La experiencia íntima

Por: | 06 de septiembre de 2010

Cuando Julia conoce a John en el barrio de Tokai, en el verano de 1972, lo describe con estas palabras: "Era flacucho, llevaba barba y gafas de montura metálica, y calzaba sandalias". Y dice también que tenía "un aire de sordidez, un aire de fracaso". En Tokai, un barrio residencial de Ciudad del Cabo, estaba la prisión de Pollsmoor. Allí fue a parar en 1982 Nelson Mandela, pero aún estaba en la isla de Robben en los primeros años setenta. Ese es el tiempo en el que se desarrolla Verano (Mondadori; traducción de Jordi Fibla), la tercera (y última, por el momento) entrega de las memorias de J. M. Coetzee. El escritor acababa de ser expulsado de Estados Unidos por haber participado en protestas contra la guerra de Vietnam y regresó a Sudáfrica. Su madre había muerto un tiempo antes, se instaló a vivir con su padre. Era habitual entonces que pasaran por aquel barrio los furgones de la policía llenos de negros. Fueron unos años particularmente duros en el régimen del apartheid, que en el libro está presente sobre todo como un telón de fondo agobiante, irrespirable.

J.m Julia fue una amante de Coetzee, y es una de las narradoras del libro. Y es que estas memorias las escribe un biógrafo del Premio Nobel, que se da por muerto, y las construye a través de una serie de entrevistas con algunas personas de su entorno más próximo. Julia es una de ellas. Las otras son su prima Margot; Adriana, una bailarina brasileña de la que estuvo enamorado; Martin, un profesor con el que coincidió buscando trabajo en la universidad, y Sophie, su pareja durante una temporada. Es curioso, pero ninguno de los que participa en estas memorias da una visión muy positiva de Coetzee. Julia habla de su aire de sordidez y Martin se refiere a él como un inadaptado. Margot comenta que "no siente hacia John nada que pudiera llamarse atracción física", Adriana es particularmente insultante ("para mí no es natural sentir algo por un hombre como él, un hombre que era tan blando") y Sophie dice que nunca pensó, mientras estuvo con él, que se encontrara al lado de un "hombre excepcional".

El propio Coetzee se refiere a sí mismo, en las notas de sus cuadernos incluidas en Verano, de manera displicente: "En capacidad de hacer reír, es el último de la clase, un tipo lúgubre, un aguafiestas, un hombre rutinario e inflexible". Sin embargo, nunca llega a percibirse amargura en estas descripciones, ni siquiera puede hablarse de un ajuste de cuentas contra sí mismo al que Coetzze recurriera a través de las voces de aquellos a los que hace hablar en estas singulares memorias. No, para nada, el tono más bien es el de un especialista que, tras una meticulosa observación, ofreciera un gélido diagnóstico, su veredicto. Las mujeres no solían sentirse atraídas físicamente por Coetzee, lo encontraban poco viril, incompetente a la hora de tratarlas: "un eunuco", dice su prima. Pero también resultaba frío, distante, intrascendente, demasiado torpe para las relaciones humanas. Adriana cuenta que no sabía bailar y subraya que tenía la cabeza separada del cuerpo, como si cada cual fuera por su lado, como si no existiera conexión alguna.

También es Adriana la que se refiere a uno de los grandes temas del libro: "¿Cómo puedes ser un gran escritor si no eres más que un hombrecillo normal y corriente?". No hay que olvidar, al fin y al cabo, que Verano lo está escribiendo el biógrafo de un eminente autor, ganador del Premio Nobel, que ha muerto. Y tiene su lógica que quienes participan en el proyecto lo hagan por el deber de contribuir a que se conozca mejor a una respetable figura pública. Lo relevante, sin embargo, es justamente eso: que ninguno (ni Julia, ni Margot, ni Adriana, ni Marttin, ni Sophie) encuentra especial al célebre personaje. Ni a él, ni a sus libros, ni a su obra, ni a su vida. Sophie es, acaso, la que llega más lejos en los elogios al reconocer que como escritor tenía "cierto estilo, y el estilo es el inicio de la distinción". Pero nada más. El mayor triunfo que pueda obtenerse en ese oficio (pongamos por caso, el Nobel) ni cambia lo que uno ha sido, ni te transforma ante los más próximos, ni le da un aire más importante a lo que has hecho. Se podrá adornar como sea, pero dedicarse a la literatura no es otra cosa que dedicarse a la literatura. Lo dice Julia cuando alude a la ocupación de John: "¿Cómo se gana la vida? Escribiendo informes, informes de experto, sobre la experiencia humana íntima. Porque de eso tratan las novelas, ¿no?, la experiencia íntima". 

Hay 1 Comentarios

¡Qué pobres...!
Resulta que el individuo en cuestión tiene una mirada magnífica. No mira como un cultivador ni como un cirujano, no es blanda ni excesivamente penetrante. Tiene luz, pero no la despide en forma de torrente ni de aúrea, sino que permanence contenida sin el estruendo de un flash.
Es humano, tan humano que resulta extrañamente protegido. Y tan espiritual, que la pobre que se acostaba con su cuerpo, jamás llegó a recibirle.
Pero además, escribía. Y quizás, esa falta de capacidad humorística que se autoatribuye, es la más seductora.

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El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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