El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Una criatura del desierto

Por: | 31 de agosto de 2010

En Infancia (Mondadori, traducción de Juan Bonilla), J. M. Coetzee cuenta las cosas que le pasaron cuando tenía diez años. Hay tres planos que constantemente se entrecruzan en el libro, como si fueran las patas sobre las que se sostiene la narración. Está, por un lado, la vida del colegio y de la familia, la de todos los días. Luego, sus vagos deseos que lo proyectan al futuro. Y, por fin, sus amarres: de dónde es de verdad, qué es lo que lo vincula al mundo en el que vive, a qué lado pertenece. Es Sudáfrica, justo a mitad del siglo pasado. Están los blancos y están los negros. Pero no todo es tan sencillo. Infancia empieza con una mentira: en el colegio de Worcester, la ciudad a la que se ha trasladado con su familia y que queda a 145 Km de Ciudad del Cabo, donde vivían, el muchacho dice que es católico. Pero en realidad "no es nada": pertenece a una familia atípica, en la que se habla inglés, no se pega a los niños, a los adultos se los llama por el nombre de pila, "nadie va a la iglesia y se ponen zapatos a diario".

La nota inicial es, pues, de extrañeza. No forma parte de la mayoría de los blancos. Cuando le han preguntado por su religión, no sabía qué decir. Protestante, católico o judío. Eligió católico. Los afrikáners son todos protestantes y se meten en el patio del colegio con los pocos que no comparten su fe. Lo que le preocupa al muchacho, sin embargo, es haber tomado la iniciativa solo y no haberlo contado en casa. No tiene más remedio que fingir.

J_M_Coetzee
Pequeñas observaciones, anécdotas. Y, por detrás, el rumor de fondo de una extraña vida en un país extraño. El muchacho Coetzee es un pequeño tirano en casa, donde su madre los sobreprotege, a él y a su hermano, y donde su padre no pinta nada. En el colegio es brillante. Inadaptado, pero uno de los mejores alumnos. Le gusta jugar al críquet, le gusta leer cuentos, le gusta inventarse primeros recuerdos. Descubre el deseo. Llega el día en que su padre abandona la empresa y decide empezar una nueva vida en Ciudad del Cabo, abriendo un bufete de abogado. Las cosas van bien al principio, luego se tuercen. El padre empieza a beber, la madre coge las riendas de una situación en la que las cosas van cada vez peor. Un día reciben, por primer vez en su vida, a un hombre negro en casa. Ha ayudado a su padre y viene a reclamar el dinero que le debe. Lo invitan a tomar el té y, cuando se va, no saben qué hacer. "La costumbre, según parece, es que cuando una persona de color ha bebido en una taza, hay que romperla".

Infancia es seguramente uno de los libros más hermosos de J. M. Coetzee. El narrador explica lo que le pasó cuando fue niño desde la sobria distancia de la tercera persona. Está contando su vida, pero la trata como si los episodios narrados los hubiera padecido otro. Una vez, durante los primeros meses que pasaron en Worcester, la familia fue de visita a una de las granjas que proveían de fruta para la empresa de conservas donde trabajaba su padre. Los niños dieron una vuelta, vieron una máquina. "Convenció a su hermano de que pusiera la mano dentro del embudo donde se echaban los granos de maíz; después accionó la palanca. Por un instante, antes de pararla, pudo sentir cómo se machacaban los delgados huesos de los dedos". Así van sucediendo las cosas: levantan el vuelo con la ligereza de una pluma, pero luego se precipitan en el interior del lector con la devastadora fuerza de una tempestad que todo lo arrasa. El muchacho de diez años se considera a sí mismo un inglés. No tiene nada que ver ni con los afrikáners, ni con los negros. Hay un lugar, sin embargo, al que quisiera pertenecer. La familia de su padre tiene una finca en el interior de Sudáfrica. En el Karoo, en medio de ese paisaje yermo, vacío, desnudo. "Quiere ser una criatura del desierto, de este desierto, como un lagarto", escribe Coetzee. Pero sabe que lo suyos, allí, "son como las golondrinas, pasajeras, hoy aquí y mañana allá, o incluso como los gorriones, piando alegremente, de pies ligeros, de vida corta".

