El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Cuentas pendientes

Por: | 28 de octubre de 2010

Las peores cosas siempre ocurren dentro de la familia y quedan muchas veces cubiertas por toneladas de escombros hasta que se convierten en secretos. Hace falta olvidarse para poder vivir, eso es así, pero si no te acuerdas de algunas cosas importantes terminas por joderla. De eso va Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, que Claudio Tocalchir ha adaptado y dirigido, y que se puede ver en el teatro Español de Madrid. El jardín de una casa con unos imponentes álamos al fondo y una familia que ha perdido a un hijo en la guerra. La madre sigue esperándolo; el padre y el hermano saben que no volverá. La que sí ha regresado ha sido la que un día fue su novia. Así que hay revuelo en el ambiente, y cuchicheos, y el pasado aparece para revelar todas sus caras. Viene como un vendaval que podría mandarlo todo al carajo. Y lo manda.

Todos eran mis hijos uly martin 
Ese pasado es la guerra. Los dos hijos fueron llamados a filas: uno sobrevivió, aunque muriera su compañía entera; el otro sigue desaparecido. Pero también en la retaguardia pasaron cosas (en la imagen, Gloria Muñoz y Carlos Hipólito; foto de Uly Martín): el padre y su socio fueron juzgados por haber vendido unas piezas defectuosas que se incorporaron a algunos aviones de combate que luego cayeron, matando a los jóvenes que los pilotaban. El socio fue a la cárcel; al padre lo declararon inocente, así que volvió a trabajar e hizo fortuna. Ahora en su casa, con esos álamos imponentes al fondo, las viejas heridas vuelven a abrirse. Ha venido la novia del hijo perdido, que además es hija de su antiguo socio, y ha venido a casarse con el otro, con el que sobrevivió: compartieron la infancia, empezaron a quererse por carta, van a volverse a ver las caras.

Es una pena que los actores (Fran Perea y Manuela Velasco) no estén a la altura de ese momento. Nada expresan, nada transmiten: hacen unos cuantos gestos, que el director les habrá marcado, para salir del paso. Tienen la suerte de que la obra tenga una imponente finura dramática y una densidad argumental que abruma, así que todo lo aguanta. Arthur Miller desplegó en su escritura cuantos hilos le hicieron falta para tejer en cada momento, en cada situación, un torrente de conflictos. Hay conflictos entre el padre y la madre, y entre la madre y el hijo, y entre el hijo y el padre, y con la novia y con los vecinos y con el hijo perdido y con el socio que sigue en la cárcel y con el barrio… y, sobre todo, cada personaje tiene conflictos de envergadura consigo mismo. Miller los anuncia, los deja crecer, los va mostrando poco a poco, deja que exploten. El drama de una familia americana que ha perdido a un hijo en la guerra va poco a poco tomando así la consistencia de las viejas tragedias griegas. Miller quita una a una, capa a capa, todas las justificaciones y discursos, todas las estratagemas, y va afinando hasta dejar, mondo y lirondo, el conflicto esencial. ¿Hay alguna salida cuando se ha vivido escondiendo una mentira? ¿Qué hace falta olvidar para vivir, qué es lo que ha de ser por fuerza recordado?

"Hay algo muy primitivo en mis obras", decía Miller en una entrevista en The Paris Review. "Y es que el padre es una figura que en realidad representa tanto el poder como algún tipo de ley moral, que él termina por violar o que le estalla en las manos". Esto está en Todos eran mis hijos y, ¿cómo decirlo?, es una cuestión de hondura. Quizá en el montaje lo que falla es el registro: Tolcachir los ha querido tan naturales a sus actores que los ha hecho banales, sin matices, un poco tontuelos (forzados: no saben ver lo que les está pasando, y se ponen a pegar grititos o a hablar atolondradamente). Claro que se salvan Carlos Hipólito (el padre) y Gloria Muñoz (la madre), pero han sido contagiados por esa atmósfera de ligereza. Pero igual es que el enfoque no fue ni siquiera deliberado en Tocalchir, tan brillante en otras ocasiones. Quizá el error está en la concepción del producto: por dar un detalle, los que eligieron a los actores ni repararon en las edades de los personajes que iban a encarnar, como si eso no se notara (y vaya si se nota). Un par de actores indiscutibles, algunos famosos de televisión, un director que se sale, un texto indiscutible. Y se mezcla. Pero no sale bien, no suele salir bien. Esta vez no ha salido bien. Eso sí: Arthur Miller los salva a todos.

