Una corriente de imágenes

Por: | 21 de mayo de 2010

Félix de Azúa ha escrito una Autobiografía sin vida (Mondadori). No existe anecdotario de ningún tipo, los hombres y las mujeres que salen en el libro no forman parte del entorno físico en el que se ha desarrollado su vida, algún paisaje sí que hay (poca cosa). Sale un perro. No hay casas, ni cafés, ni los objetos de su escritorio, ni los periódicos que lee, no aparece la universidad ni la consulta del dentista. Pero es una autobiografía, vaya si lo es, sólo que podría ser la autobiografía de todos los de su generación y, si me apuran, incluso la autobiografía de cuantos tuvieron algo que ver con la segunda mitad del siglo XX. Cuenta su infancia, su adolescencia, su juventud, su madurez y lo que viene después. "Los humanos somos aquello que de nosotros dicen nuestras imágenes", escribe en alguna parte, y de lo que se ha ocupado ha sido de rescatar un puñado de ellas que lo revelan, que lo desenmascaran, que muestran ese lado oculto que ha terminado por hacerlo ser el que es.

Felix de azua
Todo empieza hace treinta y dos mil años con los cuatro caballos de las cuevas de Chaumet, en el momento exacto en que aquellos lejanos antepasados probaron el uso del carbón de pino y dibujaron unas figuras en una pared. Unas imágenes, dice Azúa, que "son ya perfectas". ¿Qué pretendían, qué buscaban enredándose en  una ocupación tan vana en vez de salir de caza a procurarse el sustento? Félix de Azúa (la foto es de Susanna Sáez): "Sólo podemos aventurar que las imágenes nacieron (y nacieron perfectas) cuando los humanos sintieron la irresistible necesidad de ver hacia fuera, que se convirtieron en el 'punto de vista’, el lugar orográfico desde donde ‘se ve". ¿Y por qué querían ver, para qué buscaban esa distancia, qué se les había perdido ahí afuera? Es propio de las artes ese desesperado afán por darle un sentido a la vida, y acaso pretendieran nada más que eso: quitarse el mal sabor que procede de saberla tan corta. Y tan insensata.

Seguramente el gesto que está detrás de los caballos de Chaumet viene de tapadillo, y lo llevamos ya dentro desde aquella temporada en el vientre de nuestra madre, pero lo que luego explora Azúa son todas esas imágenes que se han ido incorporando a nuestra retina después y que, de esa manera, nos han hecho ir viendo el mundo y la vida de una determinada manera. Por ejemplo, el crucifijo. Omnipotente durante tantos años en las escuelas de la dictadura franquista, siguiéndonos a todas partes, acechando con todo lo que escondía dentro. Dolor, tortura y muerte, pero también poder y oscuridad.

La afirmación y la autodestrucción propias de la adolescencia, la explosión de luz purificadora que afirma a la razón como herramienta para cambiar el mundo, el afán por convertir las cosas de la vida corriente en signos perfectos que irradian desde un lienzo, el arrebato por consagrar una imagen como estandarte para librar una batalla (la de la revolución), la obsesión por explorar la banalidad del mal, la tragedia íntima de sabernos abandonados y, como postre, el gesto de "abstraer la abstracción misma". Es el camino que ha recorrido el arte, sí, hasta pegarse un tiro en la nuca, pero son también los caminos que hemos transitado para aprender a mirar el mundo. Y todo eso Félix de Azúa lo ha ido sirviendo con una prosa en estado de gracia mientras trataba de la procesión de las Panateneas o de la luz de las catedrales góticas, de las obras de David, Goya, Rothko, los maestros holandeses del siglo XVII, la performance de James Lee Bryars en la Documenta de 1972 y etcétera, etcétera. Y luego al final, el salto de las imágenes a las palabras. Con la inevitable conclusión que sostiene una autobiografía, y que nos sostiene en cada trance: el creer ("sin convicción, por mera voluntad", escribe Azúa) "que en la vida de los humanos haya algo significativo y que nuestro paso por el mundo sublunar no es tan inútil como el del polvo que se arremolina por el camino al paso de una motocicleta".

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El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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