El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Falta de sustancia

Por: | 29 de noviembre de 2011

La última película de Roman Polanski, Un dios salvaje, tiene poca sustancia. Quizá no quiso tenerla nunca, que nació con la única voluntad de entretener, de ser una comedia ligera e intrascendente, perfecta para comer palomitas. En ese sentido, no habría mucho que objetar: se deja ver, no es ninguna pesadilla, incluso a ratos te ríes y hay un personaje que depende absolutamente del móvil que termina por resultar francamente simpático. La historia se desarrolla en una espacio único, se trata de la adaptación de una obra de teatro de Yasmina Reza (ella ha escrito el guión con el director), y cuenta el encuentro de dos matrimonios que se reúnen para aclarar la disputa que han tenido sus hijos. Uno de ellos golpeó al otro con un palo y le ha hecho una buena herida, amén de partirle un par de dientes. Así que los padres del agresor acuden a casa de los padres del agredido a pedir disculpas y, seguramente, a escenificar después una reconciliación en toda regla. Las cosas salen mal, salen catastróficamente mal, hasta el punto de provocar que muchos personajes (si no todos, ya no recuerdo) confiesen en un momento u otro que están viviendo "el peor día de toda su vida". Curioso desenlace, teniendo en cuenta que son personas educadas, aparentemente sin problemas económicos, relativamente jóvenes, con buena salud. Algo descarrila, sin embargo, en la ceremonia de hacer las paces y, al final, lo que termina montándose es una inmensa gresca. Para que las cosas funcionen los personajes son muy tópicos. Lo que resulta más sorprendente, teniendo en cuenta el sexo de la autora, es que las mujeres sean las que resulten más antipáticas. Una es una histérica y la otra, una borracha. Frente a ellas, los zafