El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Hacia el estallido

Por: | 29 de septiembre de 2010

¿Qué ha ocurrido para que, de pronto, todo se reduzca a una violenta explosión de luz? ¿Qué fue lo que llevó a Joseph Mallord William Turner a ir despojando de sus obras cuanto hubiera de anecdótico para que los trazos y los colores lo fueran dominando todo? Sus mayores logros los hizo cuando pintaba paisajes. Poco a poco, las olas de sus mares se fueron agitando más y más y, de pronto, como si él mismo hubiera sido absorbido por un furibundo maelstrom, ya sólo pintó un grito, un gesto, un estallido. Lo mismo le pasó con los atardeceres: dejó que la luz fue lo fuera deglutiendo todo hasta que sólo quedara su afán de desparramarse en el cuadro. Este punto extremo al que llegó Turner está presente en unos cuantos cuadros de la exposición que le dedica el Prado, pero lo que hay ahí sobre todo no es tanto el final del trayecto sino el camino que recorrió. Sus maestros y los desafíos con sus contemporáneos, las influencias que fue incorporando, su gusto por copiar a quienes admiraba, su pasión por la competencia. Dos detalles sintetizan bien la personalidad de Turner: su rápida incorporación a la academia y su gusto por viajar. De un lado, las normas y los hábitos de la vieja institución. De otro, el gusto por lo desconocido, la voluntad de abrirse al mundo.

Turner Snow Storm-Steam-Boat off a Habrbour's Mouth 1842 
La exposición del Prado tiene la medida apropiada para estar a la altura de su legítima ambición: la de ilustrar cómo se va cocinando un gran artista (en la imagen: Tormenta de nieve, 1842, de Turner). Lo curioso, y fascinante, es descubrir que lo haga copiando y compitiendo. Copiando de mala manera, sin pudor, por la mera disciplina de entender desde dentro qué llevó a sus predecesores a elegir esta fórmula o aquélla. Rembrandt, por ejemplo, concentró la luz de su cuadro sobre la huida a Egipto en el fuego que encienden los padres de Jesús durante un descanso, y Turner ensaya el mismo efecto en una de sus piezas. Con Claudio de Lorena, a quien admiró de manera incondicional, los parecidos comienzan siendo escandalosos: los mismos árboles situados en los márgenes del lienzo, el mismo puente y el mismo número de figuras que, vaya, visten atuendos de colores semejantes. Pero luego ya se va viendo cómo el discípulo va tomando distancias: y la sobria contención de los cielos de su maestro en el Puerto con el embarque de Santa Ursula dejan de serlo en su obra El declive del imperio cartaginés, donde la luz empieza a adquirir una inquietante turbulencia. Turner va afirmando, poco a poco, su querencia por el desgarro de los románticos, por sus excesos, aunque siga trabajando en los marcos clásicos que ha heredado de sus mayores. Hasta que, de manera sutil, de pronto ya es otro y es dueño de cada uno de los registros de su lenguaje. "Sí, la atmósfera es mi estilo", dijo por entonces.

 595px-Joseph_Mallord_William_Turner_083Turner entró en contacto con la Royal Academy desde muy pronto, con catorce años (en la imagen, un autorretrato de Turner). Con quince, ya exhibió una acuarela en una de las exposiciones colectivas de verano. No tardó en pintar óleos, pero lo que importa sobre todo es esa estrecha relación que lo ligó durante toda la vida a la institución. En la muestra del Prado puede verse cómo, una y otra vez, fue sometiendo sus obras a los críticos que frecuentaban la Academia. Era ahí donde Turner comprobaba hasta qué punto había imitado con destreza a los grandes. Pero lo que también favorecía al artista era el clima de competencia que allí se generaba. Se ocupó de copiar a sus maestros, y al mismo tiempo compitió con fervor con sus contemporáneos: con  Clarkson Stanfield, con Philip James de Loutherbourg, con  Thomas Girtin, con John Constable.

