El cambio climático resulta por lo general un asunto demasiado lejano, por no hablar de quienes directamente niegan su existencia. Empezó con la industrialización y esencialmente es el resultado de la emisión de gases de efecto invernadero. Así que el problema empezó hace mucho, pero combatir sus efectos es una tarea cuya duración se extiende mucho más allá del ciclo vital de una persona: ¿cómo comprometerse entonces con una batalla que exige, además, una respuesta global y de cuyos resultados no tendremos jamás noticia? El sociólogo alemán Harald Welzer señala en Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI (Katz; traducción de Alejandra Obermeier) algunos conflictos actuales que tienen mucho que ver con el cambio climático. Es el caso de Darfur (Sudán), por ejemplo, donde agricultores y ganaderos han terminado enfrentándose a muerte por un recurso cada vez más escaso por la desertificación (entre 1967 y 1973, y entre 1980 y 2000, el país africano ha sufrido una serie de sequías catastróficas): el agua. Desde su independencia, Sudán ha perdido el 40% de sus bosques, vive metido en guerra desde hace medio siglo, hay dos millones de desplazados internos y han sido asesinadas entre 200.000 y 500.000 personas. Walzer salta en su libro de un escenario a otro para servir con todo detalle las cifras de un horror lejano que, sin embargo, tiene sus causas en la frenética actividad industrial que se produjo en Occidente hace unos dos siglos. Los resultados del cambio climático ya están aquí: migraciones masivas, problemas con los refugiados, guerras por los recursos. "Una de las características principales de la violencia tal como la ejerce Occidente consiste en su esfuerzo por delegarla lo más lejos posible", escribe Walzer. Algo ha cambiado, sin embargo: en un mundo globalizado la escala de los términos "lejano" o "cercano" se modifica a gran velocidad. Cualquier día de estos, los problemas remotos estarán en la puerta de casa.
Uno de los atractivos del libro de Walzer (la fotografía es de Elisa González Miralles) es que no engaña, y no lo hace porque evita convertir los retos del medio ambiente en asuntos que pueden ir arreglándose a través de iniciativas individuales y buena voluntad. "El problema del cambio climático hoy en día no es solucionable", sostiene. El desafío que exige obliga a una respuesta global. Las soluciones nacionales, o regionales (la UE se ha comprometido a emitir un 8% menos en el periodo 2008-2012 y un 20% menos en 20120), tienen una influencia demasiado escasa. Y, para hacerse una idea de por dónde van los tiros, basta fijarse en las cifras: desde el año 2000 la emisiones han crecido en el mundo un 30% y desde 1990, cuando se puso en marcha el Protocolo de Kioto, un 45%. Es posible que una parte de Occidente ande en la pelea por controlar sus desmanes, pero en China las emisiones se han duplicado desde 2003 y en la India han crecido el 60%. Los países emergentes se niegan a renunciar a unas energías que, aunque amenacen con destruir el futuro de todos, son las que han dado ventaja a los países que se industrializaron antes. Los acuerdos no parecen fáciles, la destrucción sigue en marcha, los conflictos amenazan (cuando no estallan ya) en el horizonte.
En ese contexto de brutal deterioro medioambiental, las guerras climáticas se presentan como un cáncer difícil de combatir. Surgen, explica Walzer, donde los Estados son débiles y los mercados de violencia privados forman parte de la normalidad, y donde los suelos se han degradado y hay mayor escasez de agua. Grandes masas empiezan a moverse para huir de la miseria, se desencadenan graves problemas en las fronteras, el terrorismo se fortalece y consigue legitimarse, la violencia del Estado se incrementa para combatir el desorden y aparecen vacíos legales. Los estándares de normalidad y las normas se desplazan. No hace falta más que mirar hacia Somalia para ver hoy mismo la envergadura del desastre.
"Cuando se propaguen y se vuelvan más tangibles las consecuencias del cambio climático, aumenten la miseria, las migraciones y la violencia, se incrementará la presión para solucionar y se acotará el espacio mental", escribe Walzer. Será entonces cuando surjan soluciones irracionales y, apunta, "de acuerdo con la experiencia histórica, existe una alta probabilidad de que las personas catalogadas como superfluas, que parecen amenazar las necesidades de bienestar y seguridad de las ya establecidas, perezcan en gran número…". La perspectiva es desoladora. Pero es lo que hay.