El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Una historia de amor

Por: | 23 de abril de 2010

Una vez que aquel muchacho, Carlitos, fue a casa de Jim quedó tan impactado por la belleza de la madre de su amigo que se enamoró de manera irremediable. Volvió al mundo con la sensación de estar viviendo el mayor de los acontecimientos y ya no dejó de pensar en ella. Así que unos días después, y cuando estaban en clase de "lengua nacional como se llamaba el español", pidió permiso y salió. Les estaban enseñando el pretérito perfecto del subjuntivo: hubiera o hubiese amado. Se fue de la escuela, fue a casa de su amigo, tocó el timbre. Lo cuenta José Emilio Pacheco, que dentro de unas horas recibirá en Alcalá el Premio Cervantes, en su novela Las batallas en el desierto (Tusquets). Le abrió la madre de Jim: "Nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido. No pasa nada, repetí". Y fue armándose de valor, hasta que lo dijo: "Porque lo que vengo a decirle –ya de una vez, señora, y perdóneme—es que estoy enamorado de usted". Jose emilio pacheco

 La novela tiene esas frases cortas, esa velocidad, pero José Emilio Pacheco es, ante todo, poeta. En alguna de sus artes poéticas ha escrito: "Tenemos una sola cosa que describir: / este mundo". En otra: "No tu mano / la tinta escribe a ciegas / estas pocas palabras". Así que no es hombre de alardear, ni de proclamas excesivas, y ha ido paso a paso construyendo ese montón de versos por los que hoy recibe el premio más importante de cuantos celebran la obra de un autor en lengua española.

En Sombras de obras, Octavio Paz escribió: "La poesía de José Emilio Pacheco se inscribe no en el mundo de la naturaleza sino en el de la cultura y, dentro de éste, en su mitad de sombra. Cada poema de Pacheco es un homenaje al No; para José Emilio el tiempo es el agente de la destrucción universal y la historia es un paisaje en ruinas". No hay que ir muy lejos en Tarde o temprano, la reunión de sus poemas que Tusquets acaba de publicar, para encontrar uno que en el que, con extrema sencillez y contundencia, atrape la devastadora labor de las horas. Se titula Antiguos compañeros se reúnen y dice: "Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años".

En Las batallas del desierto, que inspiró una película (Mariana, Mariana) y una canción del grupo Café Tacvba (Las Batallas), hay también algo de eso: la drástica mirada que constata que todo se acaba, que nada dura. "Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años". Así que seguramente es cierta esa querencia por el No. Pero también en Pacheco hay, y también lo destacaba Octavio Paz, "la voz del Sí". Ese Sí que constituye el haberse rendido al desafío de escribir versos, aunque parezca una tarea condenada al fracaso. Así lo expresaba en otro poema: "No hay justificación de mi arrogancia / Al hacer un poema como si fuera importante. / Y desde el muelle sin esperanza arrojarlo / Al abismo sin fondo". Señor Pacheco, muchas felicidades.

(Para celebrar el Día del Libro, les recomiendo que no se pierdan este video que me ha sugerido mirar Enrique Collado: que lo disfruten).

Variedades de crueldad

Por: | 21 de abril de 2010

Josef Winkler nació en Kamering, Carintia, en 1953. Un incendio destruyó en el siglo XIX ese pueblo, que fue reconstruido después en forma de cruz gracias a un arrebato de exaltación religiosa. La mayor parte de la obra del escritor austriaco surge de las entrañas de ese pequeño rincón campesino, lastrado todavía por los fantasmas más agobiantes del catolicismo más bárbaro. Por eso la muerte es la obsesión que habita su obra. La muerte y el pecado y la culpa, y lo que viene después: infierno, cielo, purgatorio. La homosexualidad, fuertemente proscrita en aquel ámbito rural y creyente, es otros de los asuntos centrales que recorre su literatura. De Winkler se han traducido en España tres de sus novelas --Cuando llegue el momento, Natura morta  y Cementerio de las naranjas amargas--, siempre por la mano maestra de Miguel Sáenz, y han sido publicadas en Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg. En la sede madrileña de la editorial, y dentro del programa La noche de los libros, Winkler conversará este viernes con José Luis Pardo. "Si supiera que tengo alguna enfermedad mortal e iba a morir en unas semanas", escribió Winkler, "iría en barco a la isla de Stromboli y me arrojaría al volcán, porque a mi tierra natal de Carintia no quiero dejarle ni siquiera mi cadáver".

