La última película de Roman Polanski, Un dios salvaje, tiene poca sustancia. Quizá no quiso tenerla nunca, que nació con la única voluntad de entretener, de ser una comedia ligera e intrascendente, perfecta para comer palomitas. En ese sentido, no habría mucho que objetar: se deja ver, no es ninguna pesadilla, incluso a ratos te ríes y hay un personaje que depende absolutamente del móvil que termina por resultar francamente simpático. La historia se desarrolla en una espacio único, se trata de la adaptación de una obra de teatro de Yasmina Reza (ella ha escrito el guión con el director), y cuenta el encuentro de dos matrimonios que se reúnen para aclarar la disputa que han tenido sus hijos. Uno de ellos golpeó al otro con un palo y le ha hecho una buena herida, amén de partirle un par de dientes. Así que los padres del agresor acuden a casa de los padres del agredido a pedir disculpas y, seguramente, a escenificar después una reconciliación en toda regla. Las cosas salen mal, salen catastróficamente mal, hasta el punto de provocar que muchos personajes (si no todos, ya no recuerdo) confiesen en un momento u otro que están viviendo "el peor día de toda su vida". Curioso desenlace, teniendo en cuenta que son personas educadas, aparentemente sin problemas económicos, relativamente jóvenes, con buena salud. Algo descarrila, sin embargo, en la ceremonia de hacer las paces y, al final, lo que termina montándose es una inmensa gresca. Para que las cosas funcionen los personajes son muy tópicos. Lo que resulta más sorprendente, teniendo en cuenta el sexo de la autora, es que las mujeres sean las que resulten más antipáticas. Una es una histérica y la otra, una borracha. Frente a ellas, los zafios de sus maridos resultan más próximos porque por lo menos disfrutan bebiendo un whisky o fumándose un puro habano.
¿Cómo consiguen Polanski y Reza provocar semejante animadversión contra esas respetables madres de familia y esposas entregadas? Simplemente situándolas contra el sentido común. Y el sentido común subraya, desde el primer instante de la película, que la agresión del muchacho merece sin duda un correctivo, pero que no es desde luego una tragedia tan terrible que exija la puesta en escena que pide la madre del agredido y a la que no termina de arrastrar a la madre del agresor. Los padres están ahí un poco de bulto y apoyan, cuando pueden, a sus respectivas, aunque en medio del clamor de la batalla son capaces de establecer un lazo de complicidad que podría resumirse así: ¿cómo es posible que un episodio entre adolescentes esté provocando este tumulto de tan colosales dimensiones?
Ha habido una rara unanimidad en los críticos a la hora de juzgar esta película de Polanski. Se ha destacado que no se trata de una mera traslación a la pantalla de una obra de teatro, sino que es cine en estado (más o menos) puro. Y que los actores están que se salen. Lo primero debe ser cierto: Polanski no ha dejado la cámara fija delante del salón de la casa de los Longstreet mientras dura la visita de los Cowan, sino que la ha movido de un lado a otro para subrayar detalles y para darle agilidad a la disputa. En cuanto a lo segundo es más fácil discrepar. Jodie Foster y Kate Winslet tenían poco margen de maniobra dentro de los esquemáticos caracteres de sus personajes, pero eso no justifica que la primera esté fuera de sí todo el rato y que la segunda despliegue una catarata de esfuerzos baldíos para hacer creíbles los cambios de humor de su elegante borrachuza. Sobreactúan, y cansan por la tensión innecesaria que contagian a sus criaturas.
Luego están las trampas en la construcción de la historia. Al matrimonio Cowan el matrimonio Longstreet le invita café y tarta. Al rato, y no se sabe por qué, la joven y atractiva señora que está de visita en un casa extraña echa una inmensa vomitona en todo el salón, en medio de la mesa, sin cortarse un pelo. ¿Por qué, qué le ocurrió, no tenía otra salida, olvidó los modales? No hay ni una sola respuesta. La vomitona sirve. Como sirve meterse con la corrección política, como sirven esos excesos cada vez más disparatados, como sirve ir conociendo que esos cuatro señoritos son en realidad unos patanes. ¿Con qué objeto? ¿Simplemente con el de entretener? Tanto énfasis en las cosas de este mundo permite sospechar que la película pretendía algo más. Si así hubiera sido, Polanski ha errado el tiro.