Frente a ellos, siempre forzó al máximo el espectáculo. La obra de Turner tiene una querencia por el lado enigmático y salvaje de la naturaleza, pero como pintor era amigo de los efectos especiales. Sus mejores piezas son seguramente aquellas donde su afán por impactar queda barrido por la propia naturaleza que vuelca en el lienzo. Es ahí donde se produce el estallido: el puro color, la materia, el gesto. Cuando Turner abandona las enseñanzas que ha ido incorporando con dedicación y disciplina y se atreve a ser él mismo.

El Duque

Por: | 21 de septiembre de 2010

"Cuando un músico lleva un cierto tiempo en la orquesta, ya sé perfectamente de lo que es capaz y compongo de acuerdo con eso", le explicaba Duke Ellington a Stanley Dance en una conversación que Miquel Jurado recoge en su presentación de la antología Finest Hour, que escribió especialmente para la edición del disco que hizo hace unos años El País. "Compongo para la sonoridad concreta de cada músico. La sonoridad de cada músico es el reflejo de su personalidad total, y cuando me preparo para componer, estoy oyendo ese sonido. Oigo la sonoridad de todos ellos y eso es lo que me hace ser capaz de escribir. Antes de poder tocar o componer algo es necesario oírlo en tu interior. Además, durante cierto tiempo me divertía muchísimo escribir para músicos que tenían ciertas carencias técnicas. Los dejaba boquiabiertos al mostrarles su propio potencial". Recupero la larga cita porque viene a pelo para despedir el verano. Este verano, en el que me he volcado como un poseso en a música de Duke Ellington.

Duke ellington
Una música en la que cada uno de los miembros de su orquesta fue decisivo. Se ha dicho que el instrumento que tocaba Duke Ellington (en la imagen) era su big band. Y es cierto. Suya fue esa sonoridad compacta y brilló por su inmensa habilidad para mover, mezclar y combinar los distintos registros de su instrumento con la precisión de un cirujano que no puede permitirse el más mínimo error. Levantó, sí, esos bloques de sonido, pero los hacía deslizarse con la delicadeza de su swing hasta que iban fundiéndose en las específicas maneras de cada uno de sus solistas. Este verano he tenido la oportunidad de ir conociendo a algunos de los que tocaron con él desde los cincuenta, o antes. La sobria elegancia de la trompeta de Clark Terry o los disparatados agudos y correrías de Cat Anderson, las diabluras de Jimmy Hamilton con su clarinete, la simpatía de Ray Nance cuando cogía el violín, la melancólica entereza de Johnny Hodges, la hondura y fuerza de Harry Carney… A ratos da la impresión de que todo estuviera dispuesto para que cada uno de ellos tocara cada una de las notas que toca por rigurosa prescripción divina. Duke Ellington es esa divinidad que mueve los hilos, así que les tocó a cada uno de sus solistas ponerle a su música el lado humano.

Paulgonzalves Claro que Duke Ellington fue también uno de los músicos de la big band de Duke Ellington. "Ahora les voy a presentar al pianista de la orquesta", decía en sus conciertos. Así era el Duque, dios y hombre al mismo tiempo, aunque el apodo le viniera por su exquisita manera de vestir y por sus impecables modales. Parecía haber venido de otro mundo por la extrema facilidad con que le salía todo; cuando sus dedos recorrían el teclado, se sabía que lo que le salía de dentro pertenecía de manera muy honda a la tierra. Su abuelo había sido esclavo en Carolina del Norte y él creció en una familia acomodada en Washington. Lo educaron con esmero y estudió piano a partir de los siete años. El Cotton Club de Harlem lo hizo famoso. El escritor francés Boris Vian estableció de una forma diáfana su lugar en la música: "Existe tanta diferencia entre Duke Ellington y todos los otros músicos de jazz, sin excepción, que me pregunto ¿por qué se habla de los otros?".

