, en la muerte de un ser discontinuo", escribió Bataille), y uno de los grandes aciertos del comisario de la exposición, Guillermo Solana, ha sido servirse de los mitos para poner en escena todos esos hilos que van configurando la experiencia radical de la que se ocupa. 

Esfinges y sirenas, las tentaciones de san Antonio y el martirio de san Sebastián, la historia de Andrómeda, la fascinación de Apolo por Jacinto, y la de la Luna por Endimión, los suicidios de Cleopatra y Ofelia, la pasión de María Magdalena, los vertiginosos episodios de Salomé y el Bautista, Judit y Holofernes, David y Goliat. Solana ha buscado las obras para volver a representar lo que esas narraciones cuentan, que el erotismo es poliformo y perverso, y que son muy variados los caminos que recorre para realizarse. Hay una frase de El culpable (Taurus, 1979; versión española de Fernando Savater), acaso el libro más inquietante de Bataille, que puede servir para traducir lo que esta muestra consigue provocar: "Imagino que el mundo no se parece a ningún ser separado y cerrado, sino a lo que pasa de uno a otro cuando reímos, cuando nos amamos: imaginándolo, la inmensidad se me abre y me pierdo en ella".

La pequeña memoria

Por: | 30 de enero de 2010

Dos niños se han bajado los pantalones cortos y, con el culo al aire, están meando en una calle de Madrid. Sophia Loren posa en 1962 en los estudios Samuel Bronston durante el rodaje de El Cid. Los miembros de la cuadrilla de Antonio Fuentes lucen en una imagen de 1900 sus impecables monteras. Parejas bailando, parejas paseando, parejas besándose, parejas que se miran entre suspiros. Gente que posa y otra a la que han pillado por sorpresa. Aparecen algunos escritores famosos, como Benito Pérez Galdós, Pío Baroja, Jacinto Benavente o Miguel de Unamuno, pero sobre todo están cientos de personas anónimas que han sido atrapadas por la cámara en algún instante de su vida. En el Canal de Isabel II, de Madrid, Chema Conesa ha seleccionado para la exposición Madrileños. Un álbum colectivo 450 imágenes de las 25.000 que los habitantes de esta comunidad han cedido a un archivo fotográfico institucional que, de ese modo, ha conseguido reunir la crónica íntima de sus habitantes durante un siglo de historia, de 1900 a 2000.

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Lo privado emerge así a la luz pública para dar cuenta de actitudes y retazos de vida que, en realidad, tienen mucho que ver con lo que nos pasa a todos (juegos, fiestas, romances). La exposición termina troceando la historia de Madrid durante un siglo en fragmentos instantáneos que nada tienen que ver entre sí y, al mismo tiempo, muestra todos esos mecanismos que operan cuando se quieren resaltar determinados momentos de la monótona marcha de las horas y los días. Estrella de Diego citaba hoy en su columna de Babelia un comentario del artista francés Christian Boltanski que tiene que ver con todo esto: "Me interesa lo que llamo la 'pequeña memoria', una memoria emocional, un conocimiento cotidiano, lo contrario de la Memoria con mayúscula que se preserva en los libros de historia. Esa pequeña memoria que para mí es lo que nos hace únicos es extremadamente frágil y desaparece con la muerte". ¿Siguen siendo únicos los que salen del álbum familiar y cuelgan en las paredes de una sala de exposiciones?

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En uno de los textos reunidos en Mirar (Hermann Blume, 1987; traducción de Pilar Vázquez), John Berger reflexiona sobre los usos de la fotografía a partir del célebre libro de Susan Sontag de 1975. Parte de la observación de que la cámara termina por romper la continuidad de la realidad y por ignorar la interconexión del mundo para ofrecer sólo momentos que se cargan, de esa manera, de misterio. "Las fotografías no narran nada por sí mismas", escribe Berger. "Las fotografías conservan las apariencias instantáneas". Fuera de contexto, son cápsulas que flotan en un océano que carece así de sentido alguno.

Para que haya significación, y por tanto comprensión, tiene que haber narración, explica Berger. Y por eso señala que las fotografías privadas, al ser un recuerdo de lo que se está viviendo, contribuyen a darle alas a "la memoria viva". "La fotografía pública, por el contrario, ha sido separada de su contexto y se convierte en un objeto muerto que, precisamente, porque está muerto, se presta a cualquier uso arbitrario", escribe. En el paso que da esta exposición de llevar lo privado a lo público se echa de menos la narración. Es verdad que la imaginación puede ayudar, ¿pero qué estaba pasando cuando esos niños se bajaron los pantalones y que significaba que mearan alegremente en el Madrid de 1968?

