A finales de 1937 un editor estadounidense le pidió a Thomas Mann un perfil de Arthur Schopenhauer. Iba a pagarle 750 dólares, una cantidad notable para la fecha, y el texto estaba destinado a servir de prólogo del volumen dedicado al filósofo alemán en una colección titulada El pensamiento vivo de… El trabajo lo terminó a mediados de julio de 1938 cuando se había instalado ya en Jamestown, Rhode Island, y le salió mucho más largo de lo estipulado. Fue su hijo Golo el que tuvo que cortarlo para que se ajustara al formato del encargo. Hace unos años, Alianza rescató (con traducción de Andrés Sánchez Pascual) la versión larga y la publicó junto a otros ensayos sobre Nietzsche y Freud del autor de La montaña mágica. Desde las primeras líneas, Mann elogia el estilo literario de Schopenhauer, lleno de unas cualidades "que jamás se habían visto en la filosofía alemana", y se refiere a la fuerza de su exposición, a su elegancia, su precisión, su ingenio apasionado, su pureza clásica y su rigor "grandiosamente sereno".
Resulta fascinante volver a leer ahora aquel trabajo de encargo y asistir al riguroso análisis al que somete Thomas Mann (la foto es de Edward Steichen) a la filosofía de Schopenhauer, al mismo tiempo que va dando pistas de los aspectos que ha distinguido en su lectura y, por tanto, revela el respeto y la pasión que ésta le ha provocado. "La filosofía de Arthur Schopenhauer ha sido sentida siempre como una filosofía eminentemente artística", escribe, y de inmediato subraya que su obra sólo puede entenderse como creación de la verdad. "Y esa creación de la verdad es algo personal, algo que convence por la fuerza de su carácter vivido y sufrido".
Así que la filosofía como creación de la verdad, y esa creación marcada con las huellas de lo que el filósofo ha padecido. Thomas Mann vuelve a Platón y a Kant para disponer el territorio en el que la filosofía de Schopenhauer emerge para dar cuenta del mundo como voluntad y representación. La cosa en sí, aquello que para Kant no podía ser conocido, la esencia de todo cuanto ocurre, es "un impulso ciego, un instinto básico e irracional": la voluntad. Y luego están los fenómenos, esas formas vanas en que esa fuerza caótica se va objetivando, convirtiendo la unidad originaria en pluralidad gracias al principium individuationis.
Un desorden profundo como materia prima, al que sólo se ha de acceder en momentos contados gracias a la intuición, y luego esas representaciones que podemos conocer, pero que no son más que sombras de algo remoto e inalcanzable. Las diferencias entre unas cosas y otras, así, no son más que engaño: ese "velo de Maya", dice Schopenhauer (en la foto), que hay rasgar para darse de bruces con lo que mueve al fin al mundo, la voluntad de vivir (inquietud, apetencia de algo, ansia, nostalgia, avidez, anhelo, padecimiento: por recoger algunas términos de los que Mann se vale). Hay un estado, sin embargo, "en el que ocurre el milagro de que el conocimiento se emancipa de la voluntad, de que el sujeto deja de ser un sujeto meramente individual y se convierte en el sujeto puro, exento de voluntad, del conocimiento. A ese estado se le llama estado estético", explica el autor de Muerte en Venecia. Y concluye, reivindicando de esa manera la radical mirada de su oficio, que la filosofía de Schopenhauer "sabía y enseñaba que la mirada del arte es la mirada de la objetividad genial". La única, pues, que puede penetrar en las entrañas de esa oscura fuerza que mueve el mundo.