El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Un martillo contra las ideas hechas

Por: | 29 de septiembre de 2011

Cómo pasaron las cosas y cómo las cuentan los historiadores. Este asunto es uno de los ejes centrales que recorren La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Taurus), donde José Álvarez Junco y Mercedes Cabrera han reunido a una selecta nómina de conocedores de la obra del homenajeado para que se pronuncien, glosen, comenten o critiquen distintos aspectos de su ya larga y ejemplar trayectoria. En el libro hay de todo: el clima académico en el que Santos Juliá empezó a trabajar, los maestros que lo influyeron (Marx y Weber) y, también, distintas aproximaciones a su manera de ser. Pero sobre todo está la historia, la historia de España durante el siglo XX, y hay discusión sobre esa historia y sobre la manera en que se ha contado. Acaso lo más relevante sea advertir, finalmente, que Santos Juliá entró en el pasado con el lógico afán de enterarse cómo habían sucedido las cosas y que, para poder hacerlo, no tuvo más remedio que aplicarse a desmontar las historias que antes se  habían contado. O mejor, tuvo que vérselas con "las ficciones que nos inventamos para explicarnos a nosotros mismos", como escribe Álvarez Junco cuando se ocupa de Historias de las dos Españas, uno de los ensayos de Santos Juliá que ayudan como pocos a tomar distancia de esos observatorios artificiales que se reciben como herencia y desde los que vamos construyendo nuestra mirada sobre el pasado, el presente y el futuro). ¿Y si para entender lo que ocurrió, y lo que está ocurriendo, ese recurso a las dos Españas fuera más bien un estorbo? Hay partes de la sociedad actual en las que ese marco sigue funcionando. Álvarez Junco, acaso con cierto optimismo, considera que aquel gran relato solo sobrevive en algunos rincones: en la retórica conservadora del 'se rompe España’, en los nacionalismos periféricos que siguen amarrados al victimismo del pasado y en esa "izquierda irredenta, que sigue cultivando el sueño comunitario alrededor del populismo o el indigenismo de estilo Hugo Chávez o Evo Morales". ¿Son muchos o pocos? Desde luego, quienes siguen en esa retórica son los que, cuando se habla de Santos Juliá (la foto es de 2004, de Cristóbal Manuel), miran de manera torcida como si fuera culpable (o, como mínimo, sospechoso) de haber tocado alguna sagrada verdad de esas que nunca se cuestionan.

Santos julia cristobal manuel
Como este libro permite seguir las distintas estaciones de su obra, y seguirlas de manera crítica, no estaría de más que quienes culpan o sospechan del historiador se acercaran a sus páginas. Si en su trabajo sobre las construcciones ideológicas a propósito del ser de España, Santos Juliá ayuda a contextualizar (y a relativizar, por tanto) toda esa furia que alimenta los viejos conflictos sobre las verdaderas esencias de la patria, en sus trabajos sobre el lamento permanente a propósito del rosario de fracasos de este país ha sido también rotundo. No hubo tales, no tuvieron la envergadura que se les atribuyó, no marcaron a fuego esa anomalía que arrastra que se atribuye a la historia de España. Fue la idea de ese fracaso permanente la que impidió comprender, como escribe Miguel Martorell, "que la dirección general de las transformaciones experimentadas en nuestra historia era común a la de otros países europeos".

Y si las cosas marchaban, ¿cómo fue que hubo una Guerra Civil? Ni fue "el ineluctable resultado de una especial lucha de clases", ni el hito final de "un mítico enfrentamiento entre dos Españas", recuerda Enrique Moradiellos citando al propio Juliá, que en su texto del volumen colectivo que coordinó sobre las Víctimas de la Guerra Civil  escribió: "Los causantes de la hecatombe sabían lo que hacían y emplearon todos los medios para conseguir lo que querían". Franco y sus secuaces no fueron arrastrados a dar el golpe por ningún destino histórico, su objetivo era acabar con las reformas modernizadoras de la República. La responsabilidad de los sujetos individuales, según Juliá, "no puede diluirse en la cuenta de las culpas colectivas, que son de todos y, por eso, no son de nadie". Quizá también del lado de la República hubo algunas responsabilidades que tampoco pueden quedar borradas  tras el escudo de haber luchado contra el fascismo.

Lo de las dos Españas no sirve gran cosa, no hubo una anomalía que estropeara particularmente la historia de este país, la Guerra Civil no se desencadenó inevitablemente por un viejo conflicto larvado condenado a estallar algún día… Santos Juliá ha aplicado el martillo para destrozar los tópicos y las ideas hechas. Su obra, así, no solo enseña sobre el pasado: invita a pensar porque fulmina las viejas leyendas que alimentan nuestros mitos. Sin sus trabajos resultaría mucho más difícil entender lo que sucedió en la España del siglo XX y, por tanto, lo que nos está pasando ahora. 