La vida apasionada

Por: | 20 de enero de 2010

He vuelto a Stendhal durante una reciente visita a Roma y me llevé el libro que publicó en 1817 sobre su viaje a Italia. Las anotaciones (su forma es la de un diario) empiezan en Berlín el 2 de septiembre de 1816 y terminan el 18 de octubre de 1817, donde las cierra con sus comentarios sobre la ciudad eterna. En aquellos tiempos interesaban mucho aquellos textos que se ocupaban de otros países, ya fueran lejanos o más o menos cercanos, y había esa idea de que hombres y mujeres eran muy diferentes según donde les hubiera tocado nacer y vivir hasta el punto que, en los literatos, se daba esa tentación de pontificar sobre la manera de ser que caracterizaba a los habitantes de cada país. "Las gentes del norte afrontan la existencia de una forma grave, seria, profunda si se quiere", escribe por ejemplo Stendhal, para decir poco después que en Italia "se afronta la vida de una forma viva, apasionada, llena de sensaciones fuertes y un poco desordenadas si queréis". El libro, Roma, Nápoles y Florencia, lo publicó Pre-Textos en 1999 con traducción, y notas de Jorge Vergua.Stendhal

Todavía hoy, por mucha globalización que haya, se siguen dando por buenos algunos de esos viejos tópicos y es fácil escuchar que si las cosas van de una manera en Francia es porque los franceses son así, y si discurren por otros derroteros en Italia se debe, lógicamente, a la forma de ser de los italianos. Ahí en Roma, leía a Stendhal en el mismo momento en que una turba de fanáticos expulsaba en Rosarno a los inmigrantes subsaharianos. "En este bello país", escribió Stendhal en el primer cuarto del siglo XIX, "no hay que hacer más que el amor". A comienzos del siglo XXI, lo que se veía en la televisión al levantar la vista del libro era una antigua fábrica donde vivían hacinados comos esclavos esos trabajadores que habían llegado a recoger mandarina en agotadoras jornadas por un salario miserable y que, de pronto, se veían obligados a salir de allí por el color de su piel.

"Un hombre farsante es tan raro en la sociedad de Roma o de Milán como un hombre natural y sencillo en París", apuntó Stendhal. Pero esas simplificaciones no sirven para nada cuando es necesario acercarse a las razones profundas que propiciaron el lamentable pogromo de Rosarno. No es que fueran otros tiempos, ni siquiera sirve decir que las generalizaciones son triviales. Lo de Calabria no tiene que ver con una ancestral manera de ser marcada en los genes de sus habitantes sino con una historia concreta en la que los mafiosos de la 'Ndrangheta seguramente tienen un papel protagonista.

Lo de Stendhal es, y ha sido siempre, otra cosa. No tanto un afán de sentenciar sobre las cosas y explicarlas a partir de unos argumentos que, sobre todo, sirven para seducir y brillar en los salones. Y también, y es lo que importa, para abrirle caminos a su literatura y a su manera de entender la vida. En algún lugar tenían que estar la belleza y la pasión, y Stendhal las encontró en Italia. No es, desde luego, mal sitio. "Un romano al que se propusiera amar siempre a la misma mujer, aunque fuese un ángel, exclamaría que le estáis arrebatando las tres cuartas partes de aquello que hace que valga la pena vivir", escribió. ¿Se estaba refiriendo sólo a una particularidad local que caracteriza a los del lugar? ¿O se trataba, en realidad, de otra cosa? Por si acaso, acudan a Stendhal. Es una ráfaga de aire fresco en estos tiempos tan abyectos y de tanta hipocresía.


 

Un palacio en el callejón miserable

Por: | 19 de enero de 2010

Cuando Vladimir Nabokov se ocupa de Nikolái Gógol en su Curso de literatura rusa (Ediciones B, 1997; traducción de María Luisa Balseiro) cuenta que las flores de Italia "le infundían un deseo ardiente de transformarse en nariz: de carecer de cuanto fueran ojos, brazos, piernas, y no ser nada más que una nariz enorme, 'con los agujeros del tamaño de dos buenos cubos, para poder inhalar todos los posibles perfumes de la primavera". Poco antes se había referido a la importancia de Roma en la vida del escritor. Vivió allí entre 1938 y 1942 y fue donde produjo dos de sus obras maestras indiscutibles: El abrigo y el primer volumen de Almas muertas. Escribió también un relato titulado como la propia ciudad, Roma (Minúscula, 2001; traducción de Selma Ancira), donde pone en escena a un príncipe que, tras años viviendo fuera, es sólo a su regreso cuando descubre el fulminante magnetismo de la llamada ciudad eterna. Nabokov decía de Gógol que si "se proponía escribir con la letra redondilla de la tradición literaria y tratar ideas racionales de un modo lógico perdía todo vestigio de talento", pero que cuando "realmente se dejaba ir y haraganeaba feliz al borde de su abismo particular, se convertía en el artista más grande que ha dado Rusia hasta este momento". Nikolai gogol