Josef winkler 2
La cita pertenece a Cementerio de las naranjas amargas, donde  recoge un surtido catálogo de horrores relacionados con la Iglesia y donde la homosexualidad tiene, también, un papel relevante. En la novela, que se abre y se cierra con una sucesión de estampas escalofriantes, Winkler (la foto es de Santi Burgos) despliega las marcas que caracterizan su literatura. La repetición obsesiva de algunos episodios traumáticos, la fría y distante descripción de lo peor con la meticulosidad de un entomólogo, la presencia recurrente de un puñado de frases --o de recursos formales-- que operan como piezas musicales en el interior de una prosa que ha renegado de algunas exigencias: ni estructura, ni argumento. Sólo una voz que arrastra al lector a un ambiguo territorio donde el placer y el dolor se funden, donde el sacrificio se convierte en una forma de elevación, donde el suicidio es la expresión más rotunda del afán del culpable por conquistar una salida a su libertad. "Las murmuraciones de los conciudadanos de su pueblo natal de Giarre, en Catania, llevaron a dos homosexuales amigos a la muerte. Hicieron que un chico de doce años los matara a tiros en un bosque", escribe en una de esas estampas. "No podemos seguir viviendo porque nuestra existencia dependía de las murmuraciones de la gente, decía la carta de despedida que estaba junto a los muertos".

En un encuentro que tuvo lugar la pasada semana en el Instituto Cervantes de Viena, Josef Winkler habló de su manera de trabajar. Sale siempre a la calle con un cuaderno y va de un lado a otro, y anota y anota de manera compulsiva. En Cementerio…, la descripción del cuaderno que lleva en sus paseos por Roma, con representaciones de los "cadáveres resecos y revestidos de obispos y cardenales de las catacumbas de los capuchinos de Palermo", tiene algo de ritornello que se repite una y otra vez. En uno de esos cuadernos apuntó, por ejemplo: "En el molino del Trautal vi a dos mujeres cubiertas de harina, ahorcadas entre las máquinas, que se habían suicidado y cuyas piernas –aunque hacía tiempo que habían muerto– seguían agitándose".

Sangre, dolor, sacrificios, suicidios, coronas mortuorias, ataúdes, cementerios. La cruz, la obsesiva cruz del catolicismo como un hacha que pende sobre la cabeza de cada mortal. Cuenta en Cementerio… que una vez, mientras el sacerdote oficiaba en un pequeño pueblo el funeral de un hombre que acababa de morir, empezaron a sonar golpes en el féretro. Quizá había habido un error y se lo había enterrado con vida. Pero no hubo gran problema. El monaguillo abrió el ataúd y procedió a dar golpes en la cabeza del presunto cadáver con una cruz. Hasta que dejó de molestar.

Un episodio familiar

Por: | 20 de abril de 2010

Como ya contaban los griegos, las complicaciones verdaderamente serias siempre ocurren en familia. A Medea no le gustó mucho que Jasón terminara rindiéndose ante otra mujer, así que decidió liquidar a los hijos que habían tenido juntos. "Lo más cercano es lo más extraño" es una vieja enseñanza que procede de los viejos trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides…), y sirve también para intentar comprender lo que cuenta La cinta blanca, la película de Michael Haneke. La historia sucede en un pequeño pueblo de campesinos en el que manda el dueño de todo aquello, el barón. El pastor religioso, el administrador de las propiedades, el médico y el maestro son figuras inevitables en un marco de esas características. Al fin y al cabo son los que, respectivamente, velan por las almas, las cosas, los cuerpos y el futuro. Es el maestro el que narra la historia y lo hace años después. No sabe con exactitud lo qué ocurrió en aquel pequeño rincón de Alemania en el que todos se conocían tan bien: las cosas siguen siendo un misterio. Y es que, durante una temporada, se sucedieron una serie de episodios cargados de violencia en ese remoto rincón de Europa: muertes y brutalidad.

La cinta blanca 3
A Haneke no le gusta correr, y se toma el tiempo necesario para acercarse a lo que están viviendo sus personajes. Puede poner la cámara delante de un pasillo vacío, frente a una puerta cerrada, y dejarla fija un rato porque lo que ocurre detrás de esas paredes es relevante, con lo que traslada a la imaginación del espectador la tarea de reconstruir cuanto está pasando allí. Esa morosidad, ese gusto por el detalle, ese afán por ser preciso en la composición de cada secuencia contrasta, curiosamente, con la cantidad de procesos que pone en marcha. En La cinta blanca suceden demasiadas cosas y la mayoría de ellas ocurren detrás. En la conciencia de los personajes, en el bosque, en el pasado: fuera de escena.

