En Infancia (Mondadori, traducción de Juan Bonilla), J. M. Coetzee cuenta las cosas que le pasaron cuando tenía diez años. Hay tres planos que constantemente se entrecruzan en el libro, como si fueran las patas sobre las que se sostiene la narración. Está, por un lado, la vida del colegio y de la familia, la de todos los días. Luego, sus vagos deseos que lo proyectan al futuro. Y, por fin, sus amarres: de dónde es de verdad, qué es lo que lo vincula al mundo en el que vive, a qué lado pertenece. Es Sudáfrica, justo a mitad del siglo pasado. Están los blancos y están los negros. Pero no todo es tan sencillo. Infancia empieza con una mentira: en el colegio de Worcester, la ciudad a la que se ha trasladado con su familia y que queda a 145 Km de Ciudad del Cabo, donde vivían, el muchacho dice que es católico. Pero en realidad "no es nada": pertenece a una familia atípica, en la que se habla inglés, no se pega a los niños, a los adultos se los llama por el nombre de pila, "nadie va a la iglesia y se ponen zapatos a diario".
La nota inicial es, pues, de extrañeza. No forma parte de la mayoría de los blancos. Cuando le han preguntado por su religión, no sabía qué decir. Protestante, católico o judío. Eligió católico. Los afrikáners son todos protestantes y se meten en el patio del colegio con los pocos que no comparten su fe. Lo que le preocupa al muchacho, sin embargo, es haber tomado la iniciativa solo y no haberlo contado en casa. No tiene más remedio que fingir.
Pequeñas observaciones, anécdotas. Y, por detrás, el rumor de fondo de una extraña vida en un país extraño. El muchacho Coetzee es un pequeño tirano en casa, donde su madre los sobreprotege, a él y a su hermano, y donde su padre no pinta nada. En el colegio es brillante. Inadaptado, pero uno de los mejores alumnos. Le gusta jugar al críquet, le gusta leer cuentos, le gusta inventarse primeros recuerdos. Descubre el deseo. Llega el día en que su padre abandona la empresa y decide empezar una nueva vida en Ciudad del Cabo, abriendo un bufete de abogado. Las cosas van bien al principio, luego se tuercen. El padre empieza a beber, la madre coge las riendas de una situación en la que las cosas van cada vez peor. Un día reciben, por primer vez en su vida, a un hombre negro en casa. Ha ayudado a su padre y viene a reclamar el dinero que le debe. Lo invitan a tomar el té y, cuando se va, no saben qué hacer. "La costumbre, según parece, es que cuando una persona de color ha bebido en una taza, hay que romperla".
Infancia es seguramente uno de los libros más hermosos de J. M. Coetzee. El narrador explica lo que le pasó cuando fue niño desde la sobria distancia de la tercera persona. Está contando su vida, pero la trata como si los episodios narrados los hubiera padecido otro. Una vez, durante los primeros meses que pasaron en Worcester, la familia fue de visita a una de las granjas que proveían de fruta para la empresa de conservas donde trabajaba su padre. Los niños dieron una vuelta, vieron una máquina. "Convenció a su hermano de que pusiera la mano dentro del embudo donde se echaban los granos de maíz; después accionó la palanca. Por un instante, antes de pararla, pudo sentir cómo se machacaban los delgados huesos de los dedos". Así van sucediendo las cosas: levantan el vuelo con la ligereza de una pluma, pero luego se precipitan en el interior del lector con la devastadora fuerza de una tempestad que todo lo arrasa. El muchacho de diez años se considera a sí mismo un inglés. No tiene nada que ver ni con los afrikáners, ni con los negros. Hay un lugar, sin embargo, al que quisiera pertenecer. La familia de su padre tiene una finca en el interior de Sudáfrica. En el Karoo, en medio de ese paisaje yermo, vacío, desnudo. "Quiere ser una criatura del desierto, de este desierto, como un lagarto", escribe Coetzee. Pero sabe que lo suyos, allí, "son como las golondrinas, pasajeras, hoy aquí y mañana allá, o incluso como los gorriones, piando alegremente, de pies ligeros, de vida corta".