El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La bruma dorada

Por: | 25 de abril de 2011

Manuel Vicent habla de retablo ibérico para subtitular su último libro, Aguirre, el magnífico (Alfaguara). Seguramente así subraya que, más que una biografía del último duque de Alba, es una colección de momentos de su vida que sirven para contar una parte de la historia reciente de España, la de los años de la transición del régimen franquista a la democracia. Nada que ver con un relato estrictamente político: lo que hace Vicent, más bien, es desplegar una serie de situaciones que desmenuza con su habitual ironía y que pone en escena como síntomas reveladores de lo que ocurrió con buena parte de los afectos, proyectos, ideas, sueños y ambiciones de quienes se vieron embarcados en la vertiginosa transformación de una sociedad acostumbrada a vivir con miedo y que ensayaba, después de una larga dictadura, los desconocidos mecanismos de la libertad. Jesús Aguirre aparece así como la ventana a través de la que mirar un largo proceso durante el que él mismo padece una insospechada fractura, y pasa de confesar, como sacerdote, a un grupo de jóvenes inquietos que pretenden construir el hombre nuevo a reclamar, como consorte de una de las mujeres más ricas del país, un palacio en Venecia y a defender frente a la iniciativa de unos campesinos los derechos de los Alba sobre unas tierras de Extremadura. Curioso viaje el que va de un sitio a otro. Vicent levanta acta de semejante metamorfosis utilizando un fino bisturí para no dejar marcas tras la delicada operación. ¿Fue un acto de arrojo y valentía o simple oportunismo? ¿Hubo algún tipo de traición o solo un lógico cambio de prioridades? ¿Llevaba el cinismo encima desde mucho antes o tuvo que conquistarlo?

Manuel vicent en 1996 bernardo perez 
Vicent (en la imagen, de Bernardo Pérez, en 1996) habla de Aguirre, pero también se ocupa de sí mismo (siempre con discreción, como mirándose a hurtadillas). "Yo quería ser escritor, pero esta obsesión de momento no había dado ningún resultado", escribe. "Creía que bastaba con que a uno le gustaran las gaviotas". Y poco después: "Tal vez ser escritor consistía en saber expresar con las palabras exactas la sensualidad de la bruma dorada que se levantaba y se abría hasta dejar un sol blanco suspendido en la mente. Esa era mi filosofía". Quizá en Aguirre, el magnífico se aplica a hacer exactamente eso: a expresar con las palabras exactas no ya la belleza de una bajamar sino los secretos movimientos que se produjeron en el reverso de los hechos de aquellos años de la Transición. En el lado de la sombra, en los despachos del fondo donde se baraja con las cartas del deseo y la ambición, con los materiales con que se construye la vida.

Jesus aguirre y cayetana de alba en 1978 marisa florez 
Así pues, Vicent no se detiene ni en las lecturas ni en los escritos ni en las ideas de Jesús Aguirre (en la imagen, con Cayetana Alba cuando en 1978 anunciaron su próxima boda; la fotografía es de Marisa Flórez) durante ese largo periodo en el que se fue inventando como sacerdote de izquierdas, ni abunda en cómo congenió con quienes se estaban moviendo para cambiar España. No hay alusión alguna al contenido de sus sermones en la iglesia de la Ciudad Universitaria, ni se sabe de qué iban sus artículos en El País, ni hay noticias del catálogo que armó en Taurus. Vicent apunta a otra parte: quiere contar esa "bruma dorada" que su mirada construye. Aguirre viajando por la Selva Negra con un joven amigo en la época en que estudiaba teología en Múnich. Aguirre en el Palacio de Liria, donde "hablaba ya como un volteriano" y con unos zapatos que "tenían el empeine de lonilla color manteca con hormas y remaches de cuero marrón arañado y cordones con botonaduras doradas". Aguirre en la estación de Santa Justa de Sevilla, en la última etapa de su vida, cuando le pide que le lleve la maleta.

Pequeños momentos que resumen una época. El libro está lleno del ruido de la historia, de los zarpazos de aquellos días: el asesinato de Enrique Ruano, Carrero Blanco volando por las alturas, la llegada a los socialistas al poder. También están algunos amigos de Vicent, cuyas vidas sufrieron también insospechadas fracturas: fueron radicales contra todo y nada y luego se hicieron a los lujos de una izquierda acomodada. Jesús Aguirre fue hijo de madre soltera en una provincia de la dictadura y, al final, se convirtió en duque de Alba. Vicent vuelve a tocar la música de ese recorrido. Y es verdad que todo el rato se oyen risas y bromas e ingeniosos chascarrillos, pero al fondo late una melodía triste, melancólica, profundamente herida por los rasguños del tiempo.