Imposturas

Por: | 25 de octubre de 2010

Cuando se produce el golpe de Estado de los militares chilenos contra el Gobierno de Allende, el protagonista de Historia del llanto (Anagrama, 2007) tiene unos trece años. Está en la casa de un amigo dos años mayor que él que no deja de llorar. Él, en cambio, es incapaz de derramar una lágrima. "Siempre se ha sentido de algún modo como un impostor", escribe Alan Pauls refiriéndose al muchacho, "el doble pálido de su amigo, el farsante que repite en un lenguaje débil, plagado de reflejos automáticos y fórmulas de segunda mano, todo lo que de labios de su amigo parece brotar en la lengua natural de la verdad". De esa distancia, que tiene su fundamento en esa minúscula diferencia de edad, trata esta novela (entre otras cosas). La distancia que hay entre el mozalbete que está persiguiendo echarle un lazo al mundo para aprender a moverse dentro de él y el que se maneja ya en la realidad con un puñado de certezas. Son los años setenta: una época tumultuosa. Y más en Latinoamérica, donde los movimientos revolucionarios que surgieron en los sesenta fueron masacrados, con la mayor impunidad y recurriendo a un inusitado catálogo de crueldades, por las distintas dictaduras militares que fueron imponiéndose en el continente. El joven es un precoz lector de Marx y de los más variados teóricos marxistas y un entusiasta revistas como La causa peronista, Estrella roja o El combatiente. Pero cae Allende, y se entera de que se ha pegado un tiro, y no puede llorar.

Alan pauls 
En las pocas más de 120 páginas de Historia del llanto, Alan Pauls (la foto es de Uly Martín, del año 2003) propone un acercamiento demoledoramente lúcido a aquel periodo histórico. No hay recuento de lo que ocurrió, ni muchas referencias concretas, ni pronunciamientos categóricos sobre las actitudes e ideas que barajaron cuanto se vieron envueltos en la vorágine de los acontecimientos. La manera de acercarse a aquellos tiempos se elabora, más bien, desde la reconstrucción biográfica de una mirada. La novela arranca con un niño de cuatro años al que le regalan un disfraz de Superman, y desde el principio muestra lo que resulta relevante para él: el dolor más que la felicidad, los actos de defección más que las proezas. "A Lo Feliz y Lo Bueno, él, si pudiera, les opondría esto: Lo Cerca", escribe Pauls. Frente al artificio abstracto de dos términos cargados de resonancias épicas, la elección de un concepto espacial que alude a lo próximo y que remite al cuerpo: si se habla de cercanía y de lejanía siempre es con relación al lugar donde uno está situado. No siempre sirven los términos remotos, ni pueden justificarlo todo. Lo Cerca establece otra relación con las cosas y con el mundo.

Alan Pauls participó este verano en el curso que sobre Europa y su identidad organizó Estrella de Diego en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. En un encuentro con el albanés Fatos Kongoli, el escritor argentino reivindicó la necesidad de orquestar una política a contracorriente: hacer visible en Europa no tanto la integración, como la desintegración; no el orden, sino el desorden. El ruido, el error, las disonancias. El reclamo que pone demasiad énfasis en un relato común olvida que son las diferencias las que generan una relación fructífera. Y lo que importa, entre unos y otros, es que surjan flujos e intercambios, y las cosas se muevan y se transformen. La búsqueda de antiguas esencias no conduce a ninguna parte.

Lo Cerca seguramente tiene que ver con el ruido, con el error, con el dolor. Lo Feliz y lo Bueno siempre aluden a modelos acabados. En Historia del llanto, cuando ese niño del principio ha crecido tiene la oportunidad de conocer a un cantautor (en todos los países hay uno, incluso puede haber varios): ese personaje que, de alguna manera, sintetizó en clave sentimental los anhelos de aquella generación de jóvenes airados que se hizo célebre en el 68. Y en ese encuentro descubre "lo que más aborrece en el mundo, imprecisión, superficialidad, autocomplacencia…". Y es que las batallas que un día fueron trágicas muchas veces regresan después vestidas con las vanas pompas de lo que se proclama perfecto, cerrado, auténtico. Y la diferencia generacional vuelve a emerger: aquellos se manejaron con grandes convicciones, estos naufragan en sus errores.

