Igual lo que importa no dura mucho más que un parpadeo. En Al paso del instante (Pre-Textos), Eduardo Mitre (Oruro, 1943) reúne un puñado de poemas que se ocupan de darle forma a esas experiencias que tanto cuentan y que suceden en un destello. Irrumpen en el tráfico ruidoso de las cosas de todos los días y nos sacan de allí para colocarnos en situación: en ese lugar donde de pronto la vida se llena de consistencia y parece tener sentido. Un tipo se detiene por la tarde delante de una agencia de viajes en Nueva York, en la Tercera Avenida, y se queda colgado del globo terráqueo que se exhibe en el escaparate. No tarda mucho en embarcarse y compartir camarote con un griego ya entrado en años y con un joven japonés. Hablan de poesía, de afrodisíacos, de las dificultades de envejecer, de sus respectivos países. Van a separarse en un puerto próximo, apuntan sus datos en una agenda para volverse a ver. Es entonces cuando la puerta metálica de la agencia de viajes se cierra abruptamente, y el tipo vuelve a la Tercera Avenida, sigue caminando. Todo ha ocurrido en un parpadeo.
Hay un poema en el que Mitre cuenta que ha entrado en los sesenta años y hay otro, Elegía con Eugenio Montejo, en el que se acuerda del amigo que acaba de marcharse. Así que se sienta en un sillón de la sala de su casa (a su espalda hay una ventana que da a una calle de Manhattan) y el poeta boliviano vuelve a leer al poeta venezolano. Se fija en unos versos ("La vejez de la carne es la peor máscara / que los dioses nos tejen") y luego es como si se derrumbara: "Es verano y hace un día espléndido, / pero pese a esa luz intacta / y al aire que respiro en tus palabras, / me vence el desaliento".
En estos versos de Mitre hay un lector que camina bajo la lluvia zambullido en un libro y hay un gato que aparece en un bar ("Al término de la canción / nos quedamos atónitos / con la cola de su desaparición"). Está esa mujer que en sueños marca un número de teléfono. De pronto entre la muchedumbre de Nueva York le llega su amigo Jesús Urzagasti y, camino de Manhattan a Ellis Island, vuelve a cruzar el Estrecho de Tiquina. Mitre escribe de su libro recién llegado, sobre un restaurante que ha desaparecido, se cabrea con los taxis. De pronto un parpadeo y también ha muerto el poeta peruano José Watanabe.
El terrible desaliento de irse encontrando con la peor de las máscaras, la de la vejez de la carne. Y, sin embargo, intacta la fascinación por las mujeres. Un parpadeo y otro: "¡Oh Dios, aunque sólo sea / para gozar al paso su presencia, / alárgame la vida, / la vista / y el olfato / tanto como puedas!". Ahí están, y Eduardo Mitre toma nota. Atrapa ese instante. "Los senos de la mesera en el bar / siempre a punto de desbordar / y que uno sólo en sueños aborda".
Hay 2 Comentarios
La vida es un parpadeo. Lo que ocurre es que la velocidad de las imágenes en los sueños es muy rápida y en ese tiempo de sueño que ocurre en un parpadeo, en un abrir y cerrar de ojos, caben vivencias (ensoñaciones quizás) que nos reconfortan o nos atormentan. Los que pretenden vivir despiertos, sin parpadear, sin soñar, no pueden soportarlo. Y enloquecen.
Publicado por: Miguel Mora | 15/01/2010 22:55:58
La neige rappelle l'éternité.
Dans les
souffles du
nouveau matin,
la neige rappelle
l'éternité; les
ruisseaux de l'amour
décrivent le soleil
qui paraît
solitaire comme
le chant de la
vie dans les
rêves perpétuels,
et une voix
disparaît....
Francesco Sinibaldi
Publicado por: Francesco Sinibaldi | 13/01/2010 18:37:38