Las criaturas y la esperanza absurda

Por: | 23 de septiembre de 2011

De una de las múltiples versiones que Walter Benjamin le envió del texto que preparaba sobre Kafka, a Gershom Scholem le gustó mucho la primera parte, pero le reprochaba el exceso de citas en el resto del trabajo, y confesaba también extrañar un poco más de interpretación teológica. Luego añadía: "El fragmento sobre el teatro natural es excelente. Por el contrario, para todos aquellos que no conocen tu producción en sus partes más ocultas, los comentarios sobre lo gestual son totalmente incomprensibles". El subrayado es del propio Scholem y semejante sinceridad a propósito del ensayo de Benjamin resulta cautivadora. Lo es la Correspondencia 1933-1940 (Trotta; traducción de Rafael Lupiani) entre los dos amigos, que no solo recoge sus apasionadas disputas intelectuales sino las tremendas complicaciones vitales que padecieron durante aquellos años en que el nazismo persiguió con ferocidad a los judíos (y ellos lo eran). Volviendo al autor de El proceso, Benjamin establecía para Scholem en otra carta siete puntos en los que resumía las referencias judías que había encontrado en su lectura de Kafka, y en uno de ellos apuntaba, para subrayar las diferencias de su propia interpretación: "Yo parto de la pequeña y absurda esperanza, así como de las criaturas a las que, por un lado, corresponde esta esperanza y en las que, por otro, ese absurdo se refleja". Quizá ahí, en su afán de poner la mirada en esas criaturas y en su pequeña y absurda esperanza, resida una de las mayores lecciones de Benjamin como lector, y una de sus mayores armas como crítico.

WALTER BENJAMIN Como ocurrió con buena parte los textos que escribió, Benjamin (en la imagen) aceptó hacer el de Kafka porque no tenía un duro. La gestión inicial la puso en marcha Scholem, que conocía sus dificultades económicas y lo ayudaba siempre que podía. Supo de una revista judía –la Jüdische Rundschau¬– y pensó que allí podría colocar un texto de su amigo. Les habló de él a los responsables de la publicación y luego se ocupó de advertirle a Benjamin que, en su trabajo, vinculara en algún momento a Kafka con el judaísmo, no fuera que no se lo publicaran (y no se lo pagaran) si se quedaba en un análisis exclusivamente literario. Benjamin vociferó un poco por la sugerencia e insistió en que su lectura no tenía nada que ver con la que habían hecho Max Brod y otros autores sobre la obra de Kafka, que terminaban remitiéndola de una u otra manera al judaísmo. Benjamin fue muy duro con la lectura de Brod, subrayando que había sido incapaz de mantener distancia alguna frente a la obra de Kafka, a quien, por otro lado, llegó a tener incluso por un santo. Frente a esas posiciones y esas lecturas que se sostienen en prejuicios previos y en las miopías propias de religiones e ideologías, Benjamin reclama a las criaturas, y a su pequeña y absurda esperanza. Frente a la teología, como quien dice, los hombres (y los animales) y el mundo que los rodea.

El Kafka de Benjamin es una pequeña joya de unas 25 páginas. Es verdad que está lleno de citas, pero estas, más que ser una rémora, sirven como trampolín para zambullirse en el corazón de la obra del autor de La metamorfosis. El ensayo se inicia con una anécdota sobre Potemkin y la zarina Catalina II, pero lo que importa de ella es el servicial Shuwalkin, que nos coloca de lleno en ese mundo de cancillerías y registros, de depositarios del poder, que tanta importancia tiene en la obra de Kafka. Así trabaja Benjamin: con citas y con historias, y desde ahí va sumergiéndose en el tejido de los textos de un autor que, como explica, tomó todas las precauciones posibles en contra de la clarificación de sus textos. Lo que hace Benjamin, por tanto, no es tanto cerrar su sentido sino volver a recorrer esa obra para profundizar en su misterio. Del mundo de funcionarios anónimos que manejan en la penumbra unas leyes no escritas salta a la lascivia de las mujeres que recoge Kafka y de ahí a sus animales y personajes híbridos, a los mitos y leyendas que alimentan su obra. "Lo más decisivo, el foco de la acción, es el ademán", escribe Benjamin, y sostiene que el gran tema de su obra es la organización de la vida y el trabajo.