Una sucesión vertiginosa de episodios estalla contra la exasperante calma de un paisaje al que, de manera muy lenta, sólo modifican las estaciones. Algunos accidentes, un suicidio, palizas, humillaciones. La muerte se pasea por la película como un perro famélico y muerto de hambre, y va escarbando en todos los basureros, así que lo que termina por salir es el retrato implacable de una sociedad enferma. El 28 de junio de 1914, el heredero de la Corona del Imperio austrohúngaro, el príncipe Francisco Fernando, y su esposa son asesinadas en Sarajevo. La guerra va a estallar. Lo intuyen en aquel pequeño pueblo alemán, está en el aire, y el maestro, cuando vuelve sobre los terribles hechos que habían ocurrido allí poco antes, lo que quiere es encontrar alguna luz que lo ayude a explicarse lo que vino después: un conflicto gigante y el fin de un mundo que había durado siglos.

La cinta blanca trata de la pureza. Y va mostrando como es una abstracción que trastorna de manera sibilina la conducta, y los valores, de las gentes. Cuando el bien se convierte en un concepto absoluto, el mal empieza a merodear en las cercanías e inicia su paciente tarea de doblegar incluso a su mayor enemigo (por impenetrable): la inocencia. Haneke, pues, despliega varias historias paralelas —una crisis matrimonial, un enamoramiento, el fin de una complicidad sexual, el drama de una familia por sobrevivir, los rígidos afanes de un padre por educar a sus hijos—y avanza el diagnóstico de un mundo que se precipita en el abismo. Haneke ha hecho, con la belleza de La cinta blanca y las perturbadoras andanzas de su puñado de niños, una obra maestra en la que retrata con extrema frialdad la desolación que desencadena la fanática tarea de conquistar el pureza.

El santo laico

Por: | 19 de abril de 2010

El primero de los apéndices que se han incluido en la edición de George Orwell o el horror a la política (Acuarela & A. Machado; traducción de Marisa Pérez Colina), de Simon Leys, es una colección de fragmentos de distintas piezas del autor de Rebelión en la granja. En uno de ellos dice, por ejemplo: "Desde la guerra de España no puedo decir, honestamente, que haya hecho gran cosa, salvo escribir libros, criar gallinas y cultivar legumbres". En otro, que se lee en la siguiente página, comenta: "Escribir un libro es una lucha terrible y agotadora, es como el largo acceso de una enfermedad dolorosa". ¿En qué quedamos, es no hacer gran cosa o es esa terrible tarea a la que se refiere después? ¿O es que escribir libros es, al mismo tiempo, una bagatela y una proeza? El ensayo de Leys es francamente apasionante, pero el personaje del que se ocupa termina por hacerse indigesto. Por ese tipo de comentarios fatuos. O por su pinta (tal como lo describe Tosco Fyvel): "Vestía en parte como un colono deslustrado, en parte como un seudo-obrero francés (contemporáneo de su época parisina), con sus camisas azul oscuro, su bigotillo y sus cigarros liados de tabaco negro y acre". O por lo pesado que podía llegar a ser: "Orwell era un animal político. Todo lo llevaba a la política […]. No podía sonarse la nariz sin hacer un discurso sobre las condiciones laborales en la industria del pañuelo" (la observación es de Cyril Connolly). O, entre otras cosas, por sus gustos: "Detesto las ciudades grandes, el ruido, los coches, la radio, la comida enlatada, la calefacción central y el mobiliario ‘moderno".

George orwell Hay un momento verdaderamente impactante en el Homenaje a Cataluña (Tusquets; traducción de Antonio Prometeo Moya) de Orwell (en la imagen), aquél en que describe el momento en el que fue herido por la bala de un francotirador en el frente de Aragón: "Sufrí una sacudida tremenda, sin dolor, sólo una sacudida violenta, como cuando se toca un cable eléctrico". Tiene la fuerza del despojamiento y la sencillez, y tiene que ver con lo que el propio Orwell le pedía a "la buena prosa", que fuera "como un cristal de ventana". Simon Leys acude a una cita de su biógrafo, Bernard Crick, para explicar su manera de trabajar: "El estilo sobrio de reportaje es, en realidad, una creación artística perfectamente deliberada".