 

Miseria y violencia

Por: | 14 de abril de 2011

Dos niños dan botes sobre una cama elástica. Lo hacen en el patio de su casa, desperdigada en cualquier sitio de las montañas Ozark. El clima es inhóspito. El paisaje es inhóspito. Cuanto hay por los alrededores lo es. Pero ahí están, saltando arriba y abajo como si ese ambiente miserable no fuera con ellos. Es el mundo que conocen y en el que han crecido, no saben de otro. Tiene que hacer frío en esa zona, no debe oler muy bien. Está en algún rincón de Misuri, uno de los estados del Medio Oeste de Estados Unidos. Como quien dice, en mitad de ninguna parte. Parece que Dios se ha desentendido de la suerte de esos niños. No es que se los vea mal, ocurre que están solos. Aunque no exactamente: su hermana mayor se ocupa de ellos. Tiene diecisiete años, se llama Ree, corta leña con conocimiento de causa y con conocimiento de causa les enseña a sus hermanos pequeños a disparar con un rifle. Sabe improvisar un miserable plato con una patata medio podrida, cocinar un guiso de ciervo o hacer estofado de ardilla. En Winter’s Bone se cuenta que le toca pasar una temporada difícil. El sheriff se lo deja muy claro desde el principio: su padre ha salido provisionalmente de la cárcel poniendo como fianza esa casa. Si no se presenta a la policía el día que le toca, pueden quedarse sin ella. Con Ree vive también su madre, que enfermó de dolor y no se entera de nada: no tiene, pues, otra alternativa que salir adelante. Así que decide encontrar a su padre para  llevarlo a la comisaría y que cumpla con la ley. Es la segunda película de la realizadora Debra Granik (Cambridge, Massachussets, ) y triunfó en Sundance, el célebre festival de cine independiente. Tiene ese estilo de producción casera, cercana, donde un guión sólido es imprescindible y el peso de los actores, decisivo.

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En la película están inmensos sus dos protagonistas, la joven Ree (Jennifer Lawrence) y su tío Lágrima (John Hawkes). Los niños saltan sobre la cama elástica y juegan con los animales, gatos y perros (tienen también un caballo) y, en fin, la vida sigue en ese remoto rincón del mundo. Una vida dura, de estricta supervivencia. Y Ree (en la imagen con su tío Lágrima) tiene que ponerse a buscar a su padre y entonces empieza a aparecer una galería de personajes que ponen los pelos de punta. Hombres y mujeres curtidos, zarandeados por la mala suerte, medio destruidos por habitar en ese páramo desolador, consumidos por las drogas o el alcohol, habituados a una atmósfera de miseria y violencia. Ree visita distintas casas: todas están, como la suya, repletas de deshechos. Y es como si esos deshechos formaran ya parte de la naturaleza, se hubieran incorporado a las montañas de Ozark.

La película está basada en una novela de Daniel Woodrell, un escritor al que atribuyen la invención del country noir. Tramas negras en el campo: no es fácil atar todos los cabos sueltos que esta historia va dejando a lo largo de su desarrollo. No es seguro, tampoco, que la propia protagonista sea consciente de todo lo que le va pasando y lo entienda. La cámara la sigue, padece con ella, se llena de dudas, se arriesga. Y es que el miedo es algo que se lleva ya incorporado en esa zona turbulenta y turbia y medio perdida en mitad de América, pero la grandeza de la muchacha tiene que ver con su valentía para superarlo, e ir cada vez más y más lejos.

Negocios sucios relacionados con la metanfetamina, relaciones marcadas por los intereses y la necesidad de sobrevivir, crímenes, golpes, sangre, dolor. Winter’s Bone cuenta una historia dura, en la que muchos lazos familiares quedan reducidos al simple cálculo de seguir ahí, de aguantar: no hay otro horizonte. Debra Granik se convierte en un testigo más de la descomposición moral que marca a algunas familias del entorno, pero también recoge la generosidad de esos vecinos que echan un cable sin hacerse notar, como a escondidas. Su cámara está ahí, y poco a poco se va sumergiendo en ese mundo de los márgenes, el campo, cada vez más abandonado y remoto. Y recoge, como algunas de las hermosas canciones folk que incorpora en su película, su honda tristeza y sus inmensas dificultades para vivir.