Pues tal vez, en algún caso, se hable de los otros simplemente porque tocaron en la orquesta de Ellington. Es el caso de Paul Gonsalves (en la imagen). Si tuviera que elegir a alguno de sus solistas, no tendría más remedio que confesar mi inclinación por su delirante manera de tocar el saxo tenor. Es como si enchufara los labios en la boquilla y soltara el aire y ya no hubiera manera de detenerlo más. Va corriendo, sube y baja, realiza distintas cabriolas, parece que se va agotando, renace, vuelve a cabalgar como un poseso, va salvando un obstáculo detrás de otro, es como una apisonadora y puede ser también una caricia, sin interrupción alguna, azotado por una tormenta pero siempre firme, superándolo todo. Y a lo suyo. 

El pájaro inmortal

Por: | 18 de septiembre de 2010

En El Héroe y el Único (Taurus), el ensayo que Rafael Argullol dedicó al espíritu trágico del romanticismo y que publicó en 1982, dedicaba un largo capítulo a John Keats. Se refería allí a la última temporada del poeta en la que, en plena batalla contra la enfermedad, la consideró un privilegio que el cielo le concedía al ser uno de los elegidos. En una carta de esos días, Keats exhibía su manera distante de enfrentarse a las cosas: "No tengo hacia el público el más leve sentimiento de humildad, ni tampoco hacia nada de lo existente… No tengo la menor intención de inclinarme ante multitudes de hombres". Ahora, en su último libro, Visión desde el fondo del mar (Acantilado), Argullol ha regresado a Keats pero de una manera lateral, como una excusa que le sirve para contar las extrañas filigranas con las que opera el azar.

Argullol carmen secanella
No encuentro manera mejor para dar cuenta de la ambiciosa tarea en la que Argullol (la foto es de Carmen Scanella) se ha embarcado en su último libro que referirme a esas páginas que dedica a "el hombre que mató a J. K.”. Visión desde el fondo del mar es un largo y complejo autorretrato de más de 1.200 páginas en las que el escritor vuelve sobre las cosas que ha vivido siguiendo los caminos más diversos. Ese J. K. es John Keats y el hombre que lo mató es el crítico que lo fulminó en una reseña de su obra. Keats murió en realidad de tuberculosis en Roma, pero los poetas de su tiempo atribuyeron su partida definitiva a la tristeza que le produjo aquella "crítica terrible e injusta". 

Argullol va abriéndose hacia el pasado en su libro a través de  momentos concretos. En el caso de Keats, la primera parada es en Barcelona en 2004: el escritor mexicano Juan Villoro lo visita para proponerle escribir sobre una foto, la de "un desagradable individuo con cara de tener una llaga en el estómago", un tal John Gibson Lokhart. Siguiente estación: de nuevo Barcelona, esta vez en 2005, cuando lo invitan a presentar el libro de un cineasta kurdo. De ahí va a "algún día de 1963 o 1964", en la misma ciudad, donde lee sobre la valentía de los jinetes liderados por Mustafá Barzani que se enfrentan a una columna de tanques que ha llegado a aplastar las revueltas de los montañas del Kurdistán. El comentario que hace aludiendo a una mañana de primavera de 1978 en Los Ángeles es fascinante. Cuenta ahí la historia de Barzani al hilo del texto que publica el periodista David Williams a raíz de su muerte. Este Williams fue secuestrado por los peshmergas kurdos en 1960 y condenado a muerte. Cuando angustiado esperaba la hora fatal, "apareció Barzani, armado hasta los dientes, y le preguntó si confesaba su condición de espía". La negó. Barzani quiso saber entonces sobre la carta que le habían interceptado. Williams contestó que era para su novia, con la que pronto iba a casarse. "Barzani le preguntó si estaba enamorado de ella. Williams contestó afirmativamente". Una hora más tarde volvió el jefe guerrillero, y le hizo a Williams tres regalos: "la libertad, un collar para la novia y un librito con poemas de John Keats". El periodista terminaba su necrológica citando unos versos de la Oda al ruiseñor, el pájaro inmortal, y Argullol se llevó el recorte cuando volvió a Barcelona y, en diciembre de ese año de 1978, lo releyó un sinfín de veces mientras terminaba su ensayo sobre los poetas románticos y no dejaba de preguntarse cómo sería aquel crítico del que, decían, lo había matado con sus comentarios. 

