De una de las múltiples versiones que Walter Benjamin le envió del texto que preparaba sobre Kafka, a Gershom Scholem le gustó mucho la primera parte, pero le reprochaba el exceso de citas en el resto del trabajo, y confesaba también extrañar un poco más de interpretación teológica. Luego añadía: "El fragmento sobre el teatro natural es excelente. Por el contrario, para todos aquellos que no conocen tu producción en sus partes más ocultas, los comentarios sobre lo gestual son totalmente incomprensibles". El subrayado es del propio Scholem y semejante sinceridad a propósito del ensayo de Benjamin resulta cautivadora. Lo es la Correspondencia 1933-1940 (Trotta; traducción de Rafael Lupiani) entre los dos amigos, que no solo recoge sus apasionadas disputas intelectuales sino las tremendas complicaciones vitales que padecieron durante aquellos años en que el nazismo persiguió con ferocidad a los judíos (y ellos lo eran). Volviendo al autor de El proceso, Benjamin establecía para Scholem en otra carta siete puntos en los que resumía las referencias judías que había encontrado en su lectura de Kafka, y en uno de ellos apuntaba, para subrayar las diferencias de su propia interpretación: "Yo parto de la pequeña y absurda esperanza, así como de las criaturas a las que, por un lado, corresponde esta esperanza y en las que, por otro, ese absurdo se refleja". Quizá ahí, en su afán de poner la mirada en esas criaturas y en su pequeña y absurda esperanza, resida una de las mayores lecciones de Benjamin como lector, y una de sus mayores armas como crítico.
Como ocurrió con buena parte los textos que escribió, Benjamin (en la imagen) aceptó hacer el de Kafka porque no tenía un duro. La gestión inicial la puso en marcha Scholem, que conocía sus dificultades económicas y lo ayudaba siempre que podía. Supo de una revista judía –la Jüdische Rundschau¬– y pensó que allí podría colocar un texto de su amigo. Les habló de él a los responsables de la publicación y luego se ocupó de advertirle a Benjamin que, en su trabajo, vinculara en algún momento a Kafka con el judaísmo, no fuera que no se lo publicaran (y no se lo pagaran) si se quedaba en un análisis exclusivamente literario. Benjamin vociferó un poco por la sugerencia e insistió en que su lectura no tenía nada que ver con la que habían hecho Max Brod y otros autores sobre la obra de Kafka, que terminaban remitiéndola de una u otra manera al judaísmo. Benjamin fue muy duro con la lectura de Brod, subrayando que había sido incapaz de mantener distancia alguna frente a la obra de Kafka, a quien, por otro lado, llegó a tener incluso por un santo. Frente a esas posiciones y esas lecturas que se sostienen en prejuicios previos y en las miopías propias de religiones e ideologías, Benjamin reclama a las criaturas, y a su pequeña y absurda esperanza. Frente a la teología, como quien dice, los hombres (y los animales) y el mundo que los rodea.
El Kafka de Benjamin es una pequeña joya de unas 25 páginas. Es verdad que está lleno de citas, pero estas, más que ser una rémora, sirven como trampolín para zambullirse en el corazón de la obra del autor de La metamorfosis. El ensayo se inicia con una anécdota sobre Potemkin y la zarina Catalina II, pero lo que importa de ella es el servicial Shuwalkin, que nos coloca de lleno en ese mundo de cancillerías y registros, de depositarios del poder, que tanta importancia tiene en la obra de Kafka. Así trabaja Benjamin: con citas y con historias, y desde ahí va sumergiéndose en el tejido de los textos de un autor que, como explica, tomó todas las precauciones posibles en contra de la clarificación de sus textos. Lo que hace Benjamin, por tanto, no es tanto cerrar su sentido sino volver a recorrer esa obra para profundizar en su misterio. Del mundo de funcionarios anónimos que manejan en la penumbra unas leyes no escritas salta a la lascivia de las mujeres que recoge Kafka y de ahí a sus animales y personajes híbridos, a los mitos y leyendas que alimentan su obra. "Lo más decisivo, el foco de la acción, es el ademán", escribe Benjamin, y sostiene que el gran tema de su obra es la organización de la vida y el trabajo.
Y lo judío? En el Talmud, la Hagadá tiene el papel de ilustrar poéticamente las consideraciones legales que establece la Halajá: las leyendas que recoge son contadas para servir de aclaración. ¿Tenemos, sin embargo, ese cuerpo de referencias que Kakfa aclara con sus narraciones? "No lo tenemos", dice Benjamin. "Quizá para Kafka lo que se conserva son sus reliquias". O, como le decía a Scholem en una carta: "Por eso en Kafka no se puede hablar de sabiduría. Solo quedan los restos de su descomposición".
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