Roma tiene algo de las maneras desgreñadas del autor de Almas muertas, esa novela que se sostiene sobre la disparatada tarea de ir recorriendo Rusia con la única obsesión de comprar fiambres. El relato empieza ocupándose de una hermosa mujer, Annunziata de Albano, sobre la que vuelca los elogios más descomunales ("Intenta mirar un relámpago en el instante mismo en que irrumpe como un torrente de resplandor por entre las nubes negras como el carbón", así empieza la pieza, y está refiriéndose a sus ojos). A las tres páginas, aquel bellezón ha desaparecido y no volverá hasta casi el final, y sólo por un instante. Tan raro resulta el efecto que muchos pensaron que Gógol no llegó nunca a terminar el cuento.

Es la historia de un príncipe venido a menos que, después de estudiar inicialmente en Lucca y de trasladarse a vivir cuatro años a París, vuelve a Roma y se instala en el magnífico palacio de su familia, "cubierto de frescos de Guercino y los Carracci". En el relato hay algo que tiene que ver con las profundas convicciones religiosas de Gógol y con su afán de practicar el bien a través de la literatura. Por eso, seguramente, el príncipe encuentra que Roma, que "desde un principio dio vida en su seno al destino de Europa introduciendo la cruz en los oscuros bosques europeos", ha de ser el único lugar que sostenga la batalla futura contra los excesos de la razón. De su pueblo, de la fuerza e integridad de sus gentes, escribe: "Era como si, a propósito, la Ilustración europea no lo hubiera rozado ni le hubiera colocado en el pecho sus frías mejoras".

Sí, ese punto está en la Roma de Gógol, pero lo está a la manera en que aparece Annunziata de Albano: de refilón. Porque lo que verdaderamente parece inquietarlo y espolearlo y sacarlo como un poseso a la calle es la voluntad de atrapar qué es eso que tiene Roma que no la obliga a rendirse al puro artificio y al culto a la novedad que París, en aquellos tiempos, habían puesto de moda. "Le gustaba que todo se fusionara prodigiosamente, le gustaban los indicios de una capital populosa y al mismo tiempo desierta", escribe de las impresiones de su protagonista. Ese príncipe que celebra la mezcla de lo clásico y lo moderno y, sobre todo, la naturalidad con que en medio de un miserable callejón emerja la magnificencia austera y sombría de cualquiera de sus palacios. Esa Roma sigue ahí.

El impulso trágico

Por: | 18 de enero de 2010

Veronese. Daniel Veronese. ¡Presente! He aquí un monstruo, ladies & gentlemen, damas y caballeros, he aquí un tipo que inyecta el veneno del ritmo a sus actores y luego los coloca en un escenario para que den un recital. Hace ya unos cuantos años, en la sala pequeña del Centro Dramático Nacional, pude ver Mujeres soñaron caballos y me acuerdo de que entonces salí fascinado por la habilidad de ese director (y autor, en aquella ocasión) para empujar a sus intérpretes a un frenesí de violencia doméstica (es decir: familiar) que conseguía llenar de intensidad por su sentido del ritmo escénico. Todo aquello era una vorágine, pero una vorágine pautada por las medidas del tiempo, por la velocidad concreta que necesitaba cada episodio, por una sucesión muy ajustada de las emociones. Ahora ha dirigido Glengarry Glen Ross, de David Mamet, y la ha servido en el teatro Español de Madrid hasta ayer. Y lo que ha hecho es poner a cocer la carnalidad que lleva dentro esa pieza hasta llevarla a su punto máximo de ebullición, ahí donde explotan todas las tensiones que se acumulan entre los hombres cuando luchan por la vida.

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De eso trata la obra de Mamet (la fotografía es de Ros Ribas), de la lucha por la vida. De la supervivencia. Lo dice Veronese en el programa de mano, que el texto "cobra una inquietante proximidad ante la virulenta crisis económica y financiera que sacude hoy nuestro mundo". La trama  se desarrolla también en una época dura, en la que una empresa inmobiliaria propone un concurso a sus agentes: el que más venda se llevará un automóvil; el segundo, un juego de cuchillos, y los demás se irán de patitas al paro. El feroz capitalismo, la selva voraz que devora a los más débiles, esta ahí. Pero la obra no sólo es la denuncia de un mundo perro, es que las perrerías de los mortales estallan sobre el escenario. La trampa, el soborno, el robo. El grito desolador de los que están peleando en la calle frente a los que mueven los hilos desde la fortaleza de un despacho.