La siguiente anotación que hace Argullol sobre este episodio alude a Barcelona, en 2005. Visita a una amiga, la pintora ucraniana Olga Zaitzeya, que le cuenta un viaje que hizo en tren de Odesa a Moscú cuando tenía unos veinte años. Coincidió en el vagón con un tipo que acababa de salir de la cárcel, condenado por haber matado a su padre y a su mujer tras haber descubierto que tenían relaciones sexuales. Tuvo miedo, y más cuando éste la despertó para pedirle algo de leer. Al día siguiente ya no estaba: había dejado dos bombones sobre el libro abierto de Keats en la página del poema sobre el pájaro inmortal. Así va construyéndose Visión desde el fondo del mar, a saltos. ¿Y el hombre que mató a J. K.? Resultó ser el de la foto de Villoro. Argullol lo descubrió al darse cuenta de la errata. No era Lokhart, era Lockhart. Simplemente, en la identificación de la foto, le faltaba la c.

Pura dinamita

Por: | 15 de septiembre de 2010

Muchos de los grandes temas de los que se ha ocupado de manera obsesiva y con extrema lucidez la escritora estadounidense Janet Malcom (Praga, 1934) tienen que ver con la escritura de no ficción. ¿Hasta dónde se puede llegar para contar la verdad? Y, sobre todo, ¿cómo es esa verdad, cómo surge, de qué manera se construye y bajo qué condiciones se impone? En uno de sus mejores ensayos, La mujer en silencio (Gedisa; traducción de Mariano Antolín Rato), en la que explora la controvertida relación entre Sylvia Plath y Ted Hughes, de lo que se ocupa en realidad es de reflexionar sobre la biografía. ¿Qué se puede contar, qué es lo importante, cómo es posible no traicionar a los muertos y ser lo suficientemente fieles para contar lo que les pasó durante sus vidas? En 1963, la poeta Sylvia Plath se suicidó metiendo la cabeza en un horno de gas mientras sus dos hijitos dormían en una habitación cercana. Llevaba pocos meses separada del también poeta Ted Hughes. En su libro, Janet Malcom recoge varios fragmentos de las cartas que este último le escribió a su amigo Al Alvarez, el responsable de haber contado con todo detalle cómo ocurrió aquel terrible episodio. En un momento dado le dice: "Para ti fue algo que escribiste, sin duda contra una gran resistencia interior, para tus lectores son cinco minutos interesantes, pero para nosotros es permanente dinamita".

Ted_Hughes_Silvia_Plath
"Una biografía puede parecerse a un libro que ha sido garabateado por un desconocido", escribe ya casi al final del ensayo Janet Malcom. "Después de que hayamos muerto, nuestra historia pasa a manos de desconocidos. El biógrafo se considera, no alguien que toma de prestado una cosa, sino un nuevo propietario de ella, alguien que puede señalar y subrayar lo que le apetezca". Antes de hacer esta observación, la escritora ya ha familiarizado al  lector con las cosas que pasaron antes y después de aquel día en que Sylvia Plath (en la imagen, con Ted Hughes en 1959; fotografía de Rollie McKenna) tomó la decisión de quitarse de en medio. Y lo primero que ocurrió, poco antes del final, fue la irrupción de lo que Hughes llamó su "yo auténtico" y que la llevó a escribir sus mejores poemas, los que aparecieron póstumamente en su libro Ariel. La energía de esa voz que, de pronto, se ve libre de cortapisas para llegar al fondo es un motivo que recorre el ensayo: la oscuridad y el sufrimiento como fuentes de la creación literaria.