La tristeza activa

Por: | 11 de abril de 2011

"Lo verdaderamente extraordinario es que, cada vez que he acabado de escribir, siento deseos de ponerme a silbar", contaba E. M. Cioran en una de las entrevistas reunidas en Conversaciones (traducción de Carlos Manzano; Tusquets, 1996). La frase define al personaje, así que viene de perlas recordarla ahora que se celebra su centenario: nació el 8 de abril de 1911en Rasinari, un pueblo de la Rumania actual que entonces formaba parte del imperio austrohúngaro. En una mesa redonda que tuvo lugar hace unos días en la sede del Círculo de Lectores de Madrid, el escritor Ignacio Vidal-Folch (Barcelona, 1956) dijo que Cioran fue muy importante para su generación. Hablaba de desesperación sin ningún pudor, comentó, y eso era algo diferente de lo que había entonces. Y lo que sobre todo había entonces era una izquierda, más o menos dogmática, pero firmemente convencida de tener en las manos las llaves de su tiempo. A todos aquellos, recordó, el silencio de Dios les importaba una higa. Y Cioran se ocupaba de cuestiones de este tipo. Pero estaban cabalgando sobre la ola de la historia y, por tanto, ¿qué podía decirles un tipo que hablaba del vacío y la nada, del tedio, del fracaso, de la derrota? Esos asuntos fueron, sin embargo, los que interesaron a los otros, a los que venían detrás, a esa generación (como la de Ignacio Vidal-Folch) que había ya hecho propias las ideas revolucionarias de sus "hermanos mayores" pero que no terminaba de compartir con ellos su entusiasmo, ni menos aún su endiosamiento.

E m cioran En la mesa del Círculo estuvieron también, entre otros, el escritor mexicano Héctor Subirats y Fernando Savater, que convirtió al rumano en materia de su tesis doctoral y terminó por convertirse en el gran divulgador de su obra en España. Ya se ve, pues, lo poco que sirven las generalizaciones, porque ambos son entusiastas de Cioran (la foto es de Ana Torralba) y al mismo tiempo forman parte de esa generación tan oportuna, la que se cruzó con el Mayo del 68 y estuvo siempre muy familiarizada con causas y compromisos. Seguramente Cioran conecta con quien debe conectar, pero alguna razón tiene Ignacio Vidal-Folch cuando saca a relucir lo de su generación. Y es que hubo un momento en que se leyó a Cioran con esa peligrosa pasión que tienen los jóvenes de veinte años por tomárselo todo en serio. Y su exaltación de la nada pudo tener algo de enfermizo. Era demasiado convincente, y lograba que se mirara al mundo con los ojos medio cerrados por el desdén y con un rictus de desprecio a propósito de las bagatelas de la vida. Consiguió vacunar a cuantos lo leían fascinados de todo intento de hacer carrera, lo que nunca está de más, pero acaso contribuyó a que esos jóvenes se cerraran algunas puertas delante de las narices, por creerse que estaban ya de vuelta. Y ni siquiera se habían acercado.

Es muy difícil distanciarse de los autores a los que se lee con el respeto que se tiene por quien ha ayudado a romper algunas convicciones, algunos tics, algunas ideas recibidas, algunos miedos, algunas fórmulas baratas (como las tan manidas de aquellas izquierdas de entonces). Así que estos días se vuelve a Cioran como quien reencuentra a un viejo amigo. Savater contó muchas anécdotas de la vida del rumano en París. Lo que resulta difícil imaginar hoy es que existiera alguna vez gente amiga de tanta sencillez y tanta naturalidad. La modestia, el interés por lo inmediato, la reunión improvisada entre amigos, una simple copa de vino, una conversación sobre cualquier cosa banal: nada de todo eso existe ya hoy sino como artificio, ahora que reina la urgencia, las redes sociales, los medios electrónicos, la exigencia de estar figurando, el apabullante reinado de las pantallas.

"Entre el horror y el éxtasis, practico una tristeza activa", decía Cioran en aquellas conversaciones. Y también: "Me parece que lo verdaderamente hermoso en la vida es no tener ya la menor ilusión y realizar un acto de vida, ser cómplice de algo así, estar en contradicción total con lo que sabes. Y, si en la vida hay algo misterioso, es precisamente eso: que, sabiendo lo que sabes, seas capaz de realizar un acto negado por tu saber". Pues eso: Cioran en estado puro.