Un lazo indestructible

Por: | 19 de agosto de 2010

Piazza de San Marco, Venecia: un guitarrista, que toca en la orquesta de uno de los cafés, descubre que en una mesa de la terraza se ha sentado el viejo cantante melódico americano que su madre escuchaba cuando él era niño. Así que no puede aguantarse y se acerca a conocerlo. El guitarrista viene de Hungría, lo de su madre fue hace mucho tiempo: se había separado, pero de vez en cuando encontraba a alguien y le hablaba a él de que sería su padre, pero nunca ocurrió, así que se llenaba de tristeza y se sumergía en aquellas canciones. Y ahí estaba, delante suyo, el tipo que las cantaba, y que le estaba proponiendo, además, una pequeña colaboración. Que lo acompañara aquella noche a dar una serenata a su mujer. Acepta, claro; suben a una góndola, llegan debajo de una ventana y el viejo cantante melódico canta. "Con un rastro de cansancio en la voz, incluso con un punto de titubeo, como si no estuviera acostumbrado a abrir su corazón de aquel modo", explica el guitarrista. Lo cuenta Kazuo Ishiguro en el primer relato de Nocturnos. Cinco historias de música y crepúsculo (Anagrama; traducción de Antonio-Prometeo Moya).

Kazuo ishiguro pais
El cantante y el guitarrista, y la complicidad de aquellas viejas y pegadizas melodías. Están en Venecia y al rato pueden oír, al fin, como detrás de aquella ventana una mujer está llorando. Kazuo Ishiguro (la foto es de Carmen Valiño) se ocupa en estos cinco cuentos del poder de la música. Habla, por ejemplo, de esas canciones vulgares que tanto significan, que resumen mejor que el tratado de un sabio todos los matices del amor y del abandono, de los celos y de la pasión, del puro gusto de querer a alguien y de procurar amarrarlo y de jurarle lealtad y de cómo las cosas se van a pique y no tienen ya remedio. Un gesto, un silencio, una pequeña confusión, cualquier cosa y los amores se consumen.

Dos viejos amigos que en la Universidad escuchaban a los grandes de Broadway y a los que las circunstancias vuelven a reunir. Un joven compositor que pasa el verano junto a las colinas que inspiraron a John Elgar mientras escribe sus nuevas canciones. Un saxofonista que se somete a una operación de cirugía facial y que se encuentra en su convalecencia con una mujer que, sin ningún talento, ha conquistado la fama. Y el joven violonchelista y la mujer que lo educa para descubrir el más secreto matiz de cada composición. De eso van estas historias de Ishiguro y, aunque a algunas se les notan las costuras y pecan de excesiva artificialidad, vuelve en ellas a acercarse con esa discreta elegancia que caracteriza su estilo a algunas de sus viejas obsesiones. La dignidad, y profunda libertad, de quienes hacen un servicio. El conflicto entre el talento y el éxito. La gracia del don y las exigencias del trabajo. Las mentiras con que cada cual se acomoda a las inclemencias del paso del tiempo. El lugar de la felicidad, las marcas de la derrota, la impostura que significa vivir.

Seguramente este libro de Ishiguro atrapará mucho más a aquellos que hayan sido víctimas del poder de cualquier música y se hayan rendido a su influjo y hayan considerado composiciones y canciones como cosa propia, a quienes puedan matar por una interpretación frente a otra, o a los que siguen amarrados a unos compases o estallan de dicha cuando vuelven a reunirse con un pasaje olvidado. La música crea lazos indestructibles, y expresa y atrapa y conserva emociones que podían haberse ido definitivamente. Ishiguro ha explorado en cada uno de estos cuentos algunas de sus manifestaciones. Su finura, su gusto por el matiz y los detalles y su precisión para reflejar algunos momentos convierten este libro en un cómplice más. A quien no hace falta explicar nada cuando, vuelven a reflejar una verdad insondable unos versos cualquiera de una canción popular: "Que se me paren los pulsos si te dejo de querer, que las campanas me doblen si te falto alguna vez".