El motivo, sin embargo, que impulsó a Janet Malcom a ocuparse de Plath y Hughes fue la biografía que Anne Stevenson escribió de la poeta. Por eso se ocupa, sobre todo, de cómo ésta construyó su relato, de las fuentes que utilizó, de las personas que la ayudaron (y de las que la boicotearon), de la presencia permanente de la hermana de Hughes siguiendo cada línea de su escritura, de las reacciones que provocó, de las críticas, del mundo académico que la aclamó o la rechazó. Y es ahí donde reside el extraordinario interés del ensayo de Janet Malcom. Si en una obra de ficción la verdad es la que impone su creador y es, por tanto, indiscutible, en una obra de no ficción siempre están los hechos, lo que implica que siempre se pueda cuestionar la tarea del que los cuenta. Siempre se puede dudar de la verdad.

Y, mucho más, cuando alrededor de los hechos florecen los intereses más diversos, muchos de ellos ignominiosos. Intereses grandes y pequeños, nimios incluso (de una beca para estudiar la obra de la poeta al afán de defender la causa feminista, del aplauso por un artículo al simple reconocimiento público por el mero hecho de haber sido vecino de la pareja). Con los hechos ocurre que están ahí, pero cada cual puede interpretarlos a su manera. Más incluso: decirlos o no decirlos. Y es en ese punto donde también entra la prensa, otra de las productoras permanentes de piezas de no ficción. Y ahí surge de nuevo otro doloroso reproche que le hace Hughes a Alvarez: "Sólo considerando que te has sometido a la ética del periodismo norteamericano, que te hizo ser despiadado y te privó de tu auténtica imaginación, puedo entender cómo llegó a aparecer ese artículo, y cómo lo que empezó a ser escrito de un modo sagrado por una parte tuya, como un documento privado, personal, fue arrebatado y vendido por la otra parte, tragado por la codiciosa demanda de ese público vacío".

Contar historias

Por: | 13 de septiembre de 2010

Cuando Gay Talese publicó en 1962 en la revista Esquire un texto sobre Joe Louis, ex campeón de los pesos pesados, Tom Wolfe lo saludó como un ejemplo emblemático de lo que empezó a llamarse por entonces nuevo periodismo. Frente al otro, el viejo, lo que aportaban este tipo de propuestas era otra manera de contar las cosas que, según el propio Talese, ponían al lector "en estrecho contacto con personas y lugares reales mediante el fiel registro y empleo de diálogos, entornos, detalles personales íntimos, incluyendo el uso del monólogo interior, además de otras técnicas que desde tiempo atrás se asociaban con los dramaturgos y los escritores de ficción". Con el tiempo, para distinguir esta manera de proceder frente al que sólo hacía vulgar periodismo se empezó a utilizar la fórmula "contar historias". Una fórmula que, en su día, permitió que entrara aire fresco en las redacciones de los periódicos y que, sin embargo, poco a poco se ha ido convirtiendo en un peligroso veneno que puede acabar con la esencia del oficio. A Gay Talese le pareció un "cumplido innecesario" que Tom Wolfe dijera que estaba haciendo algo nuevo. Lo suyo no era más que lo de siempre: prestar atención y no perderse ni un solo detalle. Una excelente recopilación de trabajos de Gay Talese, Retratos y encuentros (Alfaguara; traducción de Carlos José Restrepo), permite conocer las técnicas, y el estilo, de este maestro de la llamada no ficción. Un periodista, en fin, que trabaja a fondo cada pieza para iluminar su contenido desde los ángulos más diversos y para dar, así, una visión  más completa de la verdad de las cosas, que suele ser múltiple y ambigua y llena de una inmensa gradación de grises.

