El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La vieja complicidad

Por: | 30 de mayo de 2010

Tieso, absolutamente tieso, sin aventurarse a salir del metro cuadrado que le tocó en suerte, y haciendo de la tiesura una declaración de principios y un estilo de vida, Bill Wyman salió ayer en el teatro Juan Bravo de Segovia al frente de su banda, The Rhythm Kings, para ofrecer un concierto rotundo, sin fisuras, cargado con la vieja energía del rock’n roll. Tocaron un repertorio de clásicos del soul, del blues, del jazz y del rhythm & blues y fue como si lo hicieran en un tugurio de barrio y hubieran ido a escucharlos los parroquianos de siempre. Todo resultaba próximo, familiar, y las piezas se sucedían como una crónica conocida, en la que cada uno de los músicos se afanaba por aportar su toque personal. Un apasionante duelo de talento y complicidad, en el que todos compitieron por dar lo mejor. Y llegó Honky Tonk Women, el tema de Jagger & Richards, y Bill Wyman lo cantó no tanto como un homenaje a su antiguo grupo, los Rolling Stones, sino como el clásico en el que se ha convertido ya, a la altura de todos los demás. Una altura desde la que da vértigo mirar y que confirma que en los últimos cincuenta años se compusieron canciones de una fuerza incombustible.

Bill wyman the rhythm kings
Los músicos (la imagen es de archivo: en Segovia no estuvo Albert Lee, el del pelo largo blanco) que subieron al Juan Bravo tienen largas trayectorias a las espaldas, y conservan aún el gusto por tocar juntos y el amor por un  repertorio del que sacan auténtico petróleo. Georgie Fame sigue cabalgando sobre los sonidos de su órgano Hammond con un dominio perfecto del ritmo y con esa voz negroide que va directamente al hueso de cada canción (Just For A Thrill; Hit The Road, Jack). Geraint Watkins tuvo su momento de gloria con su particularísima versión de Johnny B Goode, estuvo impecable al piano todo el rato y sacó chispas de la audiencia cuando tocó el acordeón. Detrás, la solidez del batería Graham Broad. Y luego los vientos: Frank Mead mostró su versatilidad, tocando lo mismo la armónica que los saxos, pero fue sobre todo con el soprano con el que llegó más lejos; Nick Payn, a su lado, contribuía a darle vuelo a las canciones con la seca energía del metal y bordó un estremecedor solo con el saxo barítono en It’s A Man’s World.  Terry Taylor fue el sobrio guitarrista que cubre todos los huecos y estuvo, en fin, la reina: la vocalista Beverley Skeete, que cerró los bises con una impresionante versión de I Put A Spell On you.

"Al final de la gira de Urban Jungle, Bill anunció que iba a dejar la banda", cuenta Keith Richards en According to the Rolling Stones (Planeta). "Me enfadé muchísimo con él. Le amenacé de todas las maneras posibles, incluida la pena de muerte. Como yo siempre digo: 'Aquí nadie se va si no es en un ataúd'. Pero ya lo había decidido". Le había cogido un pánico insuperable a los aviones y, de hecho, durante aquella gira había viajado de un lado a otro en coche. Una paliza. "Ya no quería tanto trajín", comentó Charlie Watts en aquel libro. "Es un tío muy gracioso, con un humor muy ácido", decía Richards. Cuenta unos chistes magníficos, un tipo agradable, "lo que dice Bill siempre es muy sutil". Corría el año 1992. El bajista original de una de las mejores bandas de rock abandonó los escenarios y se retiró a casa a cultivar una apacible vida familiar.

Más tarde formó The Rhythm Kings, pero se trataba de otra historia. Nada que ver con el complicado mundo de la fama y los megaconciertos, y el ritmo endiablado de las giras y la enloquecida vida del éxito y el glamour. Bill Wyman siempre fue el tipo más serio de los Stones, el más tímido, el que pasó más desapercibido. Era un tipo tieso ya entonces, y lo sigue siendo. Tras toda esa tiesura, sin embargo, está la pasión por la música y ese inteligente proyecto, el de encontrar un formato idóneo para hacerla compatible con una vida tranquila. La fórmula: un grupo de amigotes y unos cuantos clásicos. La única pega fue que en el Juan Bravo hizo un calor de muerte. Y que no dejan ni beber, ni fumar. Un duro peaje para un excelente concierto que cumplió esa antigua regla: Let the Good Times Roll. 