Y lo judío? En el Talmud, la Hagadá tiene el papel de ilustrar poéticamente las consideraciones legales que establece la Halajá: las leyendas que recoge son contadas para servir de aclaración. ¿Tenemos, sin embargo, ese cuerpo de referencias que Kakfa aclara con sus narraciones? "No lo tenemos", dice Benjamin. "Quizá para Kafka lo que se conserva son sus reliquias". O, como le decía a Scholem en una carta: "Por eso en Kafka no se puede hablar de sabiduría. Solo quedan los restos de su descomposición".

Mutilados

Por: | 20 de septiembre de 2011

En El malogrado (traducción de Miguel Sáenz), que Alfaguara acaba de recuperar hace un par de meses, Thomas Bernhard cuenta la historia de tres amigos que coincidieron estudiando piano con Vladimir Horowitz en el Mozarteum de Salzburgo. Uno de ellos es Glenn Gould, el prodigioso intérprete de Bach, pero el personaje en torno al que gira la historia es Wertheimer, que un día se fue a un pequeño pueblo de Suiza, Zizers, y se quitó la vida a unos cien pasos de la casa de su hermana. El tercero de los amigos es el propio narrador. A él le toca dar los detalles y explicar los pormenores del conflicto central que recorre el libro. Cuenta que un día Wertheimer y él escucharon tocar a Gould las Variaciones Goldberg y que entonces comprendieron que no tenían nada que hacer. Llevaban años tocando el piano, estaban recibiendo clases del gran Horowitz, iban a convertirse en grandes concertistas y podrían recorrer el mundo dando giras, recibir el aplauso del público, labrarse una pequeña fama. Pero cuando escucharon a Gould entendieron que por mucho que hicieran jamás lograrían tocar como él lo hacía. "Estudiamos durante un  decenio un instrumento, que hemos elegido, y oímos entonces, después de ese decenio fatigoso, más o menos deprimente, unos compases de un genio y estamos acabados, pensé", escribe Bernhard. Y de eso va esta historia, de lo que ocurre cuando se descubre que nunca se alcanzará la meta soñada, cuando se sabe que es inútil proseguir una batalla que no conduce a parte alguna, cuando se advierte que la perfección o la verdad o la belleza (o, en fin, lo que pueda perseguir un artista) no están al alcance de la mano. Fue Gould, explica el narrador, el que llamó a Wertheimer "el malogrado". "Nuestro Malogrado es un fanático, dijo Glenn una vez, se muere casi ininterrumpidamente de lástima de sí mismo".

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La narración, uno de esos largos monólogos tan propios de Bernhard (en la imagen), no pierde de foco en ningún momento el asunto central. Glenn Gould le sirve para mostrar al genio, al que confía ciegamente en lo que hace, al que está más allá de cualquier melindre y asume cuanta dureza pueda haber en su camino, al que va siempre más allá y se permite cuantos caprichos le resultan necesarios. Para hacerlo no tiene el menor pudor en alterar su biografía verdadera. Miguel Sáenz, el gran maestro a la hora de trasladar la música de la literatura de Bernhard al español, explica en la biografía del escritor austriaco que publicó en Siruela que ni siquiera respeta sus últimos días. "Lo hace morir románticamente sobre el piano, interpretando las Variaciones Goldberg",cuenta, "cuando la realidad es que sufrió un ataque mientras dormía y murió en el hospital unos días más tarde".

A Bernhard, pues, le importa un diablo lo que de verdad pasó con Gould porque está mucho más preocupado por atrapar la verdad de su obra y de su talento y de su fascinante personalidad. "Apenas se sentaba Glenn al piano, se encogía sobre sí mismo, pensé, parecía una animal, mirándolo mejor, un inválido, pero mirándolo mejor aún, la persona inteligente y hermosa que siempre fue", escribe por ejemplo. O también: "Le gustaban las definiciones claras y odiaba lo impreciso". Y más adelante: "Tenemos que proporcionarnos continuamente aire puro, decía, si no, no podremos avanzar, nos veremos paralizados en nuestro propósito de alcanzar lo más alto". Incluso: "Aborrecía a los hombres que decían lo que no habían pensado hasta el fin, es decir, aborrecía a casi toda la humanidad".

Quién sabe cuánto de Bernhard hay en el Gould de Bernhard, y cuanto de Bernhard hay en Wertheimer e, incluso, en el narrador, que parece ser el más próximo a la propia historia del escritor (como ocurre casi siempre con sus narradores). En la novela los tres estudian piano, pero solo uno de ellos sigue adelante (¡y con qué grandeza!). El narrador asume con naturalidad torcer sus planes después de escucharlo aquel día tocando las Variaciones Goldberg. No así Wertheimer, y lo pasa mal hasta que se cuelga de un árbol. "Sólo vemos, cuando miramos a los hombres, mutilados, nos dijo Glenn una vez, exterior o interiormente, o interior y exteriormente mutilados, no hay otros, pensé", escribe Bernhard. Y de eso va El malogrado, de mutilados: trata de las pérdidas y de lo que les ocurre a los hombres cuando las padecen. Con esa inquietante ferocidad tan propia de Bernhard, y con su hondura y con su humor.