Flores polipétalas

Por: | 08 de abril de 2011

Dos biombos y dos sillas. Música y luz. Un texto y dos actrices. Para hacer teatro no hace falta mucho más. Talento, claro. Imaginación. Y luego colocar las tablas del escenario, disponer los elementos, y empezar la función. A  Enrique Jardiel Poncela y a Miguel Mihura les tocó escribir en los tiempos grises de la dictadura y lo que les salió fue la arrolladora vitalidad del humor. En un mundo dominado por el miedo y en el que reinaban la Iglesia y los militares, escogieron el absurdo como dinamita para volar la atmósfera del franquismo y respirar un poco de aire fresco. No es que pretendieran subvertir el orden político ni nada parecido: la libertad que habita en las palabras los arrastró a mirar las cosas de otra manera. En Me siento pulga, por ejemplo, hay un texto donde un pueblo pescador situado en mitad de la meseta reclama a las autoridades la llegada del mar. Las cosas son a veces así de inverosímiles, el 
caso es que en la heterodoxia de un puñado de textos de Jardiel y Mihura, hace ya unos años, tres actrices de Madrid –Susana Hernández, Ascen López  Marisol Rolandi– encontraron elementos que les permitían contar algunas peripecias relacionadas con el hecho de ser mujer. Y contarlas con humor y desparpajo, y con esa extraña modernidad que hay en Jardiel y Mihura, que acaso forma parte de otro tiempo pero que sigue sirviendo para mirar lo que ocurre ahora. Así que reunieron piezas de los dos autores, y montaron Me siento pulga. Ha pasado un tiempo, y han vuelto con una versión ampliada que solo interpretan dos de las tres actrices de los inicios y que aún se puede ver los domingos que quedan de abril en la sala Triángulo de Madrid. Ahí está ese singular puzzle cargado de humor y de simpatía. Pasen, y rían.

IMG_5001 "Se llama mujer a una planta de flor polipétala, que sirve para quitar el dolor de cabeza, pero que, usada con excesiva frecuencia, llega también a producirlo", cuentan en Me siento pulga, donde también explican que la mujer española, "una de las variedades más encomiadas de dicha planta, es graciosa, flexible, tiene un olor exquisito y penetrante, y dan ganas de comérsela, aunque no es comestible, porque es indigesta". Esa es la marca del humor de Jardiel y Mihura que recorre la obra entera. El primero estrenó en 1940 Eloísa está debajo de un almendro, una de sus obras más logradas; el segundo pudo llevar al escenario recién en 1952 Tres sombreros de copa, su pieza más célebre, que había escrito en 1932. Esas dos comedias, como el resto de la larga producción de ambos escritores, tenían en común su delirante humor y la libertad con que manejaban distintas convenciones del género. La presencia de lo extravagante, el gusto por jugar con las palabras, la querencia por ciertas formas heredadas de la vanguardia: Jardiel y Mihura escribieron en una época gris para la cultura, y muchas veces tuvieron que rebajar su audacia para sortear la censura, pero consiguieron conectar con el público. Su olfato para el gag, su provocadora comicidad, la normalidad con que integran la propuesta más peregrina, todo eso está en Me siento pulga (en la imagen, Ascen López y Susana Hernández; la fotografía es de Tomás Núñez). "Querido Leo: No sé si llamarle Leo, o llamarle Poldo (…), porque la verdad es que de todas maneras para mí usted es el mismo, y si escribo Poldo, leo Leo, leo Poldo, Leopoldo".

El espíritu disparatado de Jardiel y Mihura funciona mejor si se sirve con una elegante contención. Y eso es lo que han hecho las responsables de Me siento pulga. Con un minúsculo movimiento son capaces de provocar en sus faldas un sorprendente oleaje. Y así operan con los textos que han elegido: es como si les dieran un empujón para que cobrarán vida propia. Van de uno en otro, saltan de registro estilístico, lo mismo dejan que se imponga la sustancia poética que vibre el guiño humorístico. Extienden un brazo para hacer una leve figura. Cantan. No tienen sino dos sillas y dos biombos. Así que se dejan llevar por la música para ir de fragmento en fragmento. Como un juego, como un baile.

"La mujer solitaria atrae de tal modo a los hombres, que rara vez puede seguir viviendo solitaria…". Ahí las tienen, pues, en lo que ha terminado por llamarse simplemente "las pulgas". Teatro de pequeño formato, pero hecho con un inmenso talento.

