El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Puro arrojo

Por: | 23 de febrero de 2011

Por cojones. No son las palabras más correctas para empezar un texto, pero definen muy bien el arrojo de los personajes centrales de la última película de los hermanos Coen. Las cosas les pueden salir muy mal, igual les vuelan la tapa de los sesos, se mueren por las picaduras de las serpientes o los indios los liquidan, pero van. Recorren paisajes yermos, nada hay alrededor sino los horizontes lejanos, para perseguir a un impresentable que dispara con facilidad y a traición, y llevarlo ante la justicia. La responsable de la iniciativa es una niña de catorce años. Le mataron al padre de mala manera, y nadie se ocupa de atrapar al asesino. Tendrá que hacerlo ella misma. Llega al pueblo más cercano, pregunta, consigue fondos y contrata a un viejo alguacil con fama de valiente. El título en inglés de la película es True Grit, que podría traducirse más o menos literalmente como verdaderas agallas. Aquí han elegido Valor de ley, que no dice absolutamente nada sobre lo que se cuenta, pero a alguien debió sonarle bien. La cosa es que los Coen se han metido a hacer un western, han elegido a dos grandes actores (Jeff Bridges y Matt Damon) y a una sorprendente joven actriz (Hailee Steinfeld), han buscado esos paisajes que llevan la épica escrita en su desnudez y han recuperado la novela que Charles Portis publicó en 1968 y que un año después llevó a la pantalla Henry Hathaway con John Wayne como protagonista. Los Coen han insistido en que nada que ver, que no conocían esa adaptación, que lo suyo ha sido ir directamente a las fuentes.

True grit 2 
Para decir algo de esta película, que se ve bien y que entretiene con los viejos tópicos del género, quizá sirva volver sobre su desafortunada traducción al español. ¿Qué tiene que ver un reto que se asume por cojones con algo que se bautiza valor de ley? Pues lo mismo que tiene que ver este western de los Coen con un western de verdad. Cuando se tiene en cuenta el conflicto que narra la historia, el de una niña que sólo encuentra a un pistolero borracho y tuerto y un poco laxo con las ordenanzas para buscar al asesino de su padre en un territorio hostil, lo de valor de ley suena a chino. Lo que han hecho los Coen con una novela que escarba en esa zona pantanosa donde se confunden el afán de justicia y el deseo de venganza es quedarse en la epidermis: da la impresión de que hubieran querido rodar la superación de un dilema trágico gracias al coraje suicida de un hombre destruido pero lo que les ha salido es una cosa descafeinada. Que suena a chino, que no dice nada.

No dice nada, pero entretiene. ¿Es suficiente? Los Coen no han sido especialmente amigos de honduras épicas, pero han filmado piezas maestras con la ligereza de su estilo, con su facilidad para salir airosos de tramas complejas y laberínticas y con esa simpatía que muestran por los perdedores y que llega incluso a redimirlos. El western es otra cosa. Lo que cuenta es muy sencillo, casi nunca hay equívocos ni complicaciones argumentales, y todo tiene que ver con lo más primario: la fidelidad, la rabia, el afán de venganza, la piedad. Ese por cojones de la película no tiene dobleces, pero tiene muchas capas detrás y hace falta que su hondura palpite. ¿Cómo llegan a aventurarse juntos la niña y el tuerto y ese ranger tejano que se incorpora al final? ¿Y por qué terminan por separarse? No creo que los Coen consigan contestar a ninguna de esas dos preguntas, aunque a la primera se acercan gracias al humor: seguramente lo mejor de la película está en las primeras secuencias, cuando la niña empieza a buscarse la vida para atrapar al asesino de su padre.

En cuando entran en el desierto la cosa se desinfla. Ahí ya no sirve el humor, o no sirve únicamente el humor. Los conflictos tienen que doler, la tensión debe cargarse hasta ser insostenible, las viejas cuentas del pasado han de emerger con su carga de destino frente al carácter que quiere imponerse gracias al puro arrojo, por cojones. De eso tratan las películas de vaqueros (y las de indios): cuentan que los hombres se lanzan a la aventura a torcer ese destino que parece escrito de manera irrefutable. A los Coen, tan impecables a la hora de entretener, se les ha olvidado eso. Y eso es justamente lo fundamental.