La grieta

Por: | 16 de agosto de 2010

Tras las dos películas dedicadas a Ernesto Che Guevara, Steven Soderbergh ha filmado The Girlfriend Experience. Cuenta las cosas que le pasan durante unos cuantos días a Chlesea, una prostituta de lujo. Frente a la producción anterior, realizada con todos los medios a su disposición, su nuevo trabajo tiene algo de experimento. Ya no se trata de abordar a un personaje histórico, y de contar su historia, tan polémica además, sino de husmear en las cosas de una mujer joven que elige una profesión que le permite ganar mucho dinero pero que debe ejercer en un terreno pantanoso. Nunca se sabe qué puede pasar cuando lo que se vende es compañía y conversación y sexo. Soderbergh se acerca al asunto con la distancia de un documental, y no pretende armar una fábula con moraleja, ni tampoco inventarse una narración cerrada en la que los personajes formen parte de una trama en la que cada cual juega un papel determinado. The Girlfriend Experience, en ese sentido, tiene algo de ensayo. Va entrando en una zona desconocida y pregunta. No concluye nada, sólo explora algunos aspectos de un negocio que se enmascara detrás de las buenas maneras de la alta sociedad pero que sigue manteniendo una fuerte carga de sordidez.

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Lo que Chelsea (en la imagen, Sasha Grey en un momento de la película) ofrece a sus clientes es el sucedáneo de una relación afectiva completa. Novia o compañera o amante, ha de saber tocar distintas teclas para satisfacer las exigencias de quienes la contratan. Escuchar con interés sus problemas laborales o familiares, compartir su preocupación por la marcha de sus finanzas, festejar sus gracias, acompañarlos a compromisos, ayudarlos a realizar sus fantasías. La cámara atrapa fragmentos de sus encuentros, pero luego la sigue para conocer su propia intimidad. Vive con el preparador físico de un gimnasio bien situado en Manhattan, y le va bien con él: han sabido manejar los fantasmas que surgen cuando uno de los miembros de una pareja comercia con su cuerpo (y, en este caso, también con sus afectos). Luego está un periodista que entrevista a Chelsea y que, como Soderbergh, pretende enterarse de qué va la cosa. ¿Es posible permanecer siempre fuera, siempre distante, no implicarse, tener bien agarrados los resortes imprevisibles con que se maneja el corazón?

Un ensayo. Por eso la narración va de un lado a otro, por eso hay algo de ruido en las tomas, por eso los asuntos que se abren no terminan de cerrarse de ninguna manera. Si Chelsea convive a gusto con su compañero quizá se deba a que comparten un mismo objetivo, una obsesión: la carrera. Hacer una buena carrera, ganar dinero, situarse, invertir incluso. Y para triunfar, de lo que se trata es de tener una marca. Un concepto muy claro de lo que se quiere ofrecer y la habilidad para proyectar los matices necesarios para parecer único. Parte del tiempo que dedica a su trabajo, Chelsea lo gasta en inventarse a sí misma. Da, así, cumplida noticia de su sucesivas puestas en escena: cómo vestía en cada ocasión, de qué firma era cada una de las prendas que llevaba encima. ¿Y si algún cliente no buscara a la mujer ficticia sino a la de verdad? Eso le pregunta el periodista y ese es el tema de la película.

También en su trabajo sobre el Che Soderbergh tuvo que ocuparse de un asunto semejante. Por un  lado trabaja la verdad del hombre que encarna unas ideas y, en el mismo sitio, tiene que apañárselas el hombre de verdad, que suele estar hecho de flecos y ambigüedades y contradicciones. Entre uno y otro se producen ruidos, y a veces el tipo real tiene que hacer cosas con las que no comulga pero que forman parte del proyecto del tipo que quiere entrar en la Historia. Chelsea camina también por esa delgada línea que separa la verdad de la mentira. Forma parte de este mundo en que se curan los dolores con pastillas y ella misma es la pastilla que va a remediar la soledad de los que pueden pagar su alto caché. Y es ahí donde entra la cuestión decisiva: ¿no puede abrirse una grieta que lo mande todo al carajo?