El aficionado

Por: | 07 de abril de 2011

A Jacques Henri Lartigue su padre le regaló en 1902 una cámara fotográfica. Tenía ocho años. A partir de ese momento se dedicó de manera compulsiva a guardar las imágenes que iba tomando y, al mismo tiempo, empezó a apuntar las cosas que le pasaban. De esa frenética actividad han quedado 130 volúmenes llenos de fotografías, 14.423 páginas para ser más precisos. El tamaño de cada álbum, de 52 x 36 cm, le daba margen para ensayar las más variadas formas de poner en escena sus imágenes. Podía jugar con grandes ampliaciones, mezclar tamaños distintos, pegar una secuencia sucesiva de tomas, repetir varias veces la misma foto. Etcétera. Luego estaban sus diarios. El 1 de enero de 1926 apuntó: "Día repleto de visitas a casa, es decir, vacío". La frase da una idea de lo que a Lartigue le gustaba: salir, moverse, andar de un lado a otro, apuntarse a practicar cualquier deporte, inventarse juegos, conocer sitios, explorar todo aquello que pudiera permitirle pasar un buen rato. Disfrutar. Un mundo flotante, la exposición que puede visitarse hasta el 19 de junio en Caixaforum de Madrid, y que reúne cerca de 230 imágenes del fotógrafo francés, da cuenta de su espíritu jovial, inquieto, apasionado, curioso, inagotable. Lartigue quiso siempre que se lo considerara un aficionado. No le interesaba ser fotógrafo, lo que le gustaba era hacer fotos. Quería atrapar el tiempo que vivía para que no se le fuera del todo. No perseguía ocupar lugar alguno, simplemente quería estar pegado a lo que sucedía y su mirada no solo le ayudaba a tomar conciencia de lo efímero y frágil que resulta todo sino que le enseñaba a ver la variedad de la vida y a vivirla. Seguro que es eso lo que significa ser un aficionado: alguien que no deja nunca de construirse, siempre en camino, sin agotar las posibilidades, no cerrando ciclo alguno, instalado perpetuamente en el presente.

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Si me gusta meterme en la bañera con mis juguetes, pues conviene hacer una foto en la que se me vea en la bañera con mis juguetes. Ese era el mecanismo, así de simple. Si me encanta estar en la playa jugando con una pelota, pues ahí están los jovenzuelos persiguiendo un balón. Si me divierte cómo la gente se tira a la piscina, pues venga: uno, otro, el de más allá. Hacer gansadas, y fotografiarlas. Compito en una carrera, atrapó unas cuantas imágenes. Nos vamos porque está lloviendo, y lo registro (en la imagen, Bibi, Arlette e Irene. Tormenta en Cannes, 1929). Lartigue no era estrictamente un cronista, que está ahí para tomar nota de lo que va pasando, y contarlo. Más bien era un perseguidor: buscaba atrapar el instante que resumiera lo que una tarde dio de sí, lo que fue aquel paseo, qué significó aquel viaje, cómo me lo pasé en la nieve. Mirar y mirar, y elegir.

Bibi, Dedée, Coco, Dani, Zissou, Dani, Charly, Caro, Vera, Mimi, Rico, Sim, Jean. Son unos cuantos nombres de su círculo: sus mujeres, amantes, su hermano, su hijo, amigos, conocidos. Ese es el mundo que le interesa a Lartigue. Formaba parte de una familia adinerada, así que desde el principio pudo dedicarse a cultivar el dolce far niente. Lo hizo con disciplina y rigor. Practicó muchos deportes, y les sacó el mayor partido: la vela, el tenis, las carreras de todo tipo, el esquí, el patinaje… Lo que sus imágenes cuentan no es tanto la lucha agónica por la victoria como el gusto de estar ahí. El vértigo de la velocidad, la risa que estalla tras el golpe gratuito, la dicha de rodar y rodar. ¿De qué materia está hecha la felicidad?, ¿cuándo surge la belleza?, ¿qué es lo que de verdad importa? Lartigue responde a esas preguntas con sus imágenes.

Parece que no pesaran, ingrávidas. Que contaran, sobre todo, de lo fugaz, de lo que se escapa, de lo que no llega a tener lugar. Como si Lartigue se hubiera agarrado tan íntimamente al flujo de la vida, que fuera registrando sus menores cambios. Los refleja en sus paisajes, donde la luz ensaya los más diversos matices. O en sus encuadres: todo cuanto ocurre puede ser mirado de tantas formas que no cabe nunca una única versión. Tocadas con el encanto de la levedad, las fotografías de Lartigue recogen el pálpito insondable de la incertidumbre. Por eso están vivas y respiran.  