El toque psicodélico

Por: | 22 de febrero de 2011

En 1976, el artista ruso Leónid Sókov realizó una pieza titulada Proyecto para fabricar gafas para todos los ciudadanos soviéticos. La obra formaba parte de la exposición La Ilustración total que se exhibió en 2008 en la Fundación Juan March de Madrid y en la que el filósofo y crítico de arte Boris Groys propuso un apasionante recorrido sobre el arte conceptual hecho en Moscú entre 1960 y 1990. Las gafas de Sókov eran de madera, las había pintado de rojo y en sus cristales estaba troquelada la estrella comunista. Así debían, pues, mirar el mundo los ciudadanos soviéticos de entonces, y así lo hacían: todo estaba empapado de ideología. De ahí que, como explicaba Groys, el procedimiento capital de aquellos artistas conceptuales moscovitas fuera el de "utilizar, variar y analizar ese discurso oficial de un modo particular, irónico y profano". Se distanciaron con humor del sistema, que es acaso la mejor forma de dinamitarlo, y las obras de muchos de ellos (Iliá Kabakov, Komar & Melamid, Erik Bulátov, Borís Mijáilov…) resonaron con potencia más allá del antiguo telón de acero. Este año, Rusia ha sido el país invitado de la 30ª edición de Arco, que se cerró el pasado domingo. En una de las ocho galerías que participaron se podía ver una pieza titulada The way I see (Mi manera de ver), de Aristarkh Chernyshev & Alexéi Schulgin. Eran también unas gafas, pero nada que ver con las de Sókov. Con el marco rojo, eso sí. Pero sus dimensiones eran mucho mayores, estaban construidas en soporte metálico y lo que hacían sus cristales era reflejar digitalmente lo que había en las proximidades en colores e inesperadas formas. De la estrella comunista al toque psicodélico, ese parece haber sido el recorrido: de un sistema totalitario e ideologizado al máximo a las vivarachas formas del capitalismo global. De la uniformidad de un mundo cerrado al aturdimiento de una circulación permanente, incansable y enloquecida.

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Arco ha tenido esta vez otro aire. Hubo 197 galerías que exhibieron a sus artistas en dos pabellones de Ifema. El tamaño importa: la feria ha resultado así más abarcable, más cercana, manejable. Invitaba a valorar las piezas y a regresar sobre ellas, facilitando la relación entre galerista y cliente. Menos espectáculo para el público aficionado, más oportunidades para el profesional. En este esquema más austero, quizá pierda sentido la figura de  país invitado. Lo que ofrecieron las galerías rusas no fue muy valorado ni por la crítica, ni por los cronistas. Y, sin embargo, piezas como la de las gafas (en la imagen) de Chernyshev & Schulgin permitían confirmar que también ahí los latidos de la actualidad se revisten de parecidas formas. Y que, de alguna manera, el humor sigue presente en algunos artistas.

Boris Groys, al final de Obra de arte total Stalin (Pre-Textos, 2008; traducción de de Desiderio Navarro), en el que se dedicaba a analizar "el experimento artístico" del estalinismo y a reflexionar sobre sus particularidades, se refería a la condición del artista actual con esta observación: "Los artistas y escritores, en nuestra época abandonados a su suerte, deben crear a la vez el texto y el contexto, el mito y su crítica, la utopía y su derrota, la historia y la salida de ella, el objeto artístico y el comentario a él, y así sucesivamente: la muerte del totalitarismo nos ha hecho a todos totalitarios en miniatura…".  Algo de eso debe estar inscrito en el toque psicodélico de las gafas rusas que han venido esta vez a Arco. Ya no hay estrictamente escuelas, ni estilos, ni movimientos, no hay vanguardia ni retaguardia: existe ese revoltijo que se refleja en los cristales digitales de esas gafas. Y si te asomas tú, sale también tu silueta distorsionada en múltiples colores. Invitado a ese barullo que no cesa nunca, en continua ebullición, siempre moviéndose.

Quizá por eso, de todos los rusos (y no rusos) de esta edición de Arco, me quedaría con las particulares cajas de Marina Alexeeva. En cada una de ellas ha construido un escenario de un realismo extremo (la celda de una cárcel, la tribuna de un orador…) para proyectar ahí las acciones de unos hologramas que representan sus cuitas personales. Son piezas delicadas, que rezuman un punto de ternura y que, sobre todo, ¡tienen sentido del humor!