Elogio del crítico

Por: | 27 de mayo de 2010

"La primera balada de la noche, I waited for you, transmitió no sólo emoción, sino también conmoción", escribió Federico González en la crítica de un concierto de marzo de 2004 en Madrid. "Un sonido redondo como lo más redondo que se pueda imaginar y un fraseo que buscaba el arrebato sereno con persuasión paciente recordaron que Lovano también es un músico a quien las melodías le vienen a comer de la mano", explicaba poco después. En un perfil de Charles Mingus, que publicó en Babelia en el año 2000, escribió que su música "fluía entre lo pasional, lo onírico y lo teatral, refinada por las enseñanzas de los mejores compositores clásicos del siglo XX pero con un punto de crudeza primitiva originada en el blues y la música religiosa". Y añadía: "Sus músicos, como si le adorasen y le temiesen al mismo tiempo, rendían a un nivel nunca después igualado, y aunque sus grupos apenas llegaban a dimensiones de banda reducida, sonaban como una orquesta al completo". Son dos mínimas referencias al trabajo que hizo Federico González en este periódico, y vienen a cuento porque ayer La Casa Encendida realizó un pequeño acto de agradecimiento a Carmen Navajas, su viuda, por haber cedido la colección del crítico a esa institución. Son 4.900 vinilos, 9.900 CDs, 4.500 fotografías, 4.900 negativos y más de 1.300 revistas y libros. Un lujo inmenso, que gracias a un gesto de extrema generosidad, pasa del salón de una casa a disposición del público.


Fede2_budapest_agosto_2003 No corren buenos tiempos para la crítica. Su presencia se ha adelgazado en los medios y circula por ahí el discurso de que no sirve para nada. Esta sociedad reclama el aplauso y bendice la descalificación, el oprobio. No siempre hay lugar para los matices, para los pequeños descubrimientos, para el análisis de los detalles minúsculos, para la observación de los aciertos y los errores. El éxito es la marca que se ha impuesto, y debe ser rotundo, sin sombras. En ese paisaje, cierto, no hay lugar para la crítica. Su tarea no es nunca la de rendirse o fusilar sin razones, sino la de elaborar argumentos.

Y los argumentos han pasado a un segundo plano para dejar que las reacciones viscerales ocupen el primer término. Esta última es una fórmula que funciona, sobre todo si aquel que se pronuncia desde las tripas tiene ingenio o buen estilo, y más aún porque conecta bien con ese gusto, tan actual, por la adoración o la condena. Esa caricatura del crítico, como alguien que desde un estrado aprueba o desaprueba, es la que hoy tiene suerte. Federico González, que falleció en 2004, nada tenía que ver con esta escuela.

Lo suyo tenía que ver con la pasión y el entusiasmo, claro (basta ver su colección para certificar su amor por cuanto oliera a jazz), pero sabía también que su trabajo exige una distancia, lo que lo obligaba a ser pedagógico y a sostener sus afirmaciones a través de una cuidadosa escritura en la que convivieron felizmente sus argumentos con ese punto irracional que tiene siempre el gusto de cada uno. Más que el crítico que se sube a pontificar, era un cómplice. Ese cómplice que sabe mucho más y que, por eso, facilita las cosas y despeja los senderos para que a la hora de la verdad el placer sea mucho más grande. Porque de eso se trata con la música: de disfrutar. Se lo dijo Dave Holland en una entrevista: "en jazz, nos movemos en el terreno de la improvisación y crear en el momento sigue siendo un pequeño milagro cotidiano". Como crítico de periódico, donde tantas veces hay que tocar sobre la marcha, Federico González alcanzaba con mucha facilidad esos momentos "milagrosos". Ahora hay un hueco en la Casa Encendida para seguir acordándonos de él.

El soldado 'loco' y los patos en el campo

Por: | 25 de mayo de 2010

Conviene dejar constancia del relato que hizo el padre Ramón Sánchez de León de lo que ocurrió ya casi al final de la batalla de Brunete: "De pronto, todos los combatientes, Saliquet y Franco incluidos, a eso de las doce del mediodía pueden ver, con enorme asombro, como aparece un soldado a caballo. Algunos creen ver que lleva debajo del casco una boina roja y que porta la camisa azul. Con bombas de mano va destrozando, uno a uno, todos los nidos de ametralladoras enemigas. Nadie comprende como ese 'loco’'puede sobrevivir y como no le alcanzan las balas enemigas. Franco cuenta que su aparición les hizo avanzar posiciones y se atreve a decir que les ayudó a ganar la batalla". El testimonio lo recoge Severiano Montero en La batalla de Brunete (Raíces), una oportuna síntesis de uno de los mayores enfrentamientos que se dieron en la Guerra Civil entre el ejército republicano y el ejército franquista. Unas líneas antes de incluir esa peculiar descripción de ese loco con boina roja y camisa azul, explica que Franco firmó el 21 de julio un decreto por el que declaraba a Santiago patrón de España, y que, al terminar la batalla, declaró: "El apóstol me ha dado la victoria el día de su fiesta".

