En un artículo publicado en Cultura/s, de La Vanguardia, Miguel Morey recuperaba algunas viejas canciones pop que en su día marcaron a muchos españoles y lo hacía al hilo de un libro reciente de Peter Szendy, que él mismo ha traducido con Carmen Pardo: Grandes éxitos. La filosofía en el jukebox (Ellago, 2009). Se refería ahí a uno de los interrogantes que plantea Szendy: "¿Cómo una simple pequeña melodía que parece venida de todas partes o de ningún sitio puede acompañar nuestra vida, constituir su banda sonora incomparable, parecer que sintoniza con lo que forma la unicidad o lo propio de cada uno de nosotros, hacerse portadora o la depositaria de nuestras pasiones que no admiten comparación, y sin embargo inscribirse en la circulación de un intercambio general de clichés?". Recojo la cita porque el pasado martes, en Madrid, la Biblioteca Nacional celebró el que hubiera sido el 104 cumpleaños de Francisco Ayala con una particular banda sonora de su vida.
Para ese fenómeno, el de esas canciones que de pronto irrumpen y parecen contener algún momento de nuestras vidas, y a las que tratamos como si llevaran inscritas las claves que explican nuestra intimidad, los entendidos han acuñado un término: gusanos del oído (porque aparecen y no hay más remedio que repetir mentalmente la melodía una y otra vez). Así que lo que hicieron el otro día fue soltar en una sala de la Biblioteca algunos de esos gusanos que poseían con frecuencia a Ayala (la foto es de Gorka Lejarcegi, de 1997) a lo largo de su vida. Miguel Ríos y Luis García Montero, que preparan un disco que editará la SGAE con las canciones que acompañaron a Ayala, dijeron unas palabras al principio, pero el protagonismo lo tuvo la música. O los gusanos, si prefieren ese término.
Y, claro, también las palabras. Una pantalla recogía imágenes de la vida del escritor granadino mientras sonaba la música e, inmediatamente después, Juan Diego leía fragmentos de distintos libros de Ayala relacionados con las canciones. Miguel Morey hablaba de la "banalidad de nuestros himnos íntimos", pero ahí, escuchando esas melodías —muchas de ellas tan familiares— algo tenían que volvía a darles ese punto de trascendencia que atribuimos a lo que de verdad nos afecta.
Esta manera tan particular de celebrar el nuevo cumpleaños del escritor que se fue hace unos meses fue de su viuda, Carolyn Richmond. Es, sin duda, una excelente manera de volver a tener cerca a Francisco Ayala. Los textos, seleccionados de Recuerdos y olvidos y de La niña de oro y otros relatos, se acercaban mucho a cada canción. La adaptación que de De los cuatro muleros hizo Lorca para La Argentinita sirvió para viajar a su infancia. Para su llegada a Madrid, su paso por Berlín y la Guerra Civil sirvieron ¡Ay babilonio que mareas, Lili Marlene y La bien pagá. La primera época del exilio se cubrió con un tango de Gardel y con Granada, tocada por Andrés Segovia, y la segunda parte (la de Puerto Rico y Estados Unidos) con un aria de Madama Butterfly. El final fue la vuelta a casa, su regreso a España: El cant dels ocells, de Pau Casals. "Una especie de excitación sentimental", escribió Ayala que les produjo escuchar en Nuevo México a Miguel de Molina cuando Ángel Gonzalez lo puso en el tocadiscos para un grupo de españoles. Podría haber hablado de gusanos del oído pero, por entonces, el término aún no se había inventado.
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