El peso de la escritura

Por: | 13 de agosto de 2010

En La última estación,la película de Michael Hoffman, hay un montón de gente que se pasa el tiempo escribiendo, como si eso de poner una palabra detrás de otra tuviera un extraordinario valor. Llevar un diario, por ejemplo, se considera algo francamente recomendable. A Valentin Bulgakov, el joven secretario que llega a Yasnaya Polyana para servir a Lev Tolstói, le proponen por distintas vías que escriba uno las dos personas que se enfrentan por la herencia del escritor ruso, su mujer y uno de sus más fervientes discípulos, Vladimir Chertkov. No hay que olvidar que la novela de Jay Parini (publicada por RBA; traducción de José Manuel Álvarez Flórez), en la que se basa la película, está narrada a través de los puntos de vista de seis personajes que se recogen en sus diarios respectivos (y, alguna vez, en sus cartas). Luego están ese médico que se dedica a apuntar cuanto dice el autor de Anna Karénina y la cohorte de periodistas que están ahí, en las cercanías de la estancia, siempre listos para publicar la última noticia. Eran otros tiempos. En el comienzo de la novela de Parini, su mujer Sofia recuerda la época en que Tolstói escribía Guerra y paz. Era ella la que todos los días iba pasando a máquina los textos que le pasaba el escritor y que, por su letra y las correcciones, parecían "tortuosos jeroglíficos". "Yo no le dejaba escribir mal", cuenta. "Yo le conducía a su escritorio. Yo era importante para él". Y añade: "Pero yo ya no importo".

La ultima estacion
De lo que trata La última estación es del amor y la vejez (en la imagen: Christopher Plummer, como Tolstói, y Helen Mirren, como Sofía). Lo que le ocurre a la condesa es que se encuentra apartada de su marido por la corte de admiradores que siguen sus enseñanzas. Lo que le ocurre a Tolstói es que ha empezado a creer demasiado en la importancia de sus ideas por el coro que lo rodea que las celebra continuamente. Así que lo que había sido hace tan poco una íntima complicidad se convierte en un infierno. Entre aquella mujer y aquel hombre estalla la guerra, y lo que la precipita es el testamento que debe redactar Tolstói. No se sabe qué irá a manos de su familia y con qué se quedarán sus seguidores. 

Amor y vejez. Guerra. Y lo que hay detrás es siempre la escritura. Lo que dicen las palabras. Tolstói es el que es por lo que ha escrito. Lo filman y lo persiguen para saber cada nuevo detalle de su relación con su mujer, con el mundo, con la vida. Siguen sus doctrinas, las predican, hay quienes procuran vivirlas. El secretario Bulgakov se considera el hombre más afortunado porque le ha tocado convivir con el autor que le ha enseñado a mirar el mundo. Y alrededor del escritor y su obra van surgiendo intérpretes que se arrogan el privilegio de ser los que de verdad lo han entendido. Hay, pues, una pequeña iglesia de fieles de los que Tolstói es el pastor. Es lógico que su mujer esté furiosa. A la hora de la vejez flaquean las defensas y las zalamerías inflan cualquier vanidad.

Al mismo tiempo que en el terreno de los más mayores se libra una batalla sin cuartel, el joven Bulgakov se enamora de Masha y no tarda en saltarse una de las exigencias de la doctrina de Tolstói, la castidad. Así que también estalla otro conflicto entre los más jóvenes, el que enfrenta a los amantes contra los escrupulosos defensores de las normas. Sofia considera que Chertkov no se ha enterado de nada de cuanto ha leído. Y el propio Tolstói llega a decir que él mismo es el menos tolstoiano. ¿Qué es, al final, lo que verdaderamente importa de lo que ha escrito el autor ruso? ¿Sus historias de amor, donde las normas quedan dinamitadas, o sus ideas, que han enseñado el camino a tantos seguidores? La película de Hoffman se deja ver muy bien y ha sabido reinventar en el cine lo que Parini había llevado a su novela. Hay un momento en el que Tolstói no aguanta más y se escapa de su casa. Su salud empeora durante el viaje y tiene que abandonar el tren en la estación de Astapova. Sofía se entera y sale corriendo para encontrarse de nuevo con su viejo amor…