Veronese ha sabido marcarles a sus personajes la verdad de sus dramas más allá de los trajes de época, y ya no importa tanto dónde están como los recursos que ponen en juego para ganar una batalla agónica. Los ha dejado ahí desnudos y solos con sus argumentos y picardías, pero les ha dado un tempo. Así que salen y sus cuerpos ponen a bailar sus discursos para que se ajusten al desarrollo marcado, muy veloces en los dos primeros actos, más lentos en el tercero, con un cuarto en el que combina la rapidez con la calma. Hombres contra hombres, pelean y son cómplices.

James Foley llevó la pieza al cine en 1992 con un reparto de lujo y con guión del propio Mamet. Las comparaciones no sirven esta vez, pero importa decir que los actores con los que ha trabajado Veronese están inmensos. Carlos Hipólito, Ginés García Millán, Alberto Jiménez, Andrés Herrera, Gonzalo de Castro, Jorge Bosch y Alberto Iglesias. Dan cuenta del infierno de una época de crisis, pero se han empapado del impulso trágico que el texto contiene y representan algo más que las dificultades de unos tipos en apuros. Tocan hueso y dejan ver que, en medio de la tormenta que los empapa a todos, hay lugar para lo más ruin y unos efímeros instantes para que irradie una complicidad auténtica, labrada a golpes de sudor y lágrimas, y que no sirve para nada. ¡Veronese! Presente. Este argentino ha sacado oro de una oficina de mierda.

Las razones de la sinrazón

Por: | 14 de enero de 2010

"Sé que mi Giulio es mi Giulio", dijo alrededor de septiembre de 1927 la señora Canella. "Desde que lo vi no he dudado nunca ni jamás lo haré. Menos aún ahora que he vivido en intimidad con él, mi marido. Me lo dice mi cuerpo, pero sobre todo su ser moral e intelectual. No desistiré y pienso luchar hasta ganar". Este comentario lo recupera Leonardo Sciascia en El teatro de la memoria (Tusquets; traducción de Juan Manuel Salmerón), en uno de los pasadizos que reconstruye del laberíntico caso que mantuvo en vilo a Italia durante años. En marzo de 1926 un pordiosero fue detenido en el cementerio de Turín cuando intentaba escapar tras robar un jarrón de bronce. No sabía quién era, sólo llevaba un papel encima fechado en Estambul en 1924 que no revelaba nada de su identidad y se comportó en comisaría de manera violenta: “trató de tirarse por las escaleras, empezó a darse coscorrones contra la pared”. Así que lo internaron en el manicomio de Collegno y, poco después, se publicó en el dominical del Corriere della Sera su foto con un anuncio: “¿Quién lo conoce?” Decían de él que hablaba perfectamente italiano. "Es persona culta y distinguida, de unos cuarenta y cinco años". Ahí empezó el embrollo.

Muchos encontraron que aquel hombre se parecía mucho al profesor Giulio Canella, dado por desaparecido el 25 de diciembre de 1916 durante una de las tantas batallas de la Gran Guerra, concretamente en la de Nitzopole, cerca de Monastir, Macedonia. Su hermano fue a visitarlo a Collegno, pero no lo reconoció. Sí lo hicieron otros amigos, así que el 9 de marzo fue la propia señora Canella la que se acercó al manicomio. Se vistió con las prendas que llevaba en 1916. Vio de lejos al que podía ser su marido, se cruzaron, no pasó gran cosa. El tipo dijo que no se acordaba, pero que había sentido una emoción que "no sabría explicar". De pronto irrumpió la mujer. Exclamó "¡Giulio, Giulio mío!" y se arrojó en sus brazos.

Los Canella eran una familia poderosa y con mucho dinero, así que el tipo salió del manicomio y se fue con su señora a Desenzano de Garda, donde habían estado de viaje de novios, y allí se afanó por recuperar la memoria. Poco tiempo después alguien avisó a la policía que aquel huésped de Collegno era el tipógrafo turinés Mario Martino Bruneri, hijo de Carlo, casado con Rosa Negro. El embrollo se complicó. Pronto empezarían los juicios. La señora Canella peleó fuerte, cada vez más convencida de haber recuperado a su hombre; la policía y la magistratura, en cambio, fueron aportando un colosal repertorio de pruebas (entre ellas, las de las huellas dactilares) que confirmaban que el amnésico era efectivamente Bruneri, sobre el que pesaban, por cierto, tres órdenes de busca y captura por robo y estafa. El fallo definitivo, tras múltiples vistas, se produjo el 17 de diciembre de 1931: el tipo desmemoriado era Bruneri.