Batalla de brunete gerda taro Pocos días después de que las tropas republicanas iniciaran en la madrugada del 6 de julio su avance hacia las posiciones enemigas de Brunete, los obispos hicieron público su apoyo a la causa franquista. La carta colectiva del episcopado español se dio a conocer el día 9: la Iglesia tomaba así partido de manera militante, y de forma enfática, por uno de los dos bandos. Cuando la batalla estaba a punto de terminar (en la imagen, un soldado republicano fotografiado por Gerda Taro), Franco les devolvió el detalle. Sin la ayuda de ese peculiar Santiago, que irrumpió en escena a caballo para cargarse con sus granadas los nidos de ametralladoras de los rojos, el triunfo no hubiera sido posible (eso dijo).

¿Triunfo? No exactamente. En la batalla no hubo un vencedor claro, y cada bando procuró atribuirse la victoria. Fue una escabechina terrible. Se calcula que del lado republicano hubo entre 18.000 y 20.000 bajas, y que en el franquista cayeron entre 15.000 y 17.000 hombres. En los momentos culminantes, llegaron a batirse unos 100.000 combatientes (50.000 por cada lado, aproximadamente). Los aviones de unos y otros se implicaron a fondo. Y el calor salvaje fue el telón de fondo sobre el que se desencadenó el mayor enfrentamiento que se había producido entre los dos ejércitos desde el golpe del 18 de julio.

Fue la primera maniobra ofensiva de la República. La mayoría de cuantos han estudiado la batalla destacan la excelencia de la preparación del embate y consideran que el efecto sorpresa fue rotundo: Brunete cayó en manos leales a las pocas horas. Poco después se confirmaba que el objetivo del plan se había cumplido, ya que Franco interrumpió el avance de sus tropas por el Norte y decidió trasladar a la zona centro a una parte selecta de sus mejores efectivos. La furia de la guerra vibró sobre los trigales que el viento batía en aquellos campos cercanos a Madrid. "Las balas zumbaban a mi alrededor y pude ver cómo caían hombres por todas partes", cuenta en Camaradas Harry Fisher, que formaba parte del batallón Lincoln. "Éramos como patos posados en el campo puesto que, aunque las espigas eran lo suficientemente altas como para escondernos, cualquier movimiento las agitaba y atraía la inmediata atención de las ametralladoras". Las todavía jóvenes fuerzas republicanas libraron una batalla durísima contra un enemigo mejor pertrechado. Severiano Montero ha sabido reconstruir, recuperando voces muy diferentes, y contraponiendo lecturas distintas del episodio, uno de los momentos más duros de la guerra. En el que emergen, aún con sus deficiencias, los valerosos combatientes republicanos. Los que le hicieron decir a Azaña, en su discurso de Valencia del 18 de julio, justo cuando se estaban batiendo en aquel frente, que del caos inicial de la guerra, “en un año, en menos de un año, ha salido un ejército formidable”.

Una corriente de imágenes

Por: | 21 de mayo de 2010

Félix de Azúa ha escrito una Autobiografía sin vida (Mondadori). No existe anecdotario de ningún tipo, los hombres y las mujeres que salen en el libro no forman parte del entorno físico en el que se ha desarrollado su vida, algún paisaje sí que hay (poca cosa). Sale un perro. No hay casas, ni cafés, ni los objetos de su escritorio, ni los periódicos que lee, no aparece la universidad ni la consulta del dentista. Pero es una autobiografía, vaya si lo es, sólo que podría ser la autobiografía de todos los de su generación y, si me apuran, incluso la autobiografía de cuantos tuvieron algo que ver con la segunda mitad del siglo XX. Cuenta su infancia, su adolescencia, su juventud, su madurez y lo que viene después. "Los humanos somos aquello que de nosotros dicen nuestras imágenes", escribe en alguna parte, y de lo que se ha ocupado ha sido de rescatar un puñado de ellas que lo revelan, que lo desenmascaran, que muestran ese lado oculto que ha terminado por hacerlo ser el que es.

Felix de azua
Todo empieza hace treinta y dos mil años con los cuatro caballos de las cuevas de Chaumet, en el momento exacto en que aquellos lejanos antepasados probaron el uso del carbón de pino y dibujaron unas figuras en una pared. Unas imágenes, dice Azúa, que "son ya perfectas". ¿Qué pretendían, qué buscaban enredándose en  una ocupación tan vana en vez de salir de caza a procurarse el sustento? Félix de Azúa (la foto es de Susanna Sáez): "Sólo podemos aventurar que las imágenes nacieron (y nacieron perfectas) cuando los humanos sintieron la irresistible necesidad de ver hacia fuera, que se convirtieron en el 'punto de vista’, el lugar orográfico desde donde ‘se ve". ¿Y por qué querían ver, para qué buscaban esa distancia, qué se les había perdido ahí afuera? Es propio de las artes ese desesperado afán por darle un sentido a la vida, y acaso pretendieran nada más que eso: quitarse el mal sabor que procede de saberla tan corta. Y tan insensata.