Los lazos podridos

Por: | 16 de febrero de 2011

Animal Kingdom, reino animal: "La película pretende recrear un universo completo con diferentes tipos de personajes", ha dicho David Michôd, el director australiano responsable de esta película, su primer largometraje, "no solo policías y criminales sino también abogados, padres y esposas". Un amplio muestrario de tipos humanos, pues. Una ciudad, Melbourne, de la que se ve bien poco. Unas cuantas calles, unas cuantas casas y bares, un supermercado: podría ser cualquier parte. La íntima convivencia entre la inocencia y la maldad, entre el cinismo y la ingenuidad, y empapándolo todo, el miedo. Un miedo corriente que, por mucho que se camufle tras la máscara de la matonería, termina por disparatarlo todo. Si estás acorralado, tienes miedo, y el miedo es mal consejero. La locura paranoica y el vértigo insufrible del que no atisba ninguna salida: David Michôd se ha introducido en los circuitos internos de una pequeña familia mafiosa en horas bajas. Y, al final, ha hecho un inquietante relato de la descomposición de sus vínculos afectivos. Cuando no hay códigos que sirvan, sólo queda el de la sangre. Pero también puede pudrirse, y deja de servir en situaciones límite, en ese punto en que nada queda sino el ciego engranaje que conserva el mecanismo vivo. En este caso, esa familia tan particular.

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La secuencia del principio de la película establece el ambiente afectivo y moral que recorre el relato. Un joven está viendo un concurso en la televisión mientras espera la llegada de una ambulancia. A su lado, su madre recostada sobre el sofá, ausente: acaba de morir de sobredosis. Mientras el personal sanitario intenta reanimarla sin conseguirlo y luego se ocupa de llevársela, el joven no deja de ver la pantalla. Parece mucho más interesado en quién puede llevarse el premio que en sus enojosas complicaciones domésticas. Poco después lo recoge su abuela. Vuelve al núcleo familiar del que llevaba tiempo separado: todos sus tíos andan en líos con la policía, todos viven malamente de robar y de la droga. La abuela se ocupa de mantener el orden y de que los conflictos entre unos y otros no prosperen (en la imagen, la familia en un momento de la película). Animal Kingdom trata del miedo, pero es también una reflexión sobre el vacío. No hay ningún horizonte ni ningún proyecto, no hay ni siquiera vínculos con el pasado. Las cosas ocurren en el presente y el presente está hueco. Sólo funcionan los automatismos de la supervivencia y de la huída.

Lo que David Michôd  propone es una reflexión moral que se articula sobre un universo en el que no existe moral alguna. ¿Qué quiere decir exactamente con la historia que cuenta? ¿Tiene algún sentido seguir el itinerario de violencia que se desata alrededor de la familia poco después de la muerte de la hija toxicómana? Vacío sobre vacío, miedo y más miedo. Uno de los hijos es asesinado por agentes de la policía, que actúan con el mismo desdén por la ley que exhiben los delincuentes, y a partir de ahí se inicia la pesadilla. Es una carrera enloquecida que no conduce a parte alguna. Y David Michôd no está ahí para proponer una respuesta. Sólo está mirando a las bestias acosadas. Atrapa ese reino animal y lo que importan son las peculiaridades de cada uno de los personajes. Sus gestos, sus palabras, sus sueños, sus estrategias para seguir viviendo.

Animal Kingdom es también una radiografía social. Lo que mandan las convenciones es conquistar una posición social determinada y entrar en el amable circuito de los escaparates y las tarjetas de crédito de una sociedad consumista. La anomalía de la familia que retrata David Michôd es que para formar parte de ese mundo han utilizado la puerta falsa de saltarse la ley. El foco está, sin embargo, puesto en los personajes y en los dilemas que surgen en su vida cotidiana. La abuela que gobierna la familia y el nieto recién incorporado tras la muerte de su madre son los que, acaso, encarnan las cuestiones más graves. En el caso de ella, cuando incluso está dispuesta a prescindir del eslabón más débil para conservar sus privilegios. En cuanto al joven, el interrogante decisivo es si tiene más sentido la abstracción de la ley o la carnalidad de la venganza. Luego están los inocentes, que sirven al fin para que esta inquietante película tenga la impronta del género negro, donde los defensores de la ley combaten contra los malvados.