Celebración, asombro, entusiasmo

Por: | 12 de agosto de 2010

Casi todas las fotografías de László Moholy-Nagy tienen una deliberada voluntad de ser diferentes. Cuando hacía un retrato, por ejemplo, dejaba fuera del encuadre parte del rostro. Anduvo buscando todo el rato perspectivas inusuales, y utilizó con frecuencia picados y contrapicados. Le interesaban las distorsiones, los efectos que provocan las sombras, la variedad de tonalidades del gris. Su obra tiene así algo de celebración permanente, y lo que celebra es la novedad. Aunque también sirven, para tratar de su obra, palabras como asombro o entusiasmo. Asombro, por la variedad de efectos y de impresiones que surgen al colocar la cámara de una manera distinta a la convencional. Y entusiasmo, por ensayar nuevas formas de congelar el mundo. En el programa de PHotoEspaña de este año, el Círculo de Bellas Artes exhibe una fascinante antología de este artista total. Además de hacer fotos, se dedicó al diseño y a la pintura, hizo películas, trabajó en revistas de moda, fue profesor y teórico, colaboró con el teatro y la ópera con sus escenografías y figurines, escribió y fue, por decirlo así, uno más de los apósteles de las vanguardias y estuvo empeñado, por tanto, en cambiarlo todo. Con ese espíritu, decidió hacer fotos sin utilizar la cámara, y creó los llamados rayogramas: formas que las superficies sensibles recogen de las variaciones de luz.

 

Laszlo moholy-nagy László Moholy-Nagy nació en 1895 en Bácsborsard, en el sur de Hungría, y estudió en Budapest. Cuando estalló la Gran Guerra, se alistó en el ejército austrohúngaro. En 1917 fue herido en el frente y, un año después, decidió convertirse en artista. Se vinculó, inicialmente, a los círculos artísticos más avanzados de su país y, en 1920, aterrizó en Berlín. Allí entró en contacto con los dadaístas y constructivistas. Sus collages (como el de la imagen) recogen la influencia de ambos movimientos, que lo marcaron a partir de entonces: de un lado, el afán de provocar y el sentido del humor; del otro, una obsesiva búsqueda de la sencillez, la transparencia, lo puro.

 

El arquitecto, urbanista y diseñador alemán Walter Gropius se interesó por el trabajo de Moholy-Nagy cuando vio su primera exposición en 1922, y lo incorporó a la Bauhaus cuando ésta abrió sus puertas en Weimar en 1923. Siguió trabajando en el proyecto cuando el centro se trasladó a Dessau y, si no fuera por los nazis, hubiera seguido allí hasta el final de sus días. Tuvo que dejar Alemania en 1934 y, tras unos cuantos viajes, cuando se instaló en Estados Unidos montó en Chicago la New Bauhaus, que se convertiría más tarde en The New School of Design. Moholy-Nagy murió en 1945.

 

El estilo de aquellos artistas europeos tuvo una profunda influencia en Estados Unidos. El fundador del llamado nuevo periodismo, Tom Wolfe, los puso a caldo en 1981 en su libro ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? (Anagrama; traducción de Antonio-Prometeo Moya). Veía a las vanguardias como grupúsculos de creyentes, y escribió: "Pero ¿cuál se supone que era el origen de la autoridad de una camarilla? Diantre, el mismo de todos los nuevos movimientos religiosos: el acceso directo al dios, que en este caso era la Creatividad". Wolfe, en cualquier caso, estaba sobre todo obsesionado por el peso que las ideas de la Bauhaus tuvieron en la arquitectura americana ("Los edificios se volvieron teorías materializadas en hormigón, acero, madera, vidrio y estuco"). En cuanto a la creatividad (sin mayúsculas), pues está ahí en la obra de Laszlo Moholy-Nagy. Y, como la de tantos de los que transitaron por esos caminos y por esos afanes de ruptura, ha marcado nuestra mirada. Esas diferencias que exploró forman parte de los recursos que manejan las artes de hoy: el diseño, la fotografía, el cine… Por familiar que pueda resultar, sus trabajos conservan, sin embargo, la frescura del entusiasmo de quien se ha volcado a mirarlo todo de nuevo y celebra el asombro que le produce el mundo y la vida.