Seguramente el gesto que está detrás de los caballos de Chaumet viene de tapadillo, y lo llevamos ya dentro desde aquella temporada en el vientre de nuestra madre, pero lo que luego explora Azúa son todas esas imágenes que se han ido incorporando a nuestra retina después y que, de esa manera, nos han hecho ir viendo el mundo y la vida de una determinada manera. Por ejemplo, el crucifijo. Omnipotente durante tantos años en las escuelas de la dictadura franquista, siguiéndonos a todas partes, acechando con todo lo que escondía dentro. Dolor, tortura y muerte, pero también poder y oscuridad.

La afirmación y la autodestrucción propias de la adolescencia, la explosión de luz purificadora que afirma a la razón como herramienta para cambiar el mundo, el afán por convertir las cosas de la vida corriente en signos perfectos que irradian desde un lienzo, el arrebato por consagrar una imagen como estandarte para librar una batalla (la de la revolución), la obsesión por explorar la banalidad del mal, la tragedia íntima de sabernos abandonados y, como postre, el gesto de "abstraer la abstracción misma". Es el camino que ha recorrido el arte, sí, hasta pegarse un tiro en la nuca, pero son también los caminos que hemos transitado para aprender a mirar el mundo. Y todo eso Félix de Azúa lo ha ido sirviendo con una prosa en estado de gracia mientras trataba de la procesión de las Panateneas o de la luz de las catedrales góticas, de las obras de David, Goya, Rothko, los maestros holandeses del siglo XVII, la performance de James Lee Bryars en la Documenta de 1972 y etcétera, etcétera. Y luego al final, el salto de las imágenes a las palabras. Con la inevitable conclusión que sostiene una autobiografía, y que nos sostiene en cada trance: el creer ("sin convicción, por mera voluntad", escribe Azúa) "que en la vida de los humanos haya algo significativo y que nuestro paso por el mundo sublunar no es tan inútil como el del polvo que se arremolina por el camino al paso de una motocicleta".

Lo peor está aquí

Por: | 18 de mayo de 2010

Lo que hace Marcos Giralt Torrente en su último libro es coger la relación con su padre y empezar a quitarle una cáscara tras otra para ir al centro y probar el fruto. Tiempo de vida (Anagrama) se convierte así en un incómodo viaje a través de un  territorio minado donde todo explotar en cualquier momento. Pero es también un recorrido por un pantano lleno de lodo, donde a ratos se tiene la impresión no tanto de avanzar o retroceder sino de hundirse. Cáscara tras cáscara tras cáscara, volver a contarse la relación con el padre para situarse de nuevo en el mundo, para hacer la paz con las propias entrañas, para cerrar un ciclo --quién sabe para qué-- significa chapotear en el charco familiar, ese lugar del que siempre se está huyendo y al que se regresa una y otra vez. Es curioso que cada tanto tiempo el narrador se repita y repita que el padre no cumplió con el pacto. ¿El pacto de ocuparse del hijo, de conducirlo por la vida, de comprarle chucherías, de servirle de ejemplo y referente moral, de darle un buen cocacho? Cáscara tras cáscara. Nada está escrito, en realidad, pero en el mundo familiar uno se conduce siempre con reproches. La culpa es del otro.

Marcos giralt torrente gorka lejarcegi
Tiempo de vida va directamente al grano. Un escritor, que acumula un montón de "hondos desencuentros" con su padre, toma la palabra para contar la última temporada en la que vive con él, una vez que le han diagnosticado una enfermedad incurable. La muerte empieza a husmear por los alrededores, las cosas cambian drásticamente. Poco después de que al padre le descubrieran un quiste, el narrador apunta. "Aunque no nos lo decimos, sabemos que lo peor está aquí".

De lo que trata el libro es precisamente de eso, de lo peor. Desde el principio está lleno de fechas, como si agarrarse a los datos biográficos garantizara un paisaje fijo donde poder colocar las emociones y evitar, a corto plazo, las sacudidas más letales de la catástrofe. ¿Por qué contar esa historia, por qué ir quitando una cáscara tras otra? "El rencor, el resentimiento, me asaltan constantemente", escribe el narrador. "¿De qué lo acuso? De todo". Se da por supuesto que en el ámbito minúsculo de la familia los papeles se han repartido y que a cada cual le corresponde cumplir con su guión. Y el hijo va anunciando cómo a cada rato el padre se aparta de sus obligaciones, y los afectos se resienten, y la obsesión por las carencias marca su derrotero. El padre pinta, el hijo escribe. Un día en que este último no avanza en un proyecto, el otro le responde: "Escribe sobre un padre muy malo y un hijo que sufre mucho".

