Las peores cosas siempre ocurren dentro de la familia y quedan muchas veces cubiertas por toneladas de escombros hasta que se convierten en secretos. Hace falta olvidarse para poder vivir, eso es así, pero si no te acuerdas de algunas cosas importantes terminas por joderla. De eso va Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, que Claudio Tocalchir ha adaptado y dirigido, y que se puede ver en el teatro Español de Madrid. El jardín de una casa con unos imponentes álamos al fondo y una familia que ha perdido a un hijo en la guerra. La madre sigue esperándolo; el padre y el hermano saben que no volverá. La que sí ha regresado ha sido la que un día fue su novia. Así que hay revuelo en el ambiente, y cuchicheos, y el pasado aparece para revelar todas sus caras. Viene como un vendaval que podría mandarlo todo al carajo. Y lo manda.
Ese pasado es la guerra. Los dos hijos fueron llamados a filas: uno sobrevivió, aunque muriera su compañía entera; el otro sigue desaparecido. Pero también en la retaguardia pasaron cosas (en la imagen, Gloria Muñoz y Carlos Hipólito; foto de Uly Martín): el padre y su socio fueron juzgados por haber vendido unas piezas defectuosas que se incorporaron a algunos aviones de combate que luego cayeron, matando a los jóvenes que los pilotaban. El socio fue a la cárcel; al padre lo declararon inocente, así que volvió a trabajar e hizo fortuna. Ahora en su casa, con esos álamos imponentes al fondo, las viejas heridas vuelven a abrirse. Ha venido la novia del hijo perdido, que además es hija de su antiguo socio, y ha venido a casarse con el otro, con el que sobrevivió: compartieron la infancia, empezaron a quererse por carta, van a volverse a ver las caras.
Es una pena que los actores (Fran Perea y Manuela Velasco) no estén a la altura de ese momento. Nada expresan, nada transmiten: hacen unos cuantos gestos, que el director les habrá marcado, para salir del paso. Tienen la suerte de que la obra tenga una imponente finura dramática y una densidad argumental que abruma, así que todo lo aguanta. Arthur Miller desplegó en su escritura cuantos hilos le hicieron falta para tejer en cada momento, en cada situación, un torrente de conflictos. Hay conflictos entre el padre y la madre, y entre la madre y el hijo, y entre el hijo y el padre, y con la novia y con los vecinos y con el hijo perdido y con el socio que sigue en la cárcel y con el barrio… y, sobre todo, cada personaje tiene conflictos de envergadura consigo mismo. Miller los anuncia, los deja crecer, los va mostrando poco a poco, deja que exploten. El drama de una familia americana que ha perdido a un hijo en la guerra va poco a poco tomando así la consistencia de las viejas tragedias griegas. Miller quita una a una, capa a capa, todas las justificaciones y discursos, todas las estratagemas, y va afinando hasta dejar, mondo y lirondo, el conflicto esencial. ¿Hay alguna salida cuando se ha vivido escondiendo una mentira? ¿Qué hace falta olvidar para vivir, qué es lo que ha de ser por fuerza recordado?
"Hay algo muy primitivo en mis obras", decía Miller en una entrevista en The Paris Review. "Y es que el padre es una figura que en realidad representa tanto el poder como algún tipo de ley moral, que él termina por violar o que le estalla en las manos". Esto está en Todos eran mis hijos y, ¿cómo decirlo?, es una cuestión de hondura. Quizá en el montaje lo que falla es el registro: Tolcachir los ha querido tan naturales a sus actores que los ha hecho banales, sin matices, un poco tontuelos (forzados: no saben ver lo que les está pasando, y se ponen a pegar grititos o a hablar atolondradamente). Claro que se salvan Carlos Hipólito (el padre) y Gloria Muñoz (la madre), pero han sido contagiados por esa atmósfera de ligereza. Pero igual es que el enfoque no fue ni siquiera deliberado en Tocalchir, tan brillante en otras ocasiones. Quizá el error está en la concepción del producto: por dar un detalle, los que eligieron a los actores ni repararon en las edades de los personajes que iban a encarnar, como si eso no se notara (y vaya si se nota). Un par de actores indiscutibles, algunos famosos de televisión, un director que se sale, un texto indiscutible. Y se mezcla. Pero no sale bien, no suele salir bien. Esta vez no ha salido bien. Eso sí: Arthur Miller los salva a todos.