¿Qué estamos haciendo?

Por: | 10 de agosto de 2010

La vida en tiempos de guerra, la última película de Todd Solondz, se embarca en la complicada tarea de sumergirse en el pantanoso territorio de los conflictos y los equívocos y las ansiedades de los que se quedan en casa cuando hay otros que han salido fuera a batirse para defender la seguridad del propio país y los valores sobre los que se sostiene, democracia y libertad. Así por los menos han vendido las campañas de Afganistán e Irak en Estados Unidos los responsables de haberlas iniciado (y continuado). La guerra como tal no aparece nunca en la película, es sólo el telón de fondo, ese ruido imperceptible que todo lo atraviesa. Por lejos que ocurran las batallas y por remotos que sean sus efectos inmediatos sobre los personajes de la historia, la guerra está ahí y produce una brutal conmoción en la retaguardia. El caso es que un niño judío ha de enfrentarse a uno de los ritos de paso propios de su religión y tiene que redactar una pieza en la que ha de explicar lo que significa ser hombre. ¿Cuándo se atraviesa esa franja en la que se deja de ser niño? Cuando no hay más remedio que elegir, escribe, y se toma un camino determinado. Y cuando no queda otra que defender esa elección, por mucho que otros la critiquen o la rechacen o la ridiculicen o la denigren.

La vida en tiempos de guerra
Las primeras secuencias de La vida en tiempos de guerra están llenas de primeros planos. Se ha contado desde hace mucho que el rostro es el lugar donde se expresa el alma. Así que la pantalla se llena de rostros, como si fueran los mapas que resumen los avatares de una vida: cómo se grabaron las experiencias, las relaciones, aquel dolor concreto, esa dicha efímera. Todd Solondz tiene un estilo muy personal de contar las cosas y en vez de embarcar sus historias en una sucesión de episodios, las va presentando en fragmentos, como si fuera colocando uno detrás de otro los pedazos con los que finalmente arma su tejido.

Para contar lo que está pasando en la retaguardia, Solondz ha elegido una familia, de la que ya se había ocupado en una película anterior, Happiness (1998). Es una familia herida, y que tiene difícil curación. El padre acaba de cumplir su condena por un delito de pedofilia y sale de la cárcel, pero cuanto hizo en su día sigue azotando de una manera u otra a los suyos. El niño que reflexiona sobre lo que significa ser hombre lo hace dentro de la sofocante atmósfera de un país en guerra, pero también con un terrible pasado familiar a las espaldas, que va descubriendo poco a poco. Hay imágenes cargadas de lirismo: pequeños fogonazos que alumbran el vacío y la soledad y que subrayan el inquietante abandono de algunos personajes. Las casas y las cosas y los lugares están tocados por esa estética pop que tan bien define los trabajos de Solondz. La alegría que irradia tanto colorido y su simplicidad acentúan, aún más si cabe, la compleja trama de contradicciones que sacude a sus criaturas. Hay humor, al fin y al cabo se trata de una comedia.

Y también tristeza, y esa irritante impotencia que surge en cuanto uno se asoma al lado oscuro. El sexo, por eso mismo, es la materia que incendia lo que aparenta ser una plácida cotidianidad, esa cotidianidad que está también habitada por monstruos. Solondz pone el foco en las vidas de tres hermanas que, cada una a su modo, encarnan actitudes muy características de la sociedad estadounidense. La que se bate por la familia y el trabajo, la que persigue el éxito, la que se dedica a ayudar a los demás. En una sociedad que va infantilizándose a pasos gigantescos, y donde lo más fácil es protegerse de cualquier ambigüedad con recetas rotundas (el enemigo mayor es el terrorismo), la obsesión de ese niño por lo que significa ser hombre (ser libre, ser responsable) tiene la consistencia de un disparo que va directo al corazón de una sociedad cargada de ansiedad y miedo para preguntarle: ¿qué estamos haciendo? Eso es lo que ha filmado, con tanta inteligencia como originalidad, Todd Solondz.