Vueltas y vueltas, cáscara tras cáscara. Cuando se atreve probar el fruto, sigue sabiendo amargo. Dos desconocidos que se acechan, dos próximos que se buscan el flanco débil para morderlo y hacer el mayor daño. Y un día llega la enfermedad, llega lo peor y se instala ahí, en medio de todo eso. Marcos Giralt Torrente (la foto es de Gorka Lejarcegi) ha tenido la enorme valentía de escribir está historia y eso que sabía que cuando se manipula la dinamita todo puede terminar estallando. Pero tuvo que atreverse, y lo ha hecho con hondura y un elegante pudor. "Saber en qué punto nos atascamos, eso dije al principio que quería", confiesa. Por eso habla de un pintor que prueba y prueba y prueba en sus lienzos y de un escritor que va arañando con su escritura ese punto donde las cosas se van al carajo. "Nos atascamos por pensar que la vida era infinita. En ese error de cálculo se originan los mayores tropiezos", escribe Marcos Giralt Torrente que, cuando se entera de lo que ocurre con su padre, toma una decisión drástica: "No me quedo en la periferia, lo acompaño en el mismo centro del dolor". Y por eso consigue penetrar en el corazón del tiempo que nos abruma y nos mata. "Nos atascamos porque él no supo crecer y yo tampoco".  

Un tipo serio

Por: | 17 de mayo de 2010

Nicholas Payton tocó la otra noche en Madrid, en Clamores. Llevaba una banda con cuatro músicos que le facilitaron todo el protagonismo a su trompeta: majestuosa, galopaba con esa tensión que tanto le gusta sobre las grupas de la batería y la percusión, pero también sabía detenerse para sacarle jugo a su lirismo en los temas más lentos. El esquema es más o menos el mismo: el fondo lo levantan la batería y la percusión, con un bajo y un piano eléctrico que juguetean sobre esa sólida y compacta masa rítmica. Y luego Payton reina con su trompeta, a veces dando punzadas repetitivas y violentas, zarpazos, y otras apoyándose y derramándose con largos lamentos, cristalinos y de una sobria intensidad. La percusión adorna con una amplia variedad de instrumentos el paisaje sonoro y el piano eléctrico interviene con sus solos siempre con ese aire de deshacerse que tienen los sonidos de las teclas cuando están enchufadas. Buena parte del repertorio procedía de Into the Blue, el disco que grabó en 2008, y antes del bis, Nicholas Payton cerró el concierto con el tema en el que también canta: Blue.

Nicholas payton Las pruebas de sonido empezaron el sábado en Clamores un poco tarde y, al terminar, Payton prefirió ir a su bola y no quedarse por la zona a cenar con el resto de la banda. El problema se desencadenó cuando no apareció a la hora convenida para empezar el concierto. Lo llamaron al móvil: no contestaba. En el hotel lo habían visto, pero no se ponía al teléfono en su habitación. Así que hubo que ir a buscarlo. Explicó que necesitaba planchar su traje. Y con el traje impecable, negro con finísimas rayas blancas, y su sombrero subió con algo de retraso al escenario. No sonrió ni una sola vez, cerró los ojos para escuchar mejor a sus compañeros y cumplió con el rigor profesional que caracteriza a los grandes maestros del jazz. Faltó algo. ¿Complicidad con los suyos y con el público? ¿Emoción, ganas, una chispa de inspiración? Quién sabe.

De Payton sólo había escuchado dos discos. El último y otro que grabó hace ya tiempo, en 1996: Gumbo Noveau. Las diferencias son inmensas, aunque acaso haya entre uno y otro algún hilo conductor. El más lejano está lleno de jovialidad, y su repertorio es muy clásico: varias piezas tradicionales, canciones de dominio público, temas de Louis Armstrong y alguna cosa más. La influencia de Nueva Orleáns, lugar de procedencia de Payton, es ahí muy notable. Pero llama también la atención la osadía de sus arreglos y su peculiar manera de enfrentarse al repertorio. When The Saints Go Marching In pierde en sus manos su habitual alegría de marcha fúnebre danzarina y adquiere una sutil melancolía. Y a St. James Infirmary le quita su espesa maraña de blues clásico para dejarlo rodar con la soltura de una pieza mucho más desenfadada. Payton revelaba, ya entonces, que era mucho más que un excelente trompetista. Wynton Marsalis fue de los primeros en advertir su personalísimo estilo.

El caso es que en Into the Blue ya no hay huellas de aquella desenvoltura de Gumbo Noveau, y se nota que se trata de un trabajo mucho más elaborado y más fino, mucho menos espontáneo, donde hay pocas concesiones y donde manda el afán de Payton por abrirse un hueco propio en la escena del jazz internacional. Tres de los cuatro músicos que grabaron con él ese disco estuvieron en Madrid y lo acompañan por la pequeña gira que está haciendo por España: el bajista Vincent Archer, el baterista Marcus Gilmore y el percusionista Daniel Sadownick. Ha cambiado el pianista: el joven Lawrence Fields sustituye a Kevin Hays. Payton estuvo en la sala Clamores demasiado serio, sin correr riesgos, puro trámite. Aún así, quedó la marca de su inmenso talento. Y esa extraña felicidad que produce confirmar que, un sábado cualquiera, Payton plancha su traje y toca la trompeta en un pequeño lugar de Madrid. Un lujo.

