A eso de la medianoche, pasa un coche y te lleva a los años veinte. Es París y, en aquella época, París era una fiesta. Así que hay bastante barullo y, enseguida, estás metido en un bailongo o conoces a gente que después se hizo célebre. Hay suerte, así que los que te introducen en ese mundo son Zelda y Scott Fitzgerald, que conocen a todos y no se pierden ningún sarao. Luego está Hemingway, con sus fanfarronadas, y Picasso, demasiado concentrado en sus cosas (como si todo lo demás no existiera). Gertrude Stein ocupa un lugar central y a Alice B. Toklass solo se la ve un instante, cuando abre la puerta. Por aquí y por allá aparecen el torero José Belmonte, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Man Ray y T. S. Eliot. Vaya el tipo que está tocando el piano es Cole Porter y aquella que baila, ¿no es acaso Josephine Baker? En Midnight in Paris, Woody Allen lleva a su protagonista a los salones de la llamada generación perdida y lo deja involucrarse en aquel mundo donde llega incluso a ligar con una hermosa muchacha que adora la Belle Epoque y que es modelo de Picasso, cuando la conoce, y que lo fue de Braque, y que se lía con Hemingway para acompañarlo a un viaje de caza. En aquellos años todo parecía posible: romper barreras, saltarse los controles de la moral de la época, explorar otros mundos, vivir en esa envidiable tensión entre el vértigo de estar creando y el afán de atender los inagotables placeres del mundo. De lo que se trataba era de habitar en lo más alto, junto a las burbujas de champán.
Se trata de un ciudadano que vive en Nueva York, que forma parte del mundo intelectual y que, por tanto, conoce al dedillo sus mitos, leyendas y modas, que ha padecido cada uno de sus excesos snob y ha crecido chapoteando en los conceptos de Freud como si fueran parte de los utensilios domésticos de imprescindible uso diario. Woody Allen ha tenido siempre esa rara habilidad para darle la mayor naturalidad a cualquier disparate, excentricidad o capricho propio de ese círculo, habitualmente tan pedante, de artistas, escritores o intelectuales que presumen de estar metidos hasta las cejas en la pomada. Basta un comentario cualquiera en la cola de un cine, en medio de una galería de arte, dando un paseo por un parque. Las películas de Woody Allen están llenas de este tipo de gente. Algunos quedan mal parados, por vanidosos e insufribles; otros, en cambio, resultan convincentes, seguramente porque se ríen de sí mismos o porque manifiestan esa cándida ingenuidad de seguir creyendo en las cosas que hacen.
Es lo que le pasa al protagonista de Midnight in Paris, Gil (Owen Wilson; en la imagen aparece junto a los actores que interpretan a Zelda y Scott Fitzgerald), que tiene un buen trabajo de guionista en Hollywood pero que está empeñado en escribir una novela: esa gran obra de arte, la pieza donde trascender las minúsculas traiciones y ligerezas a las que lo obliga su actual oficio. Además se va a casar. Y resulta que termina de viaje en París, junto a su novia y sus próximos suegros, un caballero que defiende al Tea Party y una dama que lo mira con recelo como candidato inminente a yerno.
Es entonces cuando pasa un antiguo automóvil, a medianoche, y Gil se sube y siguen adelante. La parada siguiente es en los años veinte. Está con Zelda y Scott Fitzgerald, y comparte su itinerario de excesos: siempre hay una copa, siempre hay una conversación ingeniosa, siempre el afán por divertirse, siempre las pasiones desbocadas y el gusto por la elegancia. Woody Allen realiza la transición entre este mundo y aquel otro sin complicación alguna. Y es que, en realidad, no la hay. El pasado sigue habitando el presente, está ahí, y Gil lo encuentra en su viaje a París, acaso porque su verdadero mundo, el que ha volcado en su novela, es el del París de los años veinte: cabalgar sobre un burbuja y estallar en la cima junto a ese puñado de artistas y escritores que quisieron romper cualquier molde para inventar el mayor prodigio y vivir con la máxima intensidad. Tiene, por eso, todo el sentido que Gil se lleve en una de sus excursiones su novela y se la de a leer a Gertrude Stein. Hay veces que solo pueden entendernos nuestros verdaderos contemporáneos.
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