¿Qué ha ocurrido para que, en estos días, se le pongan a uno los pelos como escarpias ante la menor referencia a la fórmula "contar historias" cuando se la escucha en un periódico? Pues que lo que nació para dar más se ha convertido en la mejor estratagema para dar menos. Gay Talese, y Tom Wolfe y los que vinieron después, pretendían añadir un poco más de complejidad a la información que se hacía entonces y buscaron hacerlo a través del encuentro personal con quienes protagonizaban las noticias. Seguirlos, preguntarles de todo, escudriñar en sus contradicciones, conocer sus alrededores. Y encontrar la escritura más idónea para contarlo. Ahora de lo que se trata es de servirse de la fórmula de contar historias para saltarse el tedioso proceso de perseguir y contrastar una información. Más que complejidad, lo que se pide es simpleza: añadir adjetivos, darle un aire de proximidad a los textos y pintar los asuntos en blanco y negro. David Simon, periodista y creador de la impresionante serie de televisión The Wire, ha contado que en su caso las cosas fueron más lejos. En The Baltimore Sun no le pidieron simplemente que contara historias, le exigieron que fueran "dickensianas", que llamaran al lagrimón fácil para vender más ejemplares. Nada, por tanto, de periodismo (ni del viejo, ni del nuevo).

Gay talese 2 Gay Talese nació en 1932 en una pequeña isla situada frente a la costa sur de Nueva Jersey. Su padre era sastre y su madre montó una tienda de ropa. Fue allí donde aprendió el oficio de periodista, escuchando a las damas que iban a probarse nuevas prendas y que se entretenían en contarse sus cuitas y problemas. Todas las cuestiones que importaban en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX se trataron en la tienda, explica Talese, y él aprendió que la riqueza estaba en los matices, en los detalles, en lo que no se termina de contar. Escribe: "Mi madre les preguntaba a sus amigas: '¿En qué estabas pensando cuando hiciste tal y tal cosa?', y yo les hacía la misma pregunta a los sujetos de mis artículos posteriores".

Una lección de la extrema complejidad de hombres y mujeres y de lo imprevisibles que son las cosas que pasan está contenida en Retratos y encuentros. Su magistral pieza sobre Frank Sinatra, escrita "desde lejos", y las que publicó sobre Joe DiMaggio o Joe Louis conviven con otras donde los protagonistas son desconocidos. Reconstruye la atmósfera en la que surgió la Paris Review o el boato inútil que rodeó el encuentro de Fidel Castro con Muhammad Alí. Sabe ser grave y tener sentido del humor. Y, sobre todo, más que contar historias lo que hay ahí es periodismo del bueno. Conviene recordarlo.

La experiencia íntima

Por: | 06 de septiembre de 2010

Cuando Julia conoce a John en el barrio de Tokai, en el verano de 1972, lo describe con estas palabras: "Era flacucho, llevaba barba y gafas de montura metálica, y calzaba sandalias". Y dice también que tenía "un aire de sordidez, un aire de fracaso". En Tokai, un barrio residencial de Ciudad del Cabo, estaba la prisión de Pollsmoor. Allí fue a parar en 1982 Nelson Mandela, pero aún estaba en la isla de Robben en los primeros años setenta. Ese es el tiempo en el que se desarrolla Verano (Mondadori; traducción de Jordi Fibla), la tercera (y última, por el momento) entrega de las memorias de J. M. Coetzee. El escritor acababa de ser expulsado de Estados Unidos por haber participado en protestas contra la guerra de Vietnam y regresó a Sudáfrica. Su madre había muerto un tiempo antes, se instaló a vivir con su padre. Era habitual entonces que pasaran por aquel barrio los furgones de la policía llenos de negros. Fueron unos años particularmente duros en el régimen del apartheid, que en el libro está presente sobre todo como un telón de fondo agobiante, irrespirable.

