El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La vida descarada

Por: | 22 de noviembre de 2010

Larry Clark nació en Tulsa, Oklahoma, en 1943 y empezó a hacer fotos de sus amigos y de las cosas que le iban pasando. En la antológica que reúne en el Musée d’Art Moderne de la Ville de París unas 120 imágenes para resumir más de cincuenta años de carrera no se permite entrar a menores de 18 años. La exposición se titula Kiss the Past Hello y la prohibición tiene su lógica: lo que Larry Clark cuenta es la vida disparatada de algunos jóvenes y, por tanto, muchos de los episodios que su cámara atrapa tratan sin tapujos de sexo y drogas, o están atravesados por ráfagas de violencia, a veces explícita y, las más, oculta tras la actitud desafiante de unos muchachos que andan aprendiendo a vivir en los agujeros del vacío. No hay juicios morales de ninguna especie, ni gusto por el exceso, ni afán de espectacularidad alguna. Larry Clark muestra lo que hay sin darle mayor importancia. Chavales inyectándose heroína en cualquier lugar de su cuerpo, practicando sexo por puro aburrimiento, desplazándose de un lado a otro. El coche es un elemento que opera como un leit-motiv. Nos estamos moviendo, cuentan esas imágenes: cambiamos, probamos cosas, nos entretenemos, buscamos el placer, tenemos encontronazos, somos cómplices que habitamos un presente en fuga perpetua.

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Larry Clark tenía catorce años cuando empezó a trabajar en el negocio que tenían sus padres. Su madre hacía fotos de bebés y de mascotas, y una selección de las mismas abre la muestra de París. Del encargo de hacer sonreír a aquellas criaturas, Larry Clark  pasó a tomar él mismo la cámara y a disparar cuando sus amigos visitaban su casa. Su primer libro, Tulsa (1971), recoge ese trabajo. Las imágenes que reunió allí las hizo en 1963, 1968 y 1971, y ya están los rasgos que definen su estilo. Pura simplicidad, cercanía, acaso una cierta ternura (nada sentimental) por las gente que retrata. Los jóvenes estaban empezando a ser una categoría aparte. Habían dejado de seguir el curso que les marcaban sus padres, y tomaron las riendas de su destino. Larry Clark muestra que la vida cabalgaba demasiado deprisa.

Para la muestra se ha rescatado una película de aquellos años. Blanco y negro, 16 mm, sin sonido. Unos jóvenes van en coche, hablan y se ríen. Luego entran en una casa donde vive una amiga de su edad que se ocupa de un niño de muy pocos años. Tontean, y uno de los muchachos se le va acercando mucho. Se los ve cara a cara, como toreándose, como midiendo sus fuerzas, en una atmósfera jovial pero también intensa. Se van a una habitación, terminan follando. La cámara está y no está: a veces la olvidan, a veces la tienen muy presente. Con la provocación ocurre lo mismo: está y no está. A ratos son chicos rebeldes que marcan su territorio, otras veces parecen niños que sólo están jugando. Es curioso cómo sienten vergüenza y se esconden debajo de las sábanas para desnudarse.

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La exposición se detiene después en las imágenes de su segundo libro, Teenage Lust (1983), donde da cuenta de su viaje a Nueva York, de sus líos con la ley y del proyecto de comuna hippie en Nuevo México, de los prostitutos que fotografió en la calle 42 en los años 1979-1980. Se recoge después su afán, en 1992, de no prescindir de ninguna toma de cuantas ha realizado a su modelo y se muestra su instalación punkPicasso de 2003. La cosa termina con Jonathan Velásquez, un joven latino de Los Angeles que conoció en 2003 y al que ha seguido para ir documentando su vida. Para entonces, Larry Clark había realizado ya varias de sus películas (Kids, Another Day in Paradise, Teenage Caveman, Bully, Ken Park), que no conozco. Las imágenes de su amigo latino vuelven, en cualquier caso, a tener la impronta que marcó sus primeros trabajos. La descarada exhibición de recursos que hacen los jóvenes de sus fotografías no esconde la enorme fragilidad que los habita.