Pero aquí no se trata de valorar la obra de George Orwell, ni de señalar su valentía (y penetración) a la hora de criticar al totalitarismo soviético (cuando eran muchos los que todavía lo defendían). "El severo profeta del apocalipsis totalitario": así lo define Leys, y recorre en este libro –que lleva un combativo prólogo de Amador Fernández-Savater sobre la actualidad del escritor– sus desafíos y su afán de perfección para contar como "el socialismo no era para él una idea abstracta, sino una causa que movilizaba todo su ser". Lo que termina por chirriar es el personaje que Orwell construye de sí mismo. O el mito que se ha construido a su alrededor: la del héroe que mira el mundo de frente sin que le tiemble el pulso.  

En Utopía en Alcubierre, uno de los ensayos que José María Ridao incluyó en Elogio de la imperfección (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), analiza como "la simplificación moral desde la que Orwell juzga los acontecimientos de la guerra de España en Homenaje a Cataluña  termina por transformarse a partir de 1940 (y, sobre todo, en un texto de 1942) en una visión mucho más elaborada y compleja. Ya no es sólo un autor devorado por su "fe en la revolución" sino que incluso puede entender el desgarrador dilema que sacudió a las autoridades republicanas (¿cómo continuar una guerra en condiciones inferiores?), a las que ya ha dejado de considerar "títeres del estalinismo". Es este Orwell el que podría redimirlo de esa vocación de santo laico que destilan tantas de sus iniciativas, y que Simon Leys tan bien retrata cuando habla de su primera mujer, "una personalidad admirable que murió de cáncer literalmente ante sus ojos sin que él se diera cuenta, sumido como estaba en la preocupación que le causaban los sufrimientos del género humano".

Muerte en familia

Por: | 10 de abril de 2010

El juego de ojos, el último volumen de la historia de la vida de Elias Canetti, se cierra con la muerte de su madre. Reclamado por su hermano Georg por la gravedad de su estado, el escritor ha viajado de Praga a París y llega para despedirse de ella. Llevan tiempo enfadados, así que se presenta en la casa con un ramo de rosas y le explica que se las ha traído de Rustschuk, el lugar donde vivieron sus primeros años. "Os habéis casado. No me dijiste nada. Me has mentido", le dice la madre, refiriéndose a la boda del escritor con Veza. Y luego le pide que se vaya a un rincón de la habitación. A los pocos días, muere. Ahora que se publica, sólo en España, Libro de los muertos. Apuntes 1942-1988  (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; traducción de Juan José del Solar) no está de más recuperar esa escena.Elias canetti


Elias Canetti tuvo desde muy pronto, desde que publicó en los años treinta su única novela, Auto de fe, la idea de escribir un libro sobre la muerte, un libro para enfrentarse con la muerte, para acabar con ella, para desafiarla y derrotarla. Así que se ocupó de ir recogiendo material y lo hizo, como lo había hecho para Masa y poder, siguiendo "una metodología delirante" (es la expresión que utilizan sus editores españoles): tomando apuntes de las lecturas más variadas (zoología, antropología, religión, filosofía, etcétera) y anotando sus propios pensamientos. Cuando los editores alemanes tenían listo el Libro de los muertos, descubrieron que sólo habían incluido una parte minúscula de los apuntes dedicados por Canetti a esta cuestión y decidieron frenar su publicación hasta incorporar los nuevos materiales. Aquí, en España, se nos ha dado el lujo de poder disponer de este aperitivo (hasta que vaya llegando el resto).

Cuenta Canetti que su hermano Georg, cuando su madre ya había sido enterrada en el cementerio de Père Lachaise, seguía empeñado en encerrarse con ella en la habitación donde había pasado sus últimos días y en los que la había cuidado "con cada uno de sus movimientos". De hecho, Juego de ojos termina con estas palabras, que describen cómo Georg "le asegura una y otra vez que ella está allí, ella sola, a solas con él, nadie más, todos la molestan, por eso quiere que lo deje a solas con ella, dos, tres días, y aunque ella está enterrada, yace allí, allí donde siempre estuvo enferma, y en palabras la trae, y ella no puede abandonarlo".