J.m Julia fue una amante de Coetzee, y es una de las narradoras del libro. Y es que estas memorias las escribe un biógrafo del Premio Nobel, que se da por muerto, y las construye a través de una serie de entrevistas con algunas personas de su entorno más próximo. Julia es una de ellas. Las otras son su prima Margot; Adriana, una bailarina brasileña de la que estuvo enamorado; Martin, un profesor con el que coincidió buscando trabajo en la universidad, y Sophie, su pareja durante una temporada. Es curioso, pero ninguno de los que participa en estas memorias da una visión muy positiva de Coetzee. Julia habla de su aire de sordidez y Martin se refiere a él como un inadaptado. Margot comenta que "no siente hacia John nada que pudiera llamarse atracción física", Adriana es particularmente insultante ("para mí no es natural sentir algo por un hombre como él, un hombre que era tan blando") y Sophie dice que nunca pensó, mientras estuvo con él, que se encontrara al lado de un "hombre excepcional".

El propio Coetzee se refiere a sí mismo, en las notas de sus cuadernos incluidas en Verano, de manera displicente: "En capacidad de hacer reír, es el último de la clase, un tipo lúgubre, un aguafiestas, un hombre rutinario e inflexible". Sin embargo, nunca llega a percibirse amargura en estas descripciones, ni siquiera puede hablarse de un ajuste de cuentas contra sí mismo al que Coetzze recurriera a través de las voces de aquellos a los que hace hablar en estas singulares memorias. No, para nada, el tono más bien es el de un especialista que, tras una meticulosa observación, ofreciera un gélido diagnóstico, su veredicto. Las mujeres no solían sentirse atraídas físicamente por Coetzee, lo encontraban poco viril, incompetente a la hora de tratarlas: "un eunuco", dice su prima. Pero también resultaba frío, distante, intrascendente, demasiado torpe para las relaciones humanas. Adriana cuenta que no sabía bailar y subraya que tenía la cabeza separada del cuerpo, como si cada cual fuera por su lado, como si no existiera conexión alguna.

También es Adriana la que se refiere a uno de los grandes temas del libro: "¿Cómo puedes ser un gran escritor si no eres más que un hombrecillo normal y corriente?". No hay que olvidar, al fin y al cabo, que Verano lo está escribiendo el biógrafo de un eminente autor, ganador del Premio Nobel, que ha muerto. Y tiene su lógica que quienes participan en el proyecto lo hagan por el deber de contribuir a que se conozca mejor a una respetable figura pública. Lo relevante, sin embargo, es justamente eso: que ninguno (ni Julia, ni Margot, ni Adriana, ni Marttin, ni Sophie) encuentra especial al célebre personaje. Ni a él, ni a sus libros, ni a su obra, ni a su vida. Sophie es, acaso, la que llega más lejos en los elogios al reconocer que como escritor tenía "cierto estilo, y el estilo es el inicio de la distinción". Pero nada más. El mayor triunfo que pueda obtenerse en ese oficio (pongamos por caso, el Nobel) ni cambia lo que uno ha sido, ni te transforma ante los más próximos, ni le da un aire más importante a lo que has hecho. Se podrá adornar como sea, pero dedicarse a la literatura no es otra cosa que dedicarse a la literatura. Lo dice Julia cuando alude a la ocupación de John: "¿Cómo se gana la vida? Escribiendo informes, informes de experto, sobre la experiencia humana íntima. Porque de eso tratan las novelas, ¿no?, la experiencia íntima". 