La maravillosa extravagancia

Por: | 08 de noviembre de 2010

Cuando los nazis tomaron el poder en Alemania, John Gutmann se fue a San Francisco. Corría el año 1933, aceptó un trabajo como fotógrafo para una agencia de prensa berlinesa (Press-Photo) y salió a la calle. Venía de las vanguardias. Se había formado como artista con Otto Müller, que se integró en 1910 en Die Brücke, el grupo expresionista en el que estuvieron Kirchner, Heckel, Schmidt-Rottluff, Nolde o Pechstein, entre otros. Así que tenía el ojo preparado para mirar el mundo a su manera y eso fue lo que hizo. Quedó fascinado por el empuje de Estados Unidos, por la mezcla de gentes que encontró en California, por su insolente juventud, por su soltura para moverse. "No me interesa tratar desesperadamente de hacer Arte", dijo alguna vez, "me interesa relacionarlo con la maravillosa extravagancia que es la vida". Entre 1973 y 1995, John Gutmann se dedicó a revisar los miles de negativos de las fotos que había tomado a lo largo de los años, y reeditó su obra. La exposición que se exhibe en Madrid en la Fundación Mapfre se sostiene sobre todo en ese trabajo. Y lo que destaca es la mirada de alguien que parece celebrar en cada momento lo que está viendo: un coche, el cuerpo de una nadadora, la mayor cesta de huevos del mundo, unas mujeres con sus hijos.

Gutmann_indianband Las fotografías de John Gutmann tienen mucho de crónica de su tiempo: el paro de la época de la depresión, los problemas que desencadenó la Segunda Guerra Mundial, la expansión que se puso en marcha tras la catástrofe o, por referirse a un trabajo concreto, el carnaval de Nueva Orleáns. Pero en sus fotos están reflejados también sus gustos: su pasión por los coches, por las pintadas que encontraba en las calles, por los letreros de neón. El ruido del presente y la presencia de motivos recurrentes, y próximos. Todo ello resuelto siempre con una factura impecable. El autobús con los instrumentos de unos músicos que viajan por el país está a punto de salirse de una de sus imágenes. Pero aparecen también en ella un cielo que se va deshaciendo, un cactus, un coche negro. Coincidencia instantánea de lo que se mueve y de lo que permanece, lo que se va y lo que se queda.

JohnGutmann_thumb[2] Como en la vida. Hay otra imagen, la de un hombre que baja por el cable principal del Golden Gate. La fragilidad del encargado del servicio de mantenimiento del puente contrasta con la monstruosa indiferencia de las cosas. En ese hueco trabaja Gutmann: atrapa el acontecimiento efímero y lo lleva a primer plano sobre el telón de fondo de lo duradero para hacerlo, así, permanente. En la instantánea que tituló El artista vive peligrosamente, un niño pinta con tiza en el suelo de una calle la imagen descuajeringada de un hombre, mientras pasan los coches. Del dibujo no quedará nada, pero Gutmann ha conservado el gesto: riesgo y juego, arrojo, También está la foto de los aviones: se llama Presagio y es de 1934. Hay un inmenso vacío entre las minúsculas figuras humanas, ahí abajo, y el ordenado vuelo de los cazas, ahí arriba. La imagen tiene que ver con la impotencia, pero también con la fascinación por la tecnología y por el prodigio que significa el progreso. En los hombres que contemplan el paso de las máquinas asoma, sin embargo, un gesto de afirmación. La piña que hacen juntos mientras contemplan el orden de la marcha y la férrea disciplina con que pasan los aviones revela que, en el peor de los casos, van a aguantar, que nada podrá contra ellos si no tienen más remedio que salvar la maravillosa extravagancia de la vida.

En las otras salas de la sede de Recoletos, Mapfre expone Made in USA. Arte americano de la colección Phillips. Sólo una parte reducida de las obras ahí reunidas se hicieron mientras John Gutmann tomaba sus fotografías. Resulta curioso pensar el contraste. Mientras diferentes artistas se afanaban por buscar derroteros distintos, y se aferraban a las manchas o al color puro, a la mezcla de formas o a pintar todos lo matices que concentra una flor, Gutmann se servía de la riquísima paleta del blanco y negro para agarrar el río del tiempo, y atraparlo en medio de su terco e imperturbable movimiento.