Quizá una forma de adentrarse en este último libro de apuntes de Canetti sea acordándose de las muertes que le afectaron de manera tan próxima: la de su padre, su madre, su maestro Sonne, su primera mujer (Veza), su segunda mujer (Hera), su hermano Georg… Porque, aunque es cierto que cada línea está escrita con el afán de destruir la muerte (todas las muertes), es cuando emergen los suyos cuando su furiosa batalla produce un temblor más íntimo, y devastador. De hecho, la presencia de Georg es recurrente. Él, que seguía encerrado ("dos, tres días") con su madre para mantenerla viva, alguna vez había escrito que sobre todo procuraba olvidar a los muertos. Y esa actitud le indigna profundamente a Canetti. "Según las indicaciones de mi hermano, no hubiera debido gastar una palabra más acerca de él desde que murió y está enterrado. Pero yo pienso en él cada día más, y lo digo", escribe en una nota del Libro de los muertos. Y es que es verdad que, todos y cada uno, andamos en guerra contra la muerte. Seguramente las batallas más duras son las que se libran en el campo de batalla más próximo, en casa, en familia. Por eso es ahí donde tiene más sentido ese desafío en el que Canetti tiene que triunfar (si se me permite) por cojones: "la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres". Por los menos, que lo haga con los más próximos.

Nueces vacías

Por: | 06 de abril de 2010

Arthur Schopenhauer terminó los trabajos que iba a incluir en Parerga y Paralipomena en 1850 y, un año después, apareció la obra en dos tomos. "Escritos menores" los llamó, cosas pendientes. Para muchos es su filosofía "para el mundo", y anduvo ocupado en su redacción unos seis años. Al poco tiempo, una de sus partes, los Aforismos sobre la sabiduría de la vida (Ágora, 1997; traducción de Edmundo González Blanco), tuvo un éxito espectacular hasta el punto de convertirse "en libro de cabecera de la burguesía instruida", explica Rüdiger Safranski en Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (Tusquets, traducción de José Planells Pujades). El pensador gruñón, que vivía solitario en Frankfurt desde 1831 tras salir huyendo de Berlín para librarse de la cólera que terminó matando a Hegel, se convirtió de pronto en una celebridad. Se lo vio entonces en el Englische Hof, cuenta Safranski,  con "una tal Gisella Niclotti, de Roma, con una tal Rike von Hasse, de Hamburgo, y con una tal Ada van Zuylen, de Amsterdam". Ya había hecho buenas migas con Malwida von Meysenburg, la amiga de Richard Wagner, e incluso una joven escultora, Elisabeth Ney, acudió al filósofo para hacerle un busto. Era ya una gloria, y Europa se rendía a sus pies.

Hasta entonces, sin embargo, nadie le había hecho caso. Cuando apareció en 1819 su obra más importante, El mundo como voluntad y representación, pocos la leyeron y menos aún se ocuparon de ella. El libro le permitió, eso sí, conseguir una plaza para dar clases en Berlín. Estaba tan seguro de la importancia de lo que había escrito que eligió dictar sus lecciones a la misma hora en que las dictaba Hegel: para quitarle todo su auditorio. Se equivocó.  Más de un centenar de alumnos se apiñaban para escuchar al filósofo de la historia y no llegaban a media docena los que preferían enterarse de las ideas de un caballero que afirmaba que la esencia de todo era una voluntad ciega y caprichosa, el puro desorden.Schopenhauer

En Frankfurt, Schopenhauer (el retrato es de Angilbert Göbel) hacía una vida metódica y rutinaria. Por la mañana dedicaba unas tres horas a la escritura y luego otra entera a tocar la flauta, preferentemente obras de Rossini. Salía entonces a comer. Primero lo hizo en la fonda Zum Schwann, luego en el Russische Hof y, por fin, en el lugar más elegante de la ciudad, y que más tarde fue punto de peregrinación para encontrar al filósofo: el Englische Hof. Tenía un apetito descomunal, y asombraba el gusto con que procedía a terminar las salsas a cucharazos. Hacía un poco de tertulia con quien pasara por ahí, y se iba a leer los periódicos a la Sociedad del Casino. Después, una larga caminata con la compañía de su inseparable  perrito de aguas en la que se entretenía monologando en voz alta, y de regreso a casa. A leer. Por la noche, y no siempre, iba al teatro, a un concierto, a la ópera.