Los vacíos y la desgarradura

Por: | 14 de septiembre de 2011

Igual alguien se fija en unas cuantas manchas de aceite sobre el asfalto, y descubre un cuadro de Henri Michaux. O se detiene frente a una pared agrietada, y tiene la impresión de estar viendo una obra de Tàpies. Lo que José Manuel Ballester (Premio Nacional de Foptografía 2010) encuentra en la realidad son abstracciones que tienen algo del cuadro blanco de Malevich, de las simples composiciones geométricas de Mondrian, de la limpieza y rotundidad cromática de Rothko. Uno puede quedarse solo con las líneas rectas, las sombras, la composición, la disposición de los colores. Pero también puede ver la ciudad que está ahí. En ese caso, sus fotografías hablan de espacios deshabitados (solo hay figuras humanas en una de ellas): la mirada corta un fragmento del mundo y, al hacerlo, lo despoja de referencias y lo lanza al vacío. Así que el mundo, paradójicamente, sigue estando presente justo cuando ha dejado de estar. Aunque lo que veamos sea Brasilia, Santiago de Compostela o Basilea, en realidad ni es Brasilia, ni es Santiago de Compostela, ni es Basilea: es una imagen de José Manuel Ballester. La Comunidad de Madrid exhibe medio centenar de ellas, todas de los últimos siete años, en su sala de Alcalá, 31. Uno entra allí y escucha de fondo la pieza de una ópera —que acompaña un trabajo en video del artista— y, bueno, de pronto se puede ver todo aquello desde esa perspectiva. Musical: puras formas. Pero con ese deliberado artificio que tiene la ópera, que tira hacia lo excesivo y grandioso.


Ballester rijsmuseum
Galerías de luz, habitación 523, hiperarquitectura e hiperdiseño, museos, la gran ciudad en la China actual, espacios ocultos, resplandores. Son los títulos de algunas de las exposiciones que ha realizado Ballester (en la imagen, el Rijsmuseum, de Amsterdam, fotografiado en 2005). Están colocados en fila, uno detrás de otro, porque cuentan de qué va el trabajo de este artista. Así queda muy claro que lo suyo son los espacios, lo que ocurre ahí y lo que revelan, y que lo importante es la manera de aproximarse a ellos, la mirada. Los hombres han quedado (casi siempre) fuera de sus imágenes, pero solo hasta cierto punto. Por fragmentaria que sea la información que algunos trabajos transmiten (rincones de edificios, trozos de barandillas, puertas abiertas hacia ninguna parte, escaleras que bajan o suben, paredes), las huellas humanas están ahí, rotundas e implacables. Son fotografías que reflejan el esplendor o la ruina, o las dos cosas al mismo tiempo, pero sobre todo parecen contar que cuanto sucede es transitorio, que estamos de paso, que nada está cerrado. Y eso, expresado en clave operística, de manera tal que en el reverso de esos sitios abandonados y solitarios se presenta una desgarradura invisible. La desgarradura del tiempo.

Unas cuantas puertas metálicas rojas, una al lado de la otra, hacen el papel de ventanas desde las que asomarse al mundo de Ballester en su vídeo Ah!, mio cor. Lo que se proyecta en sus huecos son distintas estaciones de la obra de Ballester. Se vislumbran movimientos de gente y campos vacíos y el interior de la catedral de Burgos y el interior de algún museo y los rascacielos de alguna ciudad y sus habituales espacios vacíos… De nuevo la idea de tránsito, de movimiento, de ir de un lado a otro.

Y eso, precisamente, en una exposición donde las imágenes son hieráticas, con su halo de frialdad y distancia. El trabajo de Ballester tiene que ver con las trayectorias de Bernd y Hilla Becher o de Candida Höfer, y con su afán de retratar edificios y espacios sin que aparezca presencia humana alguna. Y, como el de estos fotógrafos, también está habitado por un profundo silencio (su vacío), y rescata el vaho (quizá no sea el término más preciso) de los que no están. Esta vez las piezas de Ballester cuelgan en el interior del edifico que Antonio Palacios proyectó para el Banco Mercantil e Industrial, y se construyó entre 1933 y 1945. Uno va recorriendo las distintas salas en que se ha dividido la muestra, y la imponente bóveda de pavés que las corona contagia de solemnidad al aire metafísico que tienen las imágenes. Y todo el rato suena al fondo el aria de Alcina, de Händel. Los rincones vacíos de Ballester se llenan con el lamento de la ópera, y la visita se tiñe de una extraña melancolía. 

