Cada cual, cuando lee, deja en manos de su imaginación construir lo que las palabras le dicen. En La carretera (Mondadori, traducción de Luis Murillo Fort) lo que hace Cormac McCarthy es dar cuenta de un mundo que ha sido arrasado por lo que parece un holocausto nuclear. Un paisaje quemado y guarro, vacío, y unos hombres abandonados que tienen como horizonte único la tarea de sobrevivir. Y en ese empeño vale todo. Así que reina el miedo y la desconfianza, y la violencia se ha convertido en el único argumento. Lo mejor que puede decirse de The Road (La carretera), la película de John Hillcoat basada en la novela de McCarthy, es que el mundo que ha llevado a la pantalla se parece bastante al mundo inventado por el escritor. Ésa es su fuerza mayor, la potencia devastadora de unos lugares yermos que podrían haber sido destruidos por una catástrofe.
Hay un momento, por ejemplo, en que unos inmensos árboles se derrumban. Incapaces ya de sostenerse, heridos por dentro, deshechos. La cuestión es que, sobre ese telón de fondo hecho trizas, un padre y su hijo caminan rumbo al sur (en la imagen, Viggo Mortensen y Kodi Smit-McPhee, en un fotograma de la película). Huyen, no se sabe por qué y con cuantas garantías, pero van andando, y siguen y siguen y siguen. Como ocurre en la novela, el repertorio de explicaciones es mínimo. Acaso convenga decir que, en los momentos difíciles, el padre le habla al hijo de un fuego que llevan dentro.
"Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte", escribe Cormac McCarthy en la novela. "No estaba seguro de cuál era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna de las maneras".
La belleza y la bondad en unas condiciones de vida donde esas palabras han dejado ya de tener sentido. ¿Por qué entonces seguir, si tampoco la alegría es posible, ni hay esperanza alguna? De eso trata la novela. La película también araña esos complicados asuntos, pero sólo los araña: quedan desdibujados. Hay que decir que la hondura que no consigue alcanzar no la sustituye por ningún sentimentalismo gratuito (la contención es, seguramente, otro de sus méritos). El mayor, en cualquier caso, es haber encontrado esos paisajes que, con sólo ponerles una cámara delante, resumen la profunda desolación de la novela. John Hillcoat buscó las localizaciones con Chris Kennedy, el responsable del diseño de producción. La Nueva Orleáns destrozada por el Katrina, el monte Saint Helens, un estratovolcán en Washington y las zonas mineras de Pennsylvania y Pittsburg se ajustaban perfectamente a ese mundo futuro destruido por una catástrofe nuclear. El futuro habita ya algunas zonas del presente.