Borrachera de tristeza

Por: | 03 de noviembre de 2010

Está en el primer volumen de las obras completas de Juan Carlos Onetti que ha editado Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores y es una novela breve. Cuentan que para el autor era, de todos los que escribió, su libro preferido. A una localidad de la sierra llega un hombre para intentar curarse de una enfermedad pulmonar, y se instala allí una temporada. El narrador de Los adioses tiene en aquel lugar un comercio donde sirve bebidas y algo para picar, donde vende las cuatro cosas indispensables que hacen falta en cualquier casa y, además, reparte el correo. "Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada". Así empieza la historia. Enseguida, el narrador cuenta que ha calado a aquel tipo y que le ha bastado verlo un rato y cruzar unas cuantas palabras "para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse". Así que Onetti, desde el primer momento, nos pone en esa tesitura: hay alguien que se va a morir y hay otro que nos lo va a ir contando.

Juan carlos onetti El primer dato son las cartas. Al hombre enfermo de la sierra le llegan en dos tipos de sobres. En unos, los datos están escritos a máquina; en los otros, con tinta azul. Acude puntual a recogerlos, y es cuando se deja ver, aunque no es fácil adivinar lo que le pasa. El dueño de la tienda, del almacén, lo observa, hace hipótesis, y avanza sus consideraciones sobre la vida y el mundo con un tono sombrío y desesperanzado. En las obras de Onetti el fracaso se instala desde la primera letra, y poco a poco lo va anegando todo. Es el dato indispensable para tratar de los hombres y las mujeres. Y es como si, sobre las cosas, fuera echando paletadas de tristeza y dolor, de tedio y aburrimiento, de desgana y hastío. No hay perspectivas, y la monotonía impone su sello inconfundible a la marcha de las horas y los días. Lo que importa es que, en esas circunstancias, sus criaturas se empeñen en conservar la dignidad. Sin heroísmo alguno. Casi como una condena.

Hace unos días, el Instituto Cervantes de Roma se acordó de Onetti y de su obra habló, por ejemplo, el profesor Diego Simini y se proyectó el documental que explora su figura que ha dirigido Pablo Dotta. Su literatura es ciertamente única en nuestra lengua. Es seguramente el escritor que con más insistencia y rigor y dedicación ha ido dando mordiscos a esas máscaras de las que hombres y mujeres se sirven para ser otra cosa distinta que polvo y desolación y vacío. Con su escritura ha ido pelando lo que hay para quedarse con lo esencial. Un gesto, un puñado de palabras, una señal.

Los adioses se sostiene sobre el hilo frágil que recorre un hombre que va a morirse. De joven jugó al baloncesto, era muy bueno, llegó a internacional. Lo que se sabe de él en la sierra es simplemente que está enfermo y que, quizá, le quede ya muy poco. Un día lo visita una mujer. Bromean, ríen, se hacen fotos con una Leica. Otra vez la que va a visitarlo es una muchacha. Entonces el hombre deja el hotel y alquila una pequeña casa donde se instala con ella, hasta que se marcha. Un tipo callado, raro, que va a lo suyo, que no hace piña con los demás, que va aguantando el tirón. Eso cuentan. Vuelve la mujer, esta vez con un niño. También regresa la muchacha. El dueño del almacén, que nos está contando lo que consigue saber, procura no dejarse llevar por el chismorreo. Onetti, por su parte, deja todo en el aire, e inyecta ambigüedad en todas las venas de la historia. La rara belleza de sus frases, esa hondura que quita toda esperanza, la debilidad de sus hombres y sus mujeres, y su fortaleza. Se lee a Onetti y es como si uno se emborrachara de tristeza y, de pronto, encontrara ahí muy dentro, al fondo, una intensa y hermosa complicidad con quien va a morir y una inmensa piedad por todos nosotros.     

El País

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