Arthur Schopenhauer se instaló en Dresde en la primavera de 1814. La convivencia con su madre en Weimar era ya intolerable. Gritos, discusiones, reproches. Al final ni siquiera se dirigían la palabra, por lo que para comunicarse entre sí no tenían más remedio que escribirse cartas que iban de un lugar a otro de la misma casa. A Dresde la llamaban entonces la “Florencia del norte” y había sido arrasada durante la reciente guerra que enfrentó a los prusianos contra Napoleón. Cerca de la ciudad, 10.000 muertos daban cuenta del horror en el campo de batalla abandonado. El joven filósofo se dedicó allí a la escritura de su obra más ambiciosa, El mundo como voluntad y representación, y casi no hizo vida mundana. Iba, eso sí, a la ópera y al teatro y visitaba la taberna italiana Chiapone, el lugar de moda donde se reunían los intelectuales. El barón Von Bielenfeld, que lo conoció entonces, cuenta que su carácter áspero, la fuerza con que defendía sus criterios y su gusto por el chiste impertinente le daban a veces "un aire completamente feroz". Lo cuenta Rüdiger Safranski en su magnífica biografía Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (Tusquets, traducción de José Planells Pujades).
"Mi obra es, pues, un nuevo sistema filosófico", le explicó Schopenhauer (el retrato del filósofo es de Ludwig Sigismund Ruhl) por carta el 18 de marzo de 1818 a su editor, "pero nuevo en el pleno sentido de la palabra: no una nueva exposición de lo ya existente sino una conjunción de pensamientos interconectados en grado máximo que hasta el momento no se había dado en ningún ser humano". El joven filósofo no ocultaba el altísimo valor que le daba al trabajo que acaba de terminar en Dresde tras cuatro años de dedicación frenética, obsesiva, total. Su gran aportación era la de haber comprendido lo que es la "cosa en sí", la esencia de todo, el fundamento último, y que Kant había afirmado que no se podía conocer. Schopenhauer, en cambio, defendía en su obra que la "cosa en sí" es la voluntad. Una voluntad ciega, sin rumbo, que sólo quiere sin saber exactamente qué, puro afán, puro caos, puro desorden. Ése era el motor que movía el mundo, y lo demás: meras representaciones.
Esas representaciones, como los fenómenos de Kant, podían conocerse, la inteligencia era capaz de descifrar su sentido e incluso de transformarlo. Al hombre, de la mano de la razón, se le abría así la posibilidad de tomar las riendas de su destino. En cuanto a lo que había detrás de todo eso, de esa realidad que podía conocerse, Kant levantó los hombros y se desentendió: no hay manera de saberlo. ¿Cómo lo había conseguido entonces Schopenhauer? ¿Cómo había logrado, como escribe Safranski, "alcanzar desde la superficie el interior de la esfera?".
Y responde: por la gravidez. Por "la gravidez del sufrimiento". O, lo que es lo mismo, Schopenhauer se había precipitado al interior de lo real, allí donde la razón no llega, gracias al cuerpo, a las experiencias del cuerpo. El sufrimiento, sí, y también el deseo, donde los espasmos gratuitos e incomprensibles de la voluntad se manifiestan, siempre oscuros, en el individuo. Los avatares del cuerpo le permitieron a Schopenhauer comprender que la sustancia de todo es al final el caos. Y eso era lo verdaderamente nuevo que quería venderle a su editor. Y lo que le permitió mantener una prudente distancia frente a tantos de sus contemporáneos que se rindieron al optimismo de la razón y no supieron reparar en sus fatales excesos. Es ahí, en su firmeza frente al indomable caballo de la historia, donde aquel joven y feroz filósofo de sus años de Dresde sigue teniendo cosas que contar.
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