La última novela de José María Ridao no avanza, ni retrocede, está ahí como dando vueltas alrededor de algunos paisajes, unas cuantas historias, y esos desplazamientos hacia el pasado que no son más que irremediables caídas. "Para Martín", explica el narrador, "el tiempo se correspondía con el abismo, con la sima, y de ahí que lo que a su alrededor se concebía como la interminable marcha de los tiempos, él lo percibía como el vértigo insondable de los tiempos. Mientras los demás avanzaban, Martín caía". De eso trata, pues, Mar Muerto (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). Los personajes que sostienen el discurso vuelven a alguna parte de su pasado. Y van ocurriendo cosas, pero las cosas les ocurren a los demás, a los secundarios que aparecen por azar en el relato. Y es que en esa caída, como quién dice, no te enteras de nada, ni siquiera sabes si has hecho las preguntas pertinentes, ni se merece la pena regresar, ni tampoco si hay sentido en esos cuantos ademanes que parecen tener algún relieve en la propia historia de cada uno. Ese Martín, por ejemplo, de pronto entiende un día y se dice: "No es que te esté perdiendo, amor mío, Valeria, es que nunca te he tenido".
Una ciudad del Mediterráneo, unas casamatas y un cementerio inglés, África allá a lo lejos. Luego otra ciudad en el Mar Muerto, un hotel, una playa cercana. Hay mucha música en la escritura de Ridao (la foto es de Samuel Sánchez): hay motivos que vuelven una y otra vez, repeticiones, deslizamientos donde unas palabras de una lado te llevan a unas palabras del otro, presente y pasado, atmósferas distintas, mezclas (de voces, de parejas, de obsesiones). La historia aparece para dar un único escenario como telón de fondo. "Hojas cualquiera de aquel tiempo", escribe el narrador: "un general y un banquero secuestrados, cinco abogados acribillados a sangre fría en su despacho, también una estudiante". Ese es uno de los mundos a los que se regresa; al tiempo de la juventud, quién sabe: al principio de la caída.
"No es que hubiera perdido una u otra fe, sino que había perdido la fe en la fe, como si, de pronto, se hubiera descompuesto el mecanismo que hace que uno se vuelva a levantar después de haber caído". Eso escribe Ridao en alguna parte, bastante al principio, adelantando el camino, invitando a hacer el recorrido. Pues no es otro el desafío de Mar Muerto: invita a compartir un trayecto, a sumergirse en unas voces, a contemplar distintas variaciones de una misma pieza. También queda explícito su reto en una alusión a un mito clásico en el que un argivo "pasaba los días riendo y aplaudiendo en un teatro sin público ni actores, único espectador de un escenario vacío en el que sólo se representaban sus sueños".
El paso lejano por las aulas de los jesuitas, la fiesta que dan dos gemelos y que se tuerce cuando aparece un sapo, la carta que llega a París de un tal Abdelwahab Halimi con un montón de papeles casi blancos, el nórdico que enloquece de dolor por haber abierto los ojos al bañarse en las aguas del mar Muerto, la búsqueda de una casa en el laberinto de la medina, la repentina muerte del sordo Abelardo, la excursión a unos ruinas que remite a otra excursión al mismo lugar y que tuvo un desenlace trágico, y alguna que otra cosa más. Y la prosa inmóvil que va cayendo pero que no termina nunca de estallar: quizá sea ése el mayor encanto de esta novela, la de quedar atrapado en esas redes. Lo cuenta así uno de los personajes cuando visita a un doctor voz y le habla de "una forma de contar historias en la que nada avanza ni nada retrocede sino que, en todo cuanto se mira, en cada cosa que sucede, se adivina su final. A mí me gusta decir: se transparenta la calavera".
[Toca vacaciones, así que desaparezco durante el mes de julio. Nos vemos en agosto].