Levedad y exactitud

Por: | 11 de febrero de 2011

"Hoy todas las ramas de las ciencias parecen querer demostrarnos que el mundo se apoya en entidades sutilísimas, como los mensajes del DNA, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos errantes en el espacio desde el comienzo de los tiempos…", escribió Italo Calvino en la lección que dedica a la levedad en sus Seis propuestas sobre el próximo milenio (Traducción de Aurora Bernárdez; Siruela, 1989). El libro reúne las conferencias que el escritor italiano dio en Harvard a lo largo del curso de 1985-86 y en las que se ocupó de "algunos valores, cualidades o especifidades de la literatura que me son particularmente caros". Cuanto dice de la levedad puede servir para acercarse a la obra de Waltercio Caldas, que exhibe desde hace poco sus últimos trabajos en la galería Elvira González de Madrid. "Entidades sutilísimas", decía Calvino, pero en su texto sobre la levedad hablaba también de "las huellas más tenues", de un salto que se alza sobre "la pesadez del mundo", de "alto grado de abstracción", de "pulverización de la realidad". Todos esos términos sirven para describir las piezas del artista brasileño (nacido en Río de Janeiro en 1946 y uno de los referentes indiscutibles de su generación): transmiten una radical ligereza, como si flotaran, y tienen la discreta y elegante consistencia de la ingravidez. Los propios materiales con los que suele trabajar Caldas –acero inoxidable, granito, lana, aluminio, metacrilato, algodón, tela…– apuntan hacia esa dimensión que tanto seducía a Italo Calvino: la de la búsqueda de lo sutil frente a cualquier espesura. La gracia del salto frente a la solidez de lo pétreo.

Waltercio caldas suele pasar 
Muchas de sus piezas (en la imagen, Suele pasar; 2010) incluyen hilos de lana que van de un sitio a otro, que conectan distintos ámbitos, que circulan, incluso que simplemente cuelgan. Ese afán de salir al encuentro y de establecer vínculos con el otro está en el origen de su vocación, tal como se cuenta en la nota biográfica de su página web. Empezó a ser artista sólo después de haber empezado a ver, ha dicho alguna vez, y fueron las obras de los demás las que lo estimularon a establecer en su trabajo un diálogo con ellas. Sus piezas están también tocadas por ese afán: Waltercio Caldas se encarga de concebirlas pero solo cobran sentido cuando el espectador las hace suyas. De un lado a otro, como poemas que han de ser completados.

Empezó a exponer muy pronto, con catorce años, y su primera muestra individual la hizo en 1973. Desde entonces no ha parado. Se ha relacionado su trabajo con la estética neoconcreta y con el minimal y se lo ha vinculado con las propuestas de figuras como Lygia Clark o Hélio Oiticica. Despojamiento y vacío son dos términos que sirven para hablar de Caldas, y el espacio está en el corazón de cada una de sus obras. Delicadeza es otra palabra que le cuadra. En 1977 se negó a representar a Brasil en la Bienal de Venecia por razones políticas: siempre fue crítico con la dictadura militar que marcó a su generación. Pero más adelante, cuando las cosas cambiaron, estuvo allí en 1997. Unos años antes, en 1992, había estado en la Documenta de Kassel. Trabaja en Río de Janeiro, pero a estas alturas su obra ha viajado por el mundo entero y se ha ido quedando en sitios públicos (Noruega, Uruguay…) como en grandes museos (Estados Unidos, Alemania…).

Waltercio caldas 
De los conceptos que Italo Calvino manejaba para tratar de la literatura de ese milenio en el que ya estamos instalados, el de levedad le va a Waltercio Caldas (en la imagen, de Andrés Fraga, durante su visita a Santiago de Compostela en 2008) como anillo al dedo. Pero también se ajusta a su trabajo el de exactitud. En la lección que dedica a esta idea, Calvino habla de Giacomo Leopardi, que "sostenía que el lenguaje es tanto más poético cuanto más vago, impreciso". Si es cierto, y seguramente lo es, que las piezas de Caldas son como poemas, entonces la exactitud importa para que sean eficaces. Dice Calvino: "Una atención extremadamente precisa y meticulosa es lo que exige en la composición de cada imagen, en la definición minuciosa de los detalles, en la selección de los objetos, de la iluminación de la atmósfera, para alcanzar la vaguedad deseada". Son palabras, creo, que describen la manera de operar de este artista brasileño.