La vida corriente

Por: | 13 de mayo de 2010

Lo que se anuncia desde el principio en Salle des fêtes, el espectáculo de Jérôme Deschamps y Macha Makeïeff que inauguró ayer en Madrid el Festival de Otoño en Primavera, es que va a haber una fiesta de gala. A partir de ahí se inicia el peculiar delirio que propone la obra: una sucesión de sketches que los actores van ejecutando con maestría, a una velocidad constante, sin respiro. En el escenario hay un delante y un detrás, pero no hay profundidad, no hay un punto de fuga, no hay perspectiva. En el montaje lo que domina es el plano, como si se estuviera delante de un televisor, y eso tiene que ver seguramente con lo que cuenta. Salle des fêtes habla de la vida corriente, de lo que pasa todos los días, de la inagotable rutina, de todo eso que carece de sentido y trascendencia, de limpiar una mesa y de sacar a pasear al perro. El tedio, pero también la risa cómplice. Los nervios y el estrés, y el rato para la plácida charla y para lustrar los sueños antiguos y para servirse un café o una copa. Habitamos ese mundo imperfecto, lleno de ruidos, y acaso nos sostiene simplemente eso: que luego hay una fiesta de gala. Así que preparemos los vestidos.

Salle des fetes
Si no hay sentido ni trascendencia, y por tanto no hay una historia con un principio y un final y con unos protagonistas que encarnen un mensaje, los objetos cobran tanta relevancia como los sujetos. Salle des fêtes es una pieza pop: está llena de cacharros de plástico y hay una plancha metálica que tiene un lugar de relieve, baldes y una carretilla, los actores visten con lunares o llevan chaquetas y camisas de colores compactos y rotundos (verdes, naranjas, violetas, azules…), hay un televisor, una barra de bar con sus taburetes, una decoración que tiene que ver con los estampados caprichosos que se inventaban en California a finales de los cincuenta. Y está la música. Esta obra es en realidad nada más que eso: una colección de canciones. La banda sonora de la vida corriente, los ritmos y los estribillos con que cada cual entretiene el paso del tiempo. Debajo del colorido y de la fiesta permanente que propone la estética pop se oyen los maullidos de la tristeza y el dolor. Salle des fêtes, por eso, tiene también muchos ruidos y llantos. Aparece un gato que da el coñazo, y hay alguien que se lo lleva para que se lo meriende un perro y después viene otro que lo busca desesperadamente. Se cuenta una historia de un campesino que se ahorca, y así. La vida corriente a veces avanza entre sombras.

La fama les llegó a Deschamps y Makeïeff cuando propusieron en Canal + de Francia, a través de la banda de los Deschiens, una serie de episodios disparatados con su punto de humor y de ternura. En España se los conoció en 2000 con su espectáculo Les Pensionnaires. En esta Salle des fêtes está el bar Macumba y aparece Lorella Cravotta, una actriz imponente que organiza el tráfico de los otros miembros de la compañía. Todos ellos saben bailar, a la manera deslavazada y descoyuntada que se estila hoy, todos cantan cuando hace falta y saben mudar de voces, son amigos de las gansadas y las travesuras y hacen el payaso, pero pueden también ponerse a disposición de las ideas plásticas que los directores introducen en el espectáculo como pequeñas islas de una rara belleza: la actriz que vacía el líquido de una regadera, por ejemplo. 

La marca permanente es el humor. Salle des fêtes invita a la sonrisa y lo hace a través de los sonidos, puras formas: sin trascendencia. Al fin y al cabo, las letras cuentan siempre lo mismo, que estamos solos y abandonados, que nos vamos a morir, que nos queremos con pasión: bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez. El espectáculo es una delicia. La reacción del público fue un tanto fría.  

La razón frente a la cólera

Por: | 09 de mayo de 2010

"Aunque sus graves ofensas me han herido en lo más íntimo, haré que la razón prevalezca sobre la cólera, pues más mérito hay en la virtud que en la venganza", le dice Próspero a Ariel cuando, tras haber logrado que sus enemigos naufragaran, los tiene definitivamente en sus manos y puede hacer cualquier cosa con ellos. Y decide perdonarlos, olvidarlo todo, pasar página. Las cosas ocurren en una isla remota y Próspero es un mago que en ese momento domina todos sus recursos. La tempestad, la obra de Shakespeare que se puede ver hasta hoy en el teatro Español de Madrid, se ha leído muchas veces de esa manera: como una reflexión sobre los poderes del teatro, sobre la habilidad de un demiurgo de disponer de sus criaturas sobre unas tablas y de manejarlas a su antojo. Próspero ordena provocar una tempestad, Próspero quiere que los viajeros se salven y que lleguen a su isla, Próspero prefiere que el rey de Nápoles y su hijo no estén juntos… Próspero decide y su fiel Ariel ejecuta. Sam Mendes, al frente de The Bridge Project, ha explorado con hondura los pliegues de la obra, como suele hacer siempre, y ha llegado a sus entrañas para contarla en torno a dos ejes: la vileza y el perdón.