Modelos de codicia

Por: | 12 de septiembre de 2011

Es sólo un documental pero tiene la atmósfera de un relato bíblico. No hay, sin embargo, grandes palabras, ni discursos morales, ni truena la voz de Yahvéh, ni tampoco hay huellas de las desdichas del pueblo elegido. Inside Job, con dirección y guión de Charles Ferguson (que es, además, uno de los productores), es una película sobre la crisis económica que se desató en 2008 y que sigue produciendo estragos en el mundo. Es difícil asimilar todas las cifras que bailan en la pantalla, pero la voluntad pedagógica de la propuesta permite seguir con claridad cómo unas cuantas habilidosas maniobras fueron imponiéndose gradualmente en los centros financieros y que, mientras enriquecían de manera fulgurante a unos cuantos, colocaron a los grandes países occidentales al borde del precipicio. Si esta historia tiene ese componente bíblico latente es porque tiene que ver con una categoría vaga e inasible, la del mal. No se lo nombra, pero es el asunto central de la película. Y por eso la carga de números y de mecanismos económicos atrapa al espectador. Detrás de esas decisiones que parecen obedecer a fuerzas incontrolables que operan en un mundo abstracto y desconectado de la realidad, y que resulta incomprensible para los profanos, hay personas concretas. Algunas de ellas tuvieron incluso la desfachatez, como explica Dominique Strauss-Kahn (director entonces del Fondo Monetario Internacional) en un momento del filme, de reconocer que acaso los problemas se derivaban de que eran demasiados codiciosos.

Charles-Ferguson-directing-Inside-Job
Dice Ferguson (en la imagen), en las notas de presentación de la película, que la recesión era evitable, que Estados Unidos llevaba cuarenta años sin ninguna crisis financiera, ya que funcionaban los mecanismos puestos en marcha para evitar que se produjera otra Gran Depresión. Las cosas cambiaron cuando en Estados Unidos llegó al poder en los años ochenta Ronald Reagan. Fue entonces cuando empezaron a suprimirse algunos de esos controles que mantenían a las finanzas protegidas de la avidez de aquellos que  quieren enriquecerse sea como sea.

Inside Job se inicia con la crisis financiera que azotó a Islandia, un pequeño país del norte de Europa en el que echaron raíces las maneras tramposas de hacer dinero, y enseguida hay el plano de un aeropuerto lleno de aviones privados, que acaso resume de manera diáfana el afán de algunos de esos millonarios por los excesos más extravagantes. Luego viene, poco a poco, la vertiginosa sucesión de despropósitos. La burbuja inmobiliaria. La burbuja financiera. La extrema facilidad para endeudarse. La invención de los derivados. La quiebra de Lehman Brothers, las ayudas a Goldman Sachs y a Morgan Stanley y a la aseguradora AIG. La finura de las agencias de calificación para bendecir como impecables unos productos financieros que eran pura basura. Los estrepitosos bonus que empiezan a recibir los ejecutivos y directivos de bancos y empresas. La perversa mezcla de lo público y lo privado y las perversas maneras de algunas autoridades académicas para poner sus conocimientos y su prestigio al servicio de los negocios más turbios. Todo tiene lugar bajo la cobertura teórica que inventan los especialistas y se produce porque detrás hay una sociedad que, antes que nada, celebra el triunfo económico.

Manda, pues, la lógica del dinero. Ganar más: no hay otra. Es una lógica limpia, que huele a colonias de marca y viste la ropa de los diseñadores de moda. En Inside Job no hay condena moral de ningún tipo. La película deja que los protagonistas se retraten a sí mismos (los contados protagonistas que aceptan ser entrevistados) y acude a algunas voces autorizadas para que expliquen cómo ocurrieron las cosas. Pero todo el rato uno se pregunta por el mal. Por sus formas, sus tácticas y estrategias, sus disfraces. Cuando Moisés subió al monte Sinaí a recibir de Yahvéh las tablas de la Ley, el pueblo empezó a aburrirse por su tardanza y le reclamó a Aarón que les hiciera un dios que los dirigiera. Les construyó un becerro de oro. Es el mismo que regresó hace unos años a Wall Street para reinar de nuevo. Eso es lo que, al fin y al cabo, cuenta Inside Job. Los caminos de la codicia, el veneno del poder, la soberbia de sus servidores.

El País

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