La gresca y los detalles

Por: | 07 de febrero de 2011

Los músicos que trabajan a las órdenes de Charlie Mingus tienen tanta libertad que parece que, de pronto, cada uno empezara a tocar a su bola. Soplan el saxo alto y el trompetista y arremete el del trombón y aporrea el pianista, y todos se van entusiasmando con los sonidos y nos van metiendo en la vorágine de una monumental gresca. He ahí el caos, y la confusión y el delirio. Al mismo tiempo, sin embargo, la batería de Danny Richmond y el bajo de Mingus siguen manteniendo el timón, conservan el dominio sobre aquel desbarajuste y, súbitamente, las aguas que se habían desbordado vuelven a su cauce y el grupo avanza majestuoso cabalgando sobre las pautas previamente establecidas. Se producen sorprendentes cambios de ritmo, el torbellino se diluye en un fascinante remanso de paz, la furia queda embridada por la melancolía y el sosiego. Seguramente Mingus es de los músicos que mejor han traducido las fuerzas dionisiacas y apolíneas que laten en las entrañas del jazz. Y lo hizo también en un disco grabado en 1957 y del que dijo en 1962 que era el mejor de su vida: Tijuana Moods.

Mingus padecía por aquella época de amores y decidió quitarse el mal rollo yéndose unos días a México. Lo acompañó Danny Richmond. Llegó a Tijuana y, enseguida, quedó cautivado por las bandas callejeras de músicos que perseguían a los turistas para sacarles unas cuantas monedas. Bebió tequila con limón y sal, comió chile picante, el striptease de una mujer en un tugurio lo dejó embelesado. Estaba pasando una época muy jodida, y aquel viaje le dio la vida que necesitaba, sobre todo cuando fue poniéndole música a su estancia para atrapar "lo que había sentido y visto". Iba de tacos en tacos y se gastó todo el dinero que había ahorrado, y más. Luego apostó con Danny Richmond quién de los dos fue más lejos en ese endiablado círculo que incluía "tequila-vino-mujeres-canciones y baile".

Tijuana Moods no es un disco fácil: si se pone como música de fondo y no se le presta atención incluso puede apabullar. Mingus lanza a sus músicos desde el primer tema a desbordarse, y vaya si lo hacen, todo el rato se están saliendo. Hay momentos que no tienen precio, como la jondura con la que toca su saxo Shafi Hadi en Ysabel’s Table Dancer, con su aire español y sus castañuelas, o el lamento que dibuja el trombonista Jimmy Knepper en Flamingo, tan lleno de tristeza y abandono. Sí, Mingus es un experto en armar las mayores grescas (y va pegando gritos en los momentos de mayor intensidad), pero nadie es tan finísimo como él en los detalles. La última versión de Tijuana Moods viene en formato de disco compacto doble (apareció hace ya tiempo) e incluye, además de la grabación original, tomas alternativas de todos los temas. Así que se pueden escuchar las variaciones que hay entre una y otra versión y que dan una idea aproximada de la manera de trabajar de Mingus. No les decía gran cosa a sus músicos: unas cuantas pautas, y dejaba que todos se soltaran. En las notas que redactó para el disco empieza destacando el trabajo del trompetista Clarence Shaw, al que había perdido la pista y del que había oído que se dedicaba a vivir dando clases de hipnotismo. Comenta que, de haber empezado unos años antes, sería en ese momento una de las grandes estrellas de su instrumento. En medio de un solo se detenía, explica, separaba su trompeta de la boca para soplar y limpiar su embocadura, y luego seguía adelante. Mingus pensó al principio que lo hacía para hacerse el chistoso. Hasta que oyó el minúsculo efecto que aquel soplido de puro aire introducía en su solo, y quedó deslumbrado. Esos detalles, esas cosas minúsculas, esas bagatelas. Todo eso importa en la música de Mingus.

"Viviría para disfrutar de la vida, no para dar lecciones ni para predicar", cuenta en Menos que un perro (traducción de Francisco Toledo Isaac; Mondadori, 2000), sus memorias, cuando le preguntan qué haría si pudiera empezar de nuevo. "No creería en rollos como 'el amor' y no me liaría con ninguna mujer que hablara de eso… cualquier mujer que me acompañara tendría que admitir que lo que ama es el dinero. Interpretaría música por afición y solo para mis amigos íntimos del clan sin raza. Estudiaría bajo por gusto, no entraría en competiciones comerciales. Podría incluso ser yonqui si mi cuenta bancaria me lo permitiese y me diera por ahí. Eso es lo que haría si pudiera vivir mi vida de nuevo". La persona que le ha hecho la pregunta es Judy, con la que Mingus se casó y tuvo sus dos hijos menores. Ella se ríe y no cree ni una palabra de lo que le dice.