La tempestad 2
Las dos grandes ruedas que mueven gran parte de las obras de Shakespeare son el poder y el amor. En La tempestad (en la imagen, Stephen Dillane y Christian Camargo como Próspero y Ariel, en un momento de la obra) cuenta la historia de un duque, el de Milán, que deja el gobierno en manos de su hermano hasta que éste lo traiciona. Consigue salvarse y llegar a una isla con su hija tras haber sido expulsado por mar en una embarcación que carece de lo más elemental. En aquellos remotos confines, domina al monstruo que los habita, Cáliban, y sigue adelante en sus estudios para perfeccionar sus conocimientos de magia y gobernar así sobre los caprichos de la naturaleza y la voluntad de los hombres.

Algo hay de ciencia ficción en La tempestad, por hablar de un género próximo que permite las mayores libertades, y las distintas apariciones que provocan Próspero y Ariel invitan a un despliegue de efectos especiales y tramoya teatral. Sam Mendes no renuncia a los juegos que la obra propone, pero está mucho más interesado en iluminar, con suma sutileza, dos de las líneas de fuerza que la recorren. La historia de amor entre el hijo del rey de Nápoles y su hija. Y la historia de Próspero frente a su pasado, que empieza como un delirio que reclama venganza y que termina con el perdón y la renuncia a sus poderes. La razón doblega a la cólera. El porvenir de los más jóvenes tiene más peso que las cuentas pendientes de los viejos tiempos.

Alrededor, los otros personajes también están tocados por la ambición de poder y la necesidad de consuelo, y la destrucción (el asesinato) es una de las opciones que barajan para alcanzar sus respectivas metas. "Estamos hechos / de la misma materia de los sueños, y nuestra pequeña / vida cierra su círculo con un sueño" (como la anterior cita, versión de Manuel Ángel Conejero y Jenaro Talens; Cátedra), le dice Próspero al joven que corteja a su hija. Sueños: de felicidad, de venganza, de dominio, de gloria. Ahí sobre el escenario los van mostrando los excelentes actores con los que ha contado Sam Mendes, que en esta visita ha dado un lugar relevante a la música en directo, las canciones, unas pequeñas coreografías… Sea como sea, si hay que rendirse frente a alguno de esos intérpretes, mi elección está hecha: Anthony O’Donnell (el magnífico, el impar, el genial Trínculo).

El arte de la ligereza

Por: | 05 de mayo de 2010

En los primeros actos de Cómo gustéis, de Shakespeare, hay una pelea entre hermanos y se sabe de un asunto turbio por el que, en otra gresca familiar, ha sido desterrado un duque. Se van juntando las historias que discurrían paralelas y surge una historia de amor y se produce un combate y, como telón de fondo permanente, se percibe el  pestilente aroma que desprende el poder. El tono, en cualquier caso, es siempre ligero. Un abanico de personajes del pueblo y de la corte, algunos muy malvados y otros en extremo cándidos, la fuerte complicidad de unas primas, la fidelidad de un viejo para con su señor, la clásica estratagema de la dama que se disfraza de hombre para sortear un incómodo escollo. Todo tiene el aire de un juego concebido para el despliegue del talento de los actores, y lo que hace Sam Mendes, en el montaje que se ha podido ver estos días en el teatro Español de Madrid, es aceptar ese desafío. Fuera cualquier truco: que la obra la sostengan las palabras de Shakespeare y el arte de los que las pronuncian. Nada más y nada menos.

As you like it
Para hacerse una idea de las intenciones del autor, cuando la obra (en la imagen, Michelle Beck, Thomas Sadoski y Juliet Rylance, en un momento del montaje) se le va embrollando al final y el duque malo decide atacar al duque desterrado, que se ha instalado en un bosque cercano y ha acogido a su sobrina fugada de la corte, y avanza hacia allí con su feroz ejército para castigarlo… se saca de la manga una solución salomónica, totalmente inverosímil pero de una efectividad incontestable. "Pero, al llegar a la linde de este bosque, / se encontró con un viejo religioso, / y, después de alguna plática, / se apartó de su empresa y de este mundo, / dejando la corona a su hermano desterrado / y devolviendo sus tierras a cuantos / le siguieron al destierro" (Espasa; traducción de Ángel Luis Pujante), explica un personaje. Una súbita y fulminante conversión y aquí no ha pasado nada.