En el precipicio

Por: | 19 de octubre de 2010

Da un poco de miedo meterse, a estas alturas, a ver una película que se ocupa de la vida de John Keats, el poeta romántico. Ha pasado demasiado tiempo para que resulten creíbles aquellos arrebatos de amor, ese loco afán por husmear en lo oscuro, el coraje de acercarse al precipicio y mirar el vacío, y constatar que la razón sirve para gobernar algunos asuntos, pero que hay otros que se escapan y se enredan y regresan como una maldición para arruinar la fiesta. Jane Campion se ha embarcado en esa aventura en Bright Star y, desde el principio, los ambientes y los ademanes y los vestidos forman parte de una época tan remota que resulta una antigualla. Lugares apartados, rígidas convenciones, costumbres arcaicas. Pero, de pronto, suenan algunos versos del poeta y la cosa adquiere otro espesor. Resulta que esos jovencitos que vivían en Londres en 1818 podían, igual que ahora, holgazanear y dedicar el tiempo a juntar unas cuantas palabras y apuntar con ellas al corazón del mundo. "Me gusta ver rostros tristes con buen tiempo, / y oír una risa alegre entre los truenos; / amo a la vez lo bello y lo repugnante…", escribió Keats en su Oda a la melancolía. Jane Campion confiesa que concibió la película "como una balada, una especie de poema".

Bright star 
"¡Oh, la dulzura del dolor!", dice Keats también en ese poema. Y lo que hace Bright Star es eso, meterse en el dolor. Lo hace con elegancia, y con una cierta distancia que le permite a Jane Campion sortear hasta donde puede los códigos excesivamente lejanos que rodean una historia de amor que pertenece a otro tiempo. La historia y sus circunstancias, pero no la grieta. Porque también ahora, como antes y después, hay pasiones que estallan donde no debieran y se sostienen sobre el filo de una navaja, con los rugidos del vacío aullando en los alrededores. John Keats y Fanny Browne se enamoraron con locura, pero él no tenía un duro para llevársela consigo. No había horizonte pues, sólo el instante. Este y otro y el de más allá. Ese presente donde la alegría del momento se encharca, de tanto en tanto, en la desoladora herida de carecer de porvenir. En esa grieta rasca Jane Campion.

Seguramente uno de los hallazgos de Bright Star sean los actores protagonistas. Abbie Cornish borda su papel de joven mujer sensible, amiga de la frivolidad y de estar a la moda, mordaz y coqueta a partes iguales, y fiel a sí misma, sobre todo fiel al terremoto que la sacude por dentro: no renunciará al amor, y plantará lucha hasta donde sea posible. Ben Whishaw, por su parte, nació con la cara y con el físico delgaducho que lo convierten en un John Keats indiscutible. Buenos modales, un peculiar desprendimiento de las cosas del mundo, complicidad con los amigos, y luego consigue ser convincente en la ternura y en el atrevimiento y en los celos y en los disparates a los que lo conduce su relación con Fanny Browne. "Créeme, la pasión me avasalla", le escribe en una carta, "por nada quisiera que vieses los raptos a los que jamás hubiera pensado que me entregaría, y que muchas veces me hicieron reír en otros…".

"Es la pasión la que habla en esas cartas”, escribe Cortázar sobre Keats (pdf) en Imagen de John Keats (Alfaguara, 1996) refiriéndose a una que le escribió durante una estancia fuera de Londres, "pero la pasión limitada a sí misma, a un objeto sin trascendencia, fuego de su fuego. Sólo un tema, Franny; sólo un rostro, su rostro, el acoso de la ausencia noche a noche". Y, en buena medida, eso es lo que hace Jane Campion. Pero no sólo filma el rostro de Franny, también el de Keats, y su historia, cada una de las dificultades de su relación, cada relámpago de dicha y todo ese dolor constante, que muerde y muerde. Y que es más grande con la enfermedad y directamente insoportable con la muerte. "Si alguna vez sintieras, al ver por primera vez a un hombre, lo que sentí por ti, yo estaría perdido", le dice  Keats en una carta. Y en otra, que recoge la película: "No sé cómo expresar mi devoción por una criatura tan bella: necesito una palabra más radiante que radiante, una palabra más bella que bella. Casi desearía que fuéramos mariposas y sólo viviéramos tres días de estío…". Y Jane Campion, con una temeraria audacia, llena la habitación de Franny de mariposas. Y funciona, es creíble. Y consigue lo más difícil: que esas vidas remotas y extrañas resulten próximas y verdaderas.

