"La felicidad es la única sanción de la vida; donde falta la felicidad la existencia queda reducida a un experimento insensato y lamentable", escribió el filósofo hispano-estadounidense George Santayana, y la cita la recoge Nicolás Casariego en su última novela, Antón Mallick quiere ser feliz (Destino), que se publicó hace unos meses. Quizá por eso, por no querer que todo sea insensato y lamentable, el personaje central se embarca en la peregrina aventura de enterarse de qué va eso de la felicidad, cómo se consigue, qué formula puede aplicarse para que dure, etcétera. La tarea se convierte en una auténtica obsesión y la novela se llena de notas, apuntes y reflexiones, porque Antón Mallick quiere leer cuanto se ha escrito sobre el asunto para conocer el secreto, y poder abandonar así esa vida que se le va yendo y que resulta un desperdicio. Empieza por algunos libros de autoayuda, pero luego ya se atreve con algunos clásicos de la sabiduría (el Tao Te King, el Mahabharata), y prueba con los griegos y los romanos y luego con las obras de los filósofos que han marcado con sus ideas el espíritu de Occidente. "No es feliz aquél del que lo creemos, sino aquél que lo cree de sí mismo", copia Mallick de Montaigne. Y lo que le pasa es eso, que no cree en su felicidad y que, por eso, vive una vida extranjera.
Al comienzo del libro, que tiene la forma de un diario que empieza el martes 13 de octubre de 2009 y termina el domingo 18 de abril de 2010, Antón Mallick va de compras a unos grandes almacenes y, en la cola para pagar, una mujer se vuelve y le dice que va a tener un hijo suyo. Luego desaparece. Para un tipo con una larga lista de variopintas inestabilidades, la noticia le complica aún más la existencia porque considera que debería hacerse cargo del retoño y averiguar quién es la madre y cómo fue que la dejó embarazada. Las referencias a los libros que Antón Mallick lee a propósito de la felicidad se mezclan entonces con las peripecias en las que se va envolviendo para poder seguir de cerca la gestación de su hijo.
Nicolás Casariego (la foto, de 2005, es de Susnna Sáez) le ha dado a ese Antón Mallick que escribe el diario de sus lecturas y de sus penurias domésticas y familiares y de sus cuitas en el trabajo un tono de espontaneidad que le da a la novela una velocidad de crucero que resulta estimulante. Las cosas están ocurriendo en el presente y los tarambanas del libro andan recorriendo calles y locales de Madrid que acaso el lector haya visitado hace unas horas. Esa impúdica proximidad adquiere otra dimensión gracias a las escrituras paralelas: las distintas máximas relacionadas con la búsqueda de la felicidad y las reflexiones –irónicas, distantes, incluso provocadoras– de Antón Mallick sobre sus lecturas proyectan las tribulaciones de sus personajes hacia otro sitio: les dan espesor y, por el tono gamberro, les restan solemnidad. Pero Nicolás Casariego incorpora otros registros. Antón Mallick relee las memorias de un remoto antepasado húngaro, que llegó a Madrid caminando desde Pest en 1830, e incorpora también (trabaja haciendo pólizas de satélites) la historia de Korolev, el científico ruso que dirigió durante 25 años la carrera espacial soviética y que terminó recluido en Siberia.
Las notas sobre los libros que tratan de la felicidad, los párrafos de su antepasado húngaro, las maquinaciones del estalinismo con uno de sus investigadores más brillantes, pero lo que al final cuenta es lo que le pasa y lo que le ha pasado a Antón Mallick: el trato con sus hermanos y con sus padres (viven en Estados Unidos); la enloquecida búsqueda de la mujer a la que ha dejado embarazada; su obsesión por conquistar una mínima estabilidad. Radiografía fugaz e instantánea de una realidad que se escapa de las manos hasta que termina dándose de bruces con la muerte, lo que Nicolás Casariego termina por atrapar es esa vida extranjera que se tiene como propia. La resaca de un desastre (Antón Mallick toma la palabra tras padecer una devastadora perdida) que ha difuminado sus rasgos. Ya al final pasa cerca de un lago y ve como unos patos levantan el vuelo. Y se opera el prodigio: conecta de nuevo, vuelve a enchufarse, toca tierra.
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