Como gustéis, como quieras. Que va bien una canción, pues ahí va una canción. Que conviene una disparatada sucesión de enamoramientos, pues adelante. Que quedaría bien que el asunto terminara en boda colectiva, pues boda colectiva. ¿Chistes sobre aldeanos y cortesanos? No se diga más. Esta obra de Shakespeare tiene esa ligereza, así que lo que importa no es la coherencia de los personajes, ni la envergadura del drama que padecen, ni la estructura de la pieza que ordena las situaciones para graduar su eficacia. Sólo interesa el vuelo, la gracia, la forma. El ingenio de las peroratas, la habilidad histriónica de los intérpretes y, en fin, todo ese repertorio de asuntos y procedimientos a los que se les podría sacar mejor partido: a) si uno perteneciera a la época de Shakespeare (cosa harto difícil) y b) si uno dominara los registros de su lengua. Porque en los acentos de unos y otros, en su forma de referirse a las cosas de entonces, en la retahíla de argumentos que ponen sobre la mesa para defender sus posiciones, en sus formas de retarse y seducirse: es en todo eso donde Como gustéis juega sus mejores cartas.

Así que todo el peso de la pieza lo soportan los intérpretes de The Bridge Project, y vaya que lo soportan bien. Dan una enorme lección de arte dramático y abruman por su abundancia de recursos. Cuando uno de ellos usa el sonsonete de Dylan para cantar un tema que tiene un punto de crítica social es cuando se entiende cuánto crecería la propuesta si se tuvieran todas las claves que están detrás de los parlamentos. Cuando el melancólico, ese enorme y maravilloso personaje, se refiere a un juez hablando de "su oronda panza llena de capones", se comprende que tampoco entonces, en tiempos de Shakespeare, los magistrados cosecharan el aplauso público. Sam Mendes saca de sus actores el mejor partido porque los deja hacer, y se inmiscuye muy poco. Y habría agradecerle, además, que no los haga correr. Y es que hay una tendencia que se ha seguido habitualmente en este país que aconseja que, siempre que se haga un clásico, los actores salgan a escena correteando. Como si así se le diera más agilidad a esas piezas que vienen de tiempos tan remotos.


 

Así son las cosas

Por: | 04 de mayo de 2010

La nana, la película de Sebastián Silva, cuenta una historia de soledad. Se va metiendo en las entrañas de unas vidas tremendamente duras, de puro rutinarias, y va mostrando el mundo tal como se ve desde dentro de una caja de zapatos: sin horizontes, sin salidas, con una atmósfera asfixiante, con la condena de no poder salir de un reducido repertorio de gestos y movimientos, con las paredes demasiado cerca y demasiado encima, sin aire. Pero La nana cuenta también que a veces ocurren pequeños milagros que lo cambian todo, que dinamitan los cercos y dejan pasar la luz. Todo esto tiene un aire como tremendo, pero conviene no fiarse de la envergadura de palabras como soledad y milagro, porque La nana es sobre todo una comedia doméstica, construida con unos cuantos mínimos elementos que sirven, sin embargo, para aniquilar las corazas de las cosas y las gentes y poder mirar su interior. Así que la película se mete en la casa de una familia chilena acomodada y somete a sus miembros a un finísimo escrutinio. Así son las cosas, parece decir Silva, un joven director chileno que viene de la ilustración y la música pop, y parece decirlo con una sonrisa en la comisura de los labios.

La nana sebastian silva
Lo primero, en esa sonrisa y en la manera de contar la película hay ternura por sus criaturas. Ni las condena, ni las redime, ni las utiliza para proponer un discurso paralelo para decir unas cuantas verdades sobre el estado de la cuestión. Lo segundo: pues eso, que no hay estado de la cuestión. Hay unos personajes y hay una historia y no un diagnóstico sobre los males de Latinoamérica. Tercero, que precisamente por no formular un dictamen rotundo sobre la salud del enfermo, Sebastián Silva puede acercarse a sus males con una pasmosa naturalidad.

Todos en la familia quieren que las cosas le salgan bien a la nana, y la nana tiene todo el rato ese rictus de amargura y de dolor y de impotencia. La interpretación de Catalina Saavedra es impresionante. Todo un repertorio de minúsculos gestos y de ademanes, que va administrando a lo largo de la película con precisión matemática, poniendo en cada momento lo que cada momento exige, administrando cada expresión para que surja sólo cuando sea oportuna. El tedio, el miedo, la inseguridad, la maldad pura y dura, la fragilidad, la perdida de todo control sobre las propias emociones, la curiosidad, los recelos, la alegría, la ligereza. Bueno, todo eso sabe contarlo esa mujer. Lo va viviendo.

Sebastián Silva nació en Santiago de Chile en 1979. Estudió allí cine, luego se fue a Montreal, donde probó con la animación. Formó su primer grupo de música pop, CHC. Expuso sus ilustraciones. Viajó a Hollywood. Volvió a Chile, donde puso en marcha otros dos proyectos musicales, Yaia y Los Mono. Se fue a Nueva York, escribió su primer guión con Pedro Peirano. De regreso a casa, filmó su primera película (La vida me mata), grabó un disco en solitario. También hizo algunos videos. Luego se metió en La nana. Le ha salido una película muy personal, distinta. De verdad, merece la pena.

El País

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