Igual alguien se fija en unas cuantas manchas de aceite sobre el asfalto, y descubre un cuadro de Henri Michaux. O se detiene frente a una pared agrietada, y tiene la impresión de estar viendo una obra de Tàpies. Lo que José Manuel Ballester (Premio Nacional de Foptografía 2010) encuentra en la realidad son abstracciones que tienen algo del cuadro blanco de Malevich, de las simples composiciones geométricas de Mondrian, de la limpieza y rotundidad cromática de Rothko. Uno puede quedarse solo con las líneas rectas, las sombras, la composición, la disposición de los colores. Pero también puede ver la ciudad que está ahí. En ese caso, sus fotografías hablan de espacios deshabitados (solo hay figuras humanas en una de ellas): la mirada corta un fragmento del mundo y, al hacerlo, lo despoja de referencias y lo lanza al vacío. Así que el mundo, paradójicamente, sigue estando presente justo cuando ha dejado de estar. Aunque lo que veamos sea Brasilia, Santiago de Compostela o Basilea, en realidad ni es Brasilia, ni es Santiago de Compostela, ni es Basilea: es una imagen de José Manuel Ballester. La Comunidad de Madrid exhibe medio centenar de ellas, todas de los últimos siete años, en su sala de Alcalá, 31. Uno entra allí y escucha de fondo la pieza de una ópera —que acompaña un trabajo en video del artista— y, bueno, de pronto se puede ver todo aquello desde esa perspectiva. Musical: puras formas. Pero con ese deliberado artificio que tiene la ópera, que tira hacia lo excesivo y grandioso.
Galerías de luz, habitación 523, hiperarquitectura e hiperdiseño, museos, la gran ciudad en la China actual, espacios ocultos, resplandores. Son los títulos de algunas de las exposiciones que ha realizado Ballester (en la imagen, el Rijsmuseum, de Amsterdam, fotografiado en 2005). Están colocados en fila, uno detrás de otro, porque cuentan de qué va el trabajo de este artista. Así queda muy claro que lo suyo son los espacios, lo que ocurre ahí y lo que revelan, y que lo importante es la manera de aproximarse a ellos, la mirada. Los hombres han quedado (casi siempre) fuera de sus imágenes, pero solo hasta cierto punto. Por fragmentaria que sea la información que algunos trabajos transmiten (rincones de edificios, trozos de barandillas, puertas abiertas hacia ninguna parte, escaleras que bajan o suben, paredes), las huellas humanas están ahí, rotundas e implacables. Son fotografías que reflejan el esplendor o la ruina, o las dos cosas al mismo tiempo, pero sobre todo parecen contar que cuanto sucede es transitorio, que estamos de paso, que nada está cerrado. Y eso, expresado en clave operística, de manera tal que en el reverso de esos sitios abandonados y solitarios se presenta una desgarradura invisible. La desgarradura del tiempo.
Unas cuantas puertas metálicas rojas, una al lado de la otra, hacen el papel de ventanas desde las que asomarse al mundo de Ballester en su vídeo Ah!, mio cor. Lo que se proyecta en sus huecos son distintas estaciones de la obra de Ballester. Se vislumbran movimientos de gente y campos vacíos y el interior de la catedral de Burgos y el interior de algún museo y los rascacielos de alguna ciudad y sus habituales espacios vacíos… De nuevo la idea de tránsito, de movimiento, de ir de un lado a otro.
Y eso, precisamente, en una exposición donde las imágenes son hieráticas, con su halo de frialdad y distancia. El trabajo de Ballester tiene que ver con las trayectorias de Bernd y Hilla Becher o de Candida Höfer, y con su afán de retratar edificios y espacios sin que aparezca presencia humana alguna. Y, como el de estos fotógrafos, también está habitado por un profundo silencio (su vacío), y rescata el vaho (quizá no sea el término más preciso) de los que no están. Esta vez las piezas de Ballester cuelgan en el interior del edifico que Antonio Palacios proyectó para el Banco Mercantil e Industrial, y se construyó entre 1933 y 1945. Uno va recorriendo las distintas salas en que se ha dividido la muestra, y la imponente bóveda de pavés que las corona contagia de solemnidad al aire metafísico que tienen las imágenes. Y todo el rato suena al fondo el aria de Alcina, de Händel. Los rincones vacíos de Ballester se llenan con el lamento de la ópera, y la visita se tiñe de una extraña melancolía.
Hay 1 Comentarios
Esos espacios vacios a veces me producen ansiedad por las ganas irremediables de ocuparlos con cientos de objetos, otras la ansiedad se debe al miedo incontrolado por que otros pueden llenar esos espacios que vacios tienen sentido y belleza.
Carla
www.lasbolaschinas.com
Publicado por: Carla | 14/09/2011 15:47:58