El olvido del presente

Por: | 18 de octubre de 2010

En una entrevista publicada en Revista de Libros, el historiador Reinhart Koselleck decía sobre el tratamiento de la identidad en las lecturas del pasado: "Mi posición personal en este tema es muy estricta en contra de la memoria colectiva, puesto que estuve sometido a la memoria colectiva de la época nazi durante doce años de mi vida". El comentario lo recoge Santos Juliá en uno de los trabajos reunidos en su último libro, Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España el siglo XX (RBA). Se ocupa en él de la relación entre memoria e historia y reflexiona sobre un cambio esencial que se ha producido recientemente, y que podría resumirse con sus palabras de esta manera: "Una nueva generación miró al pasado con ánimo no exactamente de conocerlo al modo del historiador, sino de rememorarlo al modo de quien busca las raíces de una identidad colectiva y diferenciada". Más que afán de conocimiento y búsqueda de la verdad, lo que hay en este fenómeno es la fabricación de un relato sobre el pasado que sirve para construir unas señas de identidad determinadas. Más que historia, donde gobierna una mirada crítica que inevitablemente pone en escena una inmensa variedad de grises, se construye una memoria colectiva gobernada por el blanco y el negro: unos son culpables y los otros quedan absueltos. Santos Juliá recuerda también a Tzvetan Todorov, que considera que ese culto a la memoria en el que el pasado sirve de argamasa para construir una identidad nacional (o colectiva o social) tiene otra deriva: "desentenderse del presente procurando además los beneficios de la buena conciencia".

Santos julia xxxx 
Tiene razón el historiador José Álvarez Junco cuando, en un reciente artículo, escribió que el libro de Santos Juliá (la fotografía es de Gorka Lejarcegi) "no es, como uno sospecharía de una recopilación de este tipo, una amalgama de escritos dispersos, escasamente relacionados entre sí", sino más bien una obra de una gran coherencia en la que una tesis central, "compleja", recorre todas sus páginas. Las tres décadas iniciales del siglo, la llegada de la República, el golpe de Estado que termina convirtiéndose en una cruenta guerra, la dictadura de Franco, la Transición: Santos Juliá analiza los distintos momentos de nuestro pasado reciente con el afán de romper con la vieja querencia que hace de la historia de España una excepción, una rareza, para convertirla así en un escenario donde algunas viejas rémoras terminan por precipitar los acontecimientos en un sentido determinado. No hay anomalía alguna, sostiene Santos Juliá, y por tanto no estuvimos condenados (por ejemplo) a una guerra inevitable: la iniciativa del golpe tuvo unos responsables de carne y hueso que perseguían unos objetivos concretos. No estaba escrita en ninguna parte, y menos en el supuesto "ser" de España.

Varios de los ensayos se ocupan de los años más recientes y es ahí, sobre todo, donde Santos Juliá muestra su radical compromiso con su propio oficio. No hace ninguna concesión a cuantos reclaman a los historiadores combustible con que alimentar una causa concreta y es por eso por lo que la lectura de este libro resulta necesaria: porque está alejado de pasiones y exigencias partidistas y ofrece herramientas, no para alimentar el resentimiento y el rencor, sino para ayudar a entender lo que pasó. El pasado no es ninguna Arcadia a la que regresar para acunarse en unas impolutas señas de identidad que nos libran de la batalla del presente. Es, más bien, un lugar conflictivo donde acaso es posible aprender para enfrentarse mejor equipado al aquí y al ahora.

Es por eso muy ilustrativo cuando señala cómo en el preámbulo de la ley del Memorial Democrático, que aprobó el Parlament de Catalunya en 2007, se defina la transición como "la institucionalización de la desmemoria y del olvido de la tradición democrática y de sus protagonistas". ¿A qué tradición democrática se refiere exactamente? ¿A la de los anarquistas (por ejemplo) que querían, tras el golpe de los militarotes, cargarse cualquier institución burguesa? El caso es que Ricard Vinyes, uno de los historiadores que trabajaron en la redacción del anteproyecto de esta ley, defendió la iniciativa del Parlament con la consigna de "crear memoria social". Por diferentes que puedan ser sus resultados, detrás de este gesto está el mismo que produjo aquella otra "memoria colectiva", la de los nazis, que fue tan insoportable para Reinhart Koselleck. Dice Juliá que al final todo se reduce a la vieja cuestión que ya planteó George Orwell: ¿quién controla el pasado? "La respuesta ya se sabe", escribe, "pero para que no se olvide, Ricard Vinyes la aclara: controlará el pasado quien conquiste en el presente la hegemonía política y social". 

