De nuevo la cita con Arco y de nuevo la misma pregunta: ¿está este año mejor o peor que el anterior? Debo haberla oído desde la segunda edición de la feria. Pero no falla. Y lo más curioso es que se suele contestar. Con más o menos argumentos, con referencias a piezas concretas que se exponen o que se expusieron, con comentarios sobre la organización de los espacios, con cifras de ventas, con críticas a los bares, restaurantes o puntos de encuentro. Etcétera. Todo el que va a Arco, tarde o temprano, ha de pasar por el trámite de preguntar o ser preguntado sobre si la cosa mejora o si, por el contrario, va a peor. Y no hay más remedio que pronunciarse. Aunque también se sepa que las respuestas, forzosamente, tienen mucho de arbitrario. Mejor o peor, ¿pero a propósito de qué, con relación a qué, sobre qué vara de medir? Esta vez el "país invitado" ha sido una ciudad, Los Ángeles, y la feria, que cierra hoy sus puertas, se ha desarrollado con el inevitable telón de fondo de la crisis económica.
El que ha montado la polémica durante esta edición es el mismo que la montó el año pasado. En 2009, Eugenio Merino hizo un monigote con las trazas de Damien Hirst y lo puso en escena a punto de pegarse un tiro, con una pistola en las manos apuntando a su propia cabeza. Esta vez ha levantado una escalera al cielo con miembros de las tres religiones orando: el de abajo es el musulmán, luego está el católico y, en la cima, el judío. Y también muestra una pieza que tiene como base una ametralladora israelí Usi y que se prolonga en una menorá, el candelabro de siete brazos. La embajada de Israel protestó de inmediato, con lo que Merino seguramente se frotó las manos: misión cumplida.
Provocar, escandalizar, poner en cuestión. Para muchos, el desafío de cualquier artista es ése: romper, al precio que sea, con lo establecido. Otros creen, en cambio, que semejante actitud es ya muy antigua y proponen un modelo más cínico: seducir a través de cualquier artimaña para ganar mucho dinero. Sea como sea, lo que Arco produce en cada edición es una delirante acumulación de propuestas de lo más diverso. Y ése es un encanto que nadie le puede quitar. Materiales distintos como el cristal, el látex, el acero o la cera, técnicas para pintar que van desde lo más convencional a lo hipertecnológico, abstracción pura, realismos de andar por casa, extravagantes lirismos, piezas conceptuales incomprensibles.
Al final, lo que le ocurre al que acude a la feria (no me refiero a los profesionales) tiene que ver con una variopinta mezcla de múltiples factores, entre los que el azar y el estado de ánimo son fundamentales. Así que lo único que puede decirse es lo que tiene que ver con tus paseos. Esta vez descubrí las imágenes de Miroslav Tichy o de Saul Leiter, volví a celebrar las fotografías de Hiroshi Sugimoto, me encantaron dos obras verdes de Hernández Pijoan y de nuevo me impactó Tàpies, por ejemplo. Bill Viola, Mimmo Rotella, Alex Katz, Lygia Clark. Los libros de Ed Ruschka, un minúsculo retrato de Raoul Hausmann, una vitrina con cosas de Saul Steinberg. Los círculos de Don Duggs (en la foto), las flores de Zhon Chunya, los discos de Alice Wagner. Y más cosas, claro.
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