Pereza, desdén, ironía

Por: | 06 de abril de 2011

Nada más empezar El astillero (Alianza, 1970), Juan Carlos Onetti cuenta que Larsen ha vuelto a Santa María después que el Gobernador lo echara de la región, y que en el Berna donde ha parado a tomarse el aperitivo algunos le vieron que, "exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes". En una anotación del 3 de junio de 1950 de su diario, La tentación del fracaso, Julio Ramón Ribeyro escribe: "Hoy me siento incapaz de todo. Una pereza moral irresistible", y un poco más adelante, ante las ganas de irse a otra parte, se pregunta: "¿Para qué hacer rodar por todos los paisajes, como un circo ambulante, el espectáculo de mi vida equivocada?". ¿Con qué voz se expresaba el personaje de Onetti, cómo hablaba Ribeyro? Una hipótesis: tendría que ser una voz áspera, tirando a ronca, y medio que debería arrastrar las palabras, como no creyéndose nada del todo, como si no hubiera remedio, un tanto lánguida, desentendida del mundo, dolida profundamente por quién sabe qué vieja herida. Esa voz existe y la ha puesto el argentino Daniel Melingo en los dos temas cantados (Quizás, quizás, quizás y A media luz) del álbum en el que el David Murray Cuban Ensemble Plays Nat King Cole. Se grabó en junio de 2010 en dos estudios de Buenos Aires, se le añadieron las cuerdas en Portugal en agosto del mismo año, y es una joya.

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David Murray llegó a Nueva York en 1975 con veinte años y desde entonces no ha parado. Ha grabado más de 150 álbumes, tocado en grandes orquestas y en solitario, haciendo dúos, formando cuartetos y quintetos, cultivando los géneros más diversos (ha compuesto para el cine, el teatro, la danza, ha hecho dos óperas), explorando en tradiciones próximas y en músicas exóticas, ensayando las filigranas más arriesgadas y siendo también sobrio y preciso, a la manera clásica. El último de sus proyectos ha sido éste: volver sobre los dos álbumes que en 1958 y 1962 grabó Nat King Cole, cantando en español y en portugués, para reinventarse a su manera un puñado de aquellos viejos clásicos de la música latinoamericana. Empezó por hacer unos magistrales arreglos, luego convocó a nueve músicos cubanos para crear la banda, y se puso a ensayar con la hipótesis de conseguir que su saxo jugara el papel que en su día hizo la voz de Nat King Cole. Así que lo hace sonar con un profundo lirismo, pero le permite también desgarrarse, e ir subiendo y bajando y como corriendo hasta llegar a casi explotar mientras el resto de la compañía lo sostiene sobre los cálidos ritmos latinos. Hay que escucharlo sacándole todo el dolor a Tres palabras o un tanto guasón (y dicharachero) en Cachito, por poner un par de ejemplos.  Murray, por fin, y tras grabar los temas con su Cuban Ensemble, les añadió unos arreglos de cuerda, que corrieron a cargo de la agrupación portuguesa Sinfonieta of Sines. La combinación de la rotundidad de la banda con la ligereza de la orquestina es, seguro, uno de los grandes hallazgos del álbum.

Pereza, desdén, ironía. Esas eran las palabras que le servían a Onetti para definir los ademanes de Larsen, ese personaje medio roto y curtido en el fracaso. No son términos que se ajusten fácilmente a la cercanía de las viejas canciones latinoamericanas, un punto sentimentales siempre, demasiado cercanas, construidas para mover el cuerpo y sacudir el alma, para dejarse llevar. Y, sin embargo, hay que oír el piano de Pepe Rivero o el trombón de Denís Cuni o la trompeta de Hernández Morrejón, por solo hablar de algunos, para encontrarles que se asoman al precipicio, y que esta música también obliga a hacerse el duro y el distante. 

Y, claro, está la voz de Daniel Melingo, ese argentino que empezó con Milton Nascimento, anduvo haciendo música pop en su tierra, se vino a España para fundar Lions in Love y regresó a casa para dedicarse al tango. Canta como no queriéndoselo creer, y hay desdén e ironía. También pereza, "esa pereza moral irresistible" de la que hablaba Ribeyro. No creerse nada, no darse mucha bola, ir tirando. 

El País

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