El último capricho

Por: | 09 de agosto de 2010

Simon Axler tiene 65 años y ya no sabe hacer el trabajo que lo ha consagrado como uno de los grandes del teatro de su país: ha perdido su capacidad de actuar. Le resulta imposible convertirse en otro, mudar de piel. Lo que hace lo encuentra falso, impostado. Así que se empieza a derrumbar de una manera abrupta, vertiginosa, incapaz de encontrar asidero alguno. Termina en un psiquiátrico. Allí se sienta, de vez en cuando, con el grupo de pacientes de impulsos suicidas que no dejan de recordar con ardor su proyecto de quitarse la vida y que siguen despotricando por su ignominioso fracaso. Así arranca La humillación (Mondadori, traducción de Jordi Fibla), la última novela de Philip Roth. Cuando van a darle el alta, a Axler le inquieta una impresión, la de sentir que cuanto le sucede no guarda ninguna relación con todo lo demás. La vida verdadera se le escapa, lo que le pasa tiene algo de sucedáneo, así que le tienta un cambio brusco, radical. "No hay nada que tenga una buena razón para ocurrir –le dijo al doctor aquel mismo día–. Pierdes ganas… todo es caprichoso. La omnipotencia del capricho. La probabilidad del cambio total. Sí, el impredecible cambio total y el poder que tiene".

Philip-roth
De nuevo Philip Roth se sumerge en La humillación en el espanto de ir envejeciendo. Si las piezas del mecanismo de la vida han ido funcionando hasta entonces con una cierta normalidad, de pronto algo se fastidia en algún punto desconocido del sistema y los dientes de una pieza que tan bien engarzaban con los de la siguiente dejan de hacerlo. El aparato se apaga, a veces incluso sin ni siquiera echar humo, sin ninguna advertencia. El actor sabía escuchar antes a los otros actores en el escenario, era un personaje entre otros personajes con una historia común. Ahora ya no. Puede saber su papel, pero sus palabras ya no responden de verdad a las otras que se están diciendo: sólo cumplen, llenan el hueco. Es como si ya no tuviera sitio, y permaneciera varado en un margen, fuera de juego.

A Simon Axler lo abandona su mujer, muere su hijo drogadicto, termina abandonando definitivamente las tablas y se encierra para ir dejándose caer. Hasta que un día recibe la visita de la hija de unos viejos amigos. Tiene cuarenta años y es lesbiana, por lo que no tendría que pasar nada. Pero pasa, y empieza una relación que le devuelve la consistencia, que lo hace real. Los dientes vuelven a encajar en los dientes, las ruedas giran. "La rareza de aquella combinación habría desanimado a mucha gente", cuenta Roth de Axler, "pero lo que tanto le excitaba era precisamente la rareza. Sin embargo, el terror también permanecía, el terror a volver a sentirse acabado sin remisión".

En Un animal moribundo, Roth contaba la intensa relación entre un profesor universitario de ochenta años y una joven mucho menor que él. En Elegía daba cuenta de las complicaciones vitales de un creativo publicitario en la etapa final de su vida. Su viejo personaje (y alter ego) Nathan Zuckerman es el que anda fastidiado con un problema de incontinencia urinaria en Sale el espectro, y deja su refugio en la montaña para operarse en Nueva York, donde se queda colgado de una joven escritora. La vejez, la enfermedad, las dificultades cada vez mayores para llevar una vida plena, pero también el deseo y el cuerpo y las inagotables ganas de seguir ahí con todas sus consecuencias. Philip Roth anda publicando novelas cada vez más delgadas, pero conserva intacta su prodigiosa capacidad para darle un bocado a las verdades más incómodas, en este caso de la complicada coexistencia entre el deterioro y la ilusión de que todo sigue siendo posible. Axsel llega incluso a visitar un médico para saber si puede tener a su edad un hijo con Pegeen Stapleford, su amante, aquella lesbiana a la que ha conseguido seducir. No ocurrirá tal cosa sino otra muy distinta. Y Roth describe, entonces, los efectos devastadores de una pasión tardía.

El País

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