Leonardo sciascia 2 ricardo gutierrez
Sciascia (la foto es de Ricardo Gutiérrez) recorre todos los meandros del caso sin descuidar ni uno solo de los detalles y arma así una historia apasionante que tiene que ver con el poder y las leyes, con la fe y el cinismo, con la pasión recuperada por la señora Canella y su afán de permanecer en la ceguera, con las miles de razones que inventa la sinrazón. Antes de se produjera el fallo definitivo, Pirandello estrenó una obra (Como tú me quieres), en la que se inclinaba por la obstinación de la mujer. Luego Greta Garbo la encarnó en una película de 1932. Poco después de la vista oral que en noviembre de 1928 sentenció ya que el desmemoriado era Canella, la señora Canella tuvo una niña. Su padre, que vivía en Brasil, se puso hecho una furia (eran ricos y conservadores, católicos de pura cepa). El falso yerno le mandó una carta para disculparse, en la que le escribió: “¿Podían nuestros corazones ponerse límites? Cuando las aguas bajan en espantable riada, ¿quién puede detenerlas?”. Lo dicho: no hay una línea de desperdicio en El teatro de la memoria.

Parpadeos

Por: | 13 de enero de 2010

Igual lo que importa no dura mucho más que un parpadeo. En Al paso del instante (Pre-Textos), Eduardo Mitre (Oruro, 1943) reúne un puñado de poemas que se ocupan de darle forma a esas experiencias que tanto cuentan y que suceden en un destello. Irrumpen en el tráfico ruidoso de las cosas de todos los días y nos sacan de allí para colocarnos en situación: en ese lugar donde de pronto la vida se llena de consistencia y parece tener sentido. Un tipo se detiene por la tarde delante de una agencia de viajes en Nueva York, en la Tercera Avenida, y se queda colgado del globo terráqueo que se exhibe en el escaparate. No tarda mucho en embarcarse y compartir camarote con un griego ya entrado en años y con un joven japonés. Hablan de poesía, de afrodisíacos, de las dificultades de envejecer, de sus respectivos países. Van a separarse en un puerto próximo, apuntan sus datos en una agenda para volverse a ver. Es entonces cuando la puerta metálica de la agencia de viajes se cierra abruptamente, y el tipo vuelve a la Tercera Avenida, sigue caminando. Todo ha ocurrido en un parpadeo.Eduardo mitre

Hay un poema en el que Mitre cuenta que ha entrado en los sesenta años y hay otro, Elegía con Eugenio Montejo, en el que se acuerda del amigo que acaba de marcharse. Así que se sienta en un sillón de la sala de su casa (a su espalda hay una ventana que da a una calle de Manhattan) y el poeta boliviano vuelve a leer al poeta venezolano. Se fija en unos versos ("La vejez de la carne es la peor máscara / que los dioses nos tejen") y luego es como si se derrumbara: "Es verano y hace un día espléndido, / pero pese a esa luz intacta / y al aire que respiro en tus palabras, / me vence el desaliento".

En estos versos de Mitre hay un lector que camina bajo la lluvia zambullido en un libro y hay un gato que aparece en un bar ("Al término de la canción / nos quedamos atónitos / con la cola de su desaparición"). Está esa mujer que en sueños marca un número de teléfono. De pronto entre la muchedumbre de Nueva York le llega su amigo Jesús Urzagasti  y, camino de Manhattan a Ellis Island, vuelve a cruzar el Estrecho de Tiquina. Mitre escribe de su libro recién llegado, sobre un restaurante que ha desaparecido, se cabrea con los taxis. De pronto un parpadeo y también ha muerto el poeta peruano José Watanabe.

El terrible desaliento de irse encontrando con la peor de las máscaras, la de la vejez de la carne. Y, sin embargo, intacta la fascinación por las mujeres. Un parpadeo y otro: "¡Oh Dios, aunque sólo sea / para gozar al paso su presencia, / alárgame la vida, / la vista / y el olfato / tanto como puedas!". Ahí están, y Eduardo Mitre toma nota. Atrapa ese instante. "Los senos de la mesera en el bar / siempre a punto de desbordar / y que uno sólo en sueños aborda".

El País

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