"Casi todas las cosas de este mundo pueden llamarse nueces vacías", escribió en su libro sobre la sabiduría de la vida. Lo que allí planteaba, sobre todo, es que más que hacer grandes esfuerzos para ser feliz de lo que se trataba era de evitar el dolor. Con su magnífica prosa, que tiene tanta hondura como ironía y a la que se le escuchan a ratos unos crujidos de furia, Schopenhauer va tratando de las más diversas cuestiones, y es tan rotundo al mostrar la inanidad del mundo, la inanidad de los hombres y de cualquier esfuerzo, la nadería de todo, que resulta convincente en su discreta recomendación de no pasarse. Nada de juegos floridos, ni de pompas, ni de espasmos arrebatados. Safranski dice que lo que hay detrás de sus recomendaciones puede resumirse así: "¡No tienes ninguna oportunidad, pero debes aprovecharlas todas!". Bueno, es una fórmula sensata. Quizá demasiado sensata para una época como la nuestra, tan llena de aspavientos, de excesos, de sublimes naderías.
 

Un aire completamente feroz

Por: | 01 de abril de 2010

Arthur Schopenhauer se instaló en Dresde en la primavera de 1814. La convivencia con su madre en Weimar era ya intolerable. Gritos, discusiones, reproches. Al final ni siquiera se dirigían la palabra, por lo que para comunicarse entre sí no tenían más remedio que escribirse cartas que iban de un lugar a otro de la misma casa. A Dresde la llamaban entonces la “Florencia del norte” y había sido arrasada durante la reciente guerra que enfrentó a los prusianos contra Napoleón. Cerca de la ciudad, 10.000 muertos daban cuenta del horror en el campo de batalla abandonado. El joven filósofo se dedicó allí a la escritura de su obra más ambiciosa, El mundo como voluntad y representación, y casi no hizo vida mundana. Iba, eso sí, a la ópera y al teatro y visitaba la taberna italiana Chiapone, el lugar de moda donde se reunían los intelectuales. El barón Von Bielenfeld, que lo conoció entonces, cuenta que su carácter áspero, la fuerza con que defendía sus criterios y su gusto por el chiste impertinente le daban a veces "un aire completamente feroz". Lo cuenta Rüdiger Safranski en su magnífica biografía Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (Tusquets, traducción de José Planells Pujades).

Arthur schopenhauer 2 "Mi obra es, pues, un nuevo sistema filosófico", le explicó Schopenhauer (el retrato del filósofo es de Ludwig Sigismund Ruhl) por carta el 18 de marzo de 1818 a su editor, "pero nuevo en el pleno sentido de la palabra: no una nueva exposición de lo ya existente sino una conjunción de pensamientos interconectados en grado máximo que hasta el momento no se había dado en ningún ser humano". El joven filósofo no ocultaba el altísimo valor que le daba al trabajo que acaba de terminar en Dresde tras cuatro años de dedicación frenética, obsesiva, total. Su gran aportación era la de haber comprendido lo que es la "cosa en sí", la esencia de todo, el fundamento último, y que Kant había afirmado que no se podía conocer. Schopenhauer, en cambio, defendía en su obra que la "cosa en sí" es la voluntad. Una voluntad ciega, sin rumbo, que sólo quiere sin saber exactamente qué, puro afán, puro caos, puro desorden. Ése era el motor que movía el mundo, y lo demás: meras representaciones.

Esas representaciones, como los fenómenos de Kant, podían conocerse, la inteligencia era capaz de descifrar su sentido e incluso de transformarlo. Al hombre, de la mano de la razón, se le abría así la posibilidad de tomar las riendas de su destino. En cuanto a lo que había detrás de todo eso, de esa realidad que podía conocerse, Kant levantó los hombros y se desentendió: no hay manera de saberlo. ¿Cómo lo había conseguido entonces Schopenhauer? ¿Cómo había logrado, como escribe Safranski, "alcanzar desde la superficie el interior de la esfera?".

Y responde: por la gravidez. Por "la gravidez del sufrimiento". O, lo que es lo mismo, Schopenhauer se había precipitado al interior de lo real, allí donde la razón no llega, gracias al cuerpo, a las experiencias del cuerpo. El sufrimiento, sí, y también el deseo, donde los espasmos gratuitos e incomprensibles de la voluntad se manifiestan, siempre oscuros, en el individuo. Los avatares del cuerpo le permitieron a Schopenhauer comprender que la sustancia de todo es al final el caos. Y eso era lo verdaderamente nuevo que quería venderle a su editor. Y lo que le permitió mantener una prudente distancia frente a tantos de sus contemporáneos que se rindieron al optimismo de la razón y no supieron reparar en sus fatales excesos. Es ahí, en su firmeza frente al indomable caballo de la historia, donde aquel joven y feroz filósofo de sus años de Dresde sigue teniendo cosas que contar.

El País

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