 

Máquinas que incrementan la dicha

Por: | 01 de octubre de 2010

Este libro trata de un cuadro inexistente que ocupa un lugar privilegiado en el Louvre. Lo pintó François-Elin Corentin, un artista del que no se tienen noticias. Con Los Once (Anagrama; traducción de María Teresa Gallego Urrutia), Pierre Michon (Cards, Francia, 1945) ganó el Gran Premio de la Academia Francesa. Trata de una época aciaga, la del Terror, pero la aborda de manera oblicua, distante, y por eso los ríos de sangre fluyen a lo lejos, y no se escuchan los alaridos, ni los llantos. Ni el ruido de la guillotina. El asunto, en realidad, es otro: la relación del arte con el poder. Y qué mejor motivo para ocuparse de ese tema que poner en escena el encargo que se le hace a un joven pintor que vive en el París de la Revolución para que inmortalice a los miembros del Comité que gobierna desde la sombra y que se alimenta de la muerte de toneladas de ciudadanos. Ahí están, pues, los once: Billaud-Varennes, Carnot, los dos Prieur, Couthon, Robespierre, Collot, Barère, Lindet, Saint Just y Saint-Andrè. Juntos colaboraron para limpiar Francia de cualquier sospechoso de coquetear con la reacción. Hicieron su trabajo sin que les temblara el pulso, amparados en una causa incuestionable, el futuro les pertenecía. El narrador advierte desde muy pronto que todos ellos, salvo uno, tuvieron que ver con la literatura: como autores de óperas, de dramas y de comedias, como poetas épicos o líricos, como narradores, acaso como simples y esforzados amanuenses de cartas y tratados y elogios y discursos.

Pierrec michon daniel mordzinski 
Cuenta Michon (la foto es de Daniel Mordzinski) que François Corentin, el padre del artista, se había dedicado también a las letras unos años antes. Formaba parte, comenta, de ese nuevo grupo de literatos que consideraba que "el escritor valía para algo", que no era un tipo superfluo que se dedica a entretener a los ricos y poderosos sino que podía servirse de su inteligencia y sensibilidad y de sus conocimientos y habilidades para cambiar las cosas: "un multiplicador del hombre", escribe Michon, "un poder de crecimiento del hombre, igual que las retortas lo son del oro y los alambiques del vino; una máquina poderosa para incrementar la dicha de los hombres".

Casi todos los miembros de aquel Comité de Salvación Pública, al que la asamblea se plegó por completo entre septiembre de 1793 y la primavera de 1974, habían sido pues, alguna vez, "máquinas poderosas para incrementar la dicha de los hombres" antes que simples máquinas de matar. Primera reflexión: quienes se alimentan y producen discursos que contribuyen a mejorar la suerte de las criaturas humanas pueden también liquidarlas si no se ajustan al programa establecido. El Comité procedió siempre con eficacia, y no tuvo el menor escrúpulo en terminar con cuantos consideró enemigos de la Revolución. Las grandes palabras justifican las mayores abominaciones. Curioso es que quienes las escriben sean los mismos que luego se enfangan al convertir su mensaje en la verdad revelada que ha de cumplirse.

Michon procede contando la vida del artista. Y eso le permite levantar acta de la gente de aquellos tiempos: los abuelos, los padres, los hijos. Las viejas opresiones, el afán de cambiarlo todo, la obediencia a los dictámenes de la Historia. La excusa se la sirvió Jules Michelet en las doce páginas que dedica a una obra que retrataba a los miembros del Comité en el capítulo III del decimosexto libro de la Historia de la Revolución Francesa. Hay distintos momentos esenciales: por ejemplo, cuando el artista Corentin recibe el encargo de su antiguo amigo, Collot, convertido ya en uno de los once. En el Terror, observa Michon, la política se ha convertido en teatro. Ya no hay opiniones distintas, sólo funciona la maquinaria que acaba con cualquier disidencia. Pero lo hace como poder fantasma. Segunda reflexión: lo que al artista le toca hacer es hacer visible ese poder. "Un cuadro que concediera existencia oficial a ese Comité que teóricamente no existía, pero al que, por el mero hecho de salir en una pintura, considerarían que era lo que era: un ejecutivo radicado en el abominable lugar del tirano, un tirano de once cabezas, que existía y reinaba efectivamente, que exhibía incluso la representación de su reinado como hacen los tiranos…", escribe Michon. El galope desorbitado de la Historia ha acabado con los viejas ilusiones del pueblo que hizo la revolución.

El País

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