Palabras como velas

Por: | 01 de febrero de 2011

Cuando se acude a un atlas lo que se quiere saber es dónde está determinada parte del mundo (si el atlas es de anatomía, lo que se persigue es conocer el lugar de una víscera, de un músculo, de un hueso…). Situarse, hacerse una idea de las dimensiones del lugar, conocer a los vecinos, atisbar acaso la topografía de la zona. Los atlas sirven, pues, para colocarte en alguna parte (o enseñarte dónde están esto y lo otro) y proporcionarte un conocimiento instantáneo de tus coordenadas. Están ahí también para poner en escena un entramado de relaciones —de proximidad, de distancia— y para mostrar cuán vasto es lo que se desconoce y qué minúsculo el territorio que nos resulta familiar. Hay otros atlas, como el que inició el historiador del arte Aby Warburg y que tituló Mnemosyne —y en el que pretendía poner en escena el laberíntico tejido en el que se sostienen algunos conceptos decisivos que definen la condición humana—, o el que ha levantado el pensador Georges Didi-Huberman en el Reina Sofía para recorrer las obsesiones que están detrás de los artistas del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Hay otro más, que forma parte de la exposición Atlas Walter Benjamin Constelaciones que el Círculo de Bellas Artes exhibe en Madrid.  Se trata de un atlas de palabras que ha dirigido Juan Barja, una colección de citas que permite también situarse, explorar la vastedad del mundo, asombrarse de su inmensa riqueza y, sobre todo, celebrar la manera de la que se sirvió el pensador alemán para iniciar sus particularísimas investigaciones filosóficas, sus paseos, sus narraciones. En definitiva, su escritura.

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En la Crónica de Berlín (Paidós, 1995; traducción de Luis Martínez de Velasco) que escribió a principios de los años treinta, Benjamin confesaba que llevaba ya tiempo queriendo "organizar biográficamente el espacio de la vida en un mapa". Decía que, sobre el fondo gris de un plano, y con pequeñas marcas de colores, iría colocando distintos lugares de su historia: las casas de sus amigos y amigas, "las habitaciones de hoteles y burdeles que conocí durante una noche", el camino a la escuela, los cafés, las canchas de tenis, los espacios de reunión de las Juventudes Comunistas, etcétera. Lo que pretendía en ese texto no era tanto hacer su autobiografía, que tiene que ver con "el fluir de la vida", sino rescatar unos cuantos recuerdos: "de lo que se trata es de un espacio, de unos instantes y de algo que no fluye". Y añadía: "Estas particularísimas imágenes (es igual si se consideran eternas o efímeras) constituyen la materia de este escrito, no la materia de la vida".

La materia de un escrito: eso era lo que le importaba a Benjamin. No simplemente dejar fluir una historia, sino más bien recortarla, hacerla habitable, reinventarla de nuevo, verla con esa distancia con que se ven los mapas o se visita un atlas, "intentando remover nuevos lugares, ahondando siempre cada vez más". El Atlas Benjamin recoge ese espíritu. Hay varias maneras de utilizarlo: a través de conceptos, a través de sus obras, de forma aleatoria. Pinchas "conocimiento", por ejemplo, y lees: "Mediante la palabra, el ser humano se encuentra conectado con lo que es el lenguaje de las cosas"… Desde ahí puedes ir a "palabra": "Lo fundamental para el dialéctico es tener en las velas el viento de la historia. Para él pensar significa: izar las velas. Cómo se icen, eso es lo importante. Para él las palabras son sólo las velas. El cómo se icen las convierte en concepto". Y, en fin, así sucesivamente.

En cuanto a Constelaciones, se trata de una inusual propuesta, con guión y dirección de César Rendueles y Ana Useros, de revisitar a través de imágenes —escenas de películas, fotografías, animaciones, documentos históricos, grabados, pinturas…— algunos territorios de Benjamin (iluminación profana, ciudad, pasajes, reproductibilidad técnica, el autor como productor, tesis sobre la filosofía de la historia). Citas: palabras. Hace falta izarlas, y empezar a navegar. Este atlas y las constelaciones son una magnífica invitación a recorrer el mundo, y a pensarlo de nuevo.

El País

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