La vida de la mente

Por: | 01 de septiembre de 2010

Juventud, la segunda parte de las memorias de J. M. Coetzee, empieza cuando con 19 años ha alquilado un apartamento junto a la estación de ferrocarril de Mowbray, en Ciudad del Cabo, y termina cuando tiene 24 y lleva un tiempo en Londres, es programador informático y tiene miedo: "miedo de escribir, miedo de las mujeres".  De lo que trata el libro es del aprendizaje, de la manera en que a esas edades cada cual procura ir inventándose su vida, su rostro, su oficio. Coetzee quiere ser artista y sabe que para conseguirlo le hace falta encontrar una ocupación gris porque no quiere ser bohemio, nada de vivir a salto de mata. Por lo pronto, se ha ido de casa y, aunque sus padres estén cerca, no los visita nunca. Después se va también de Sudáfrica. Juventud está lleno de libros y de mujeres. Habla de Ezra Pound, de Eliot, de Henry James, de Joseph Brodsky, de Beckett, de Neruda. Liga con una chica mayor y con algunas muy jóvenes, deja embarazada a Sarah, tiene una historia con Caroline, se acuesta con una poeta, le quita la virginidad a Marianne. Mientras tanto, algo le chirría por dentro, un ruido, una molestia.

Coetzee en la cermonia de entrega de los nobel
Ha estudiado inglés y matemáticas. Va encontrando trabajos aquí y allá. En Londres entra en la IBM, donde puede labrarse un buen futuro. Pero termina dejándolo. Y es que quiere convertirse en escritor, y la programación le quita mucho tiempo, muchas energías. "Ha venido a Londres para hacer lo que en Sudáfrica es imposible: explorar las profundidades", escribe Coetzee (en la imagen, recibiendo el Premio Nobel de Literatura 2003 de manos del Rey Carlos Gustavo de Suecia). "Sin descender a las profundidades no se puede ser artista. Pero ¿qué son exactamente las profundidades? Había creído que recorrer calles heladas con el corazón aturdido por la tristeza. Pero las profundidades de verdad son otras y se presentan con formas inesperadas: como un arranque de maldad contra una chica a primera hora de la madrugada, por ejemplo. Quizá las profundidades en las que quería zambullirse han estado dentro de él todo el tiempo, encerradas en su pecho: profundidades de frialdad, crueldad, bellaquería. ¿Dar rienda suelta a sus inclinaciones, a sus vicios, y después torturarse como hace ahora le ayuda a ser artista? No ve cómo".

Consigue una beca de posgrado y decide dedicarla, mientras sigue con sus cosas, a estudiar la obra de Ford Madox Ford. Sí, Juventud es un libro sobre el aprendizaje, y por eso todas las cosas que hace  el joven Coetzee tienen algo de forzadas. Eso mismo de "explorar las profundidades". Pero no sólo está ese afán por remedar lo que cree que necesita hacer para ser escritor. También en sus relaciones amorosas está tanteando el terreno todo el tiempo. Coetzee es rematadamente torpe. Y va saliendo como puede de una y otra complicación. Escribe versos, prueba con la prosa. Se le va acabando el dinero, vuelve a trabajar en una empresa de informática, en International Computers.

Y, tanto en Ciudad del Cabo como en Londres, esos crujidos, esos chirridos, esos ruidos que no le permiten terminar de agarrarse a las cosas, que lo separan un poco de la vida para hacerlo desdichado. "Sólo tiene talento para la tristeza, la tristeza sincera y aburrida", dice. Y observa también que "en la vida real lo único que sabe hacer bien es sentirse deprimido". Lee, va al cine donde queda fascinado con Monica Vitti, escucha la BBC, construye unos extraños versos a partir de poemas de Pablo Neruda utilizando un ordenador enorme, el Atlas. Aprendizaje de la soledad y del uso de las palabras. Conocer los afectos, descubrir los límites. ¿Qué quiere, en realidad? ¿Qué está buscando? Va a la biblioteca para seguir leyendo otra obra más de Ford Madox Ford: "La vida de la mente, piensa para sí: ¿a eso es a lo que nos hemos dedicado, yo y esos trotamundos solitarios en las entrañas del British Museum? ¿Nos espera alguna recompensa? ¿Se disipará nuestra soledad, o la vida de la mente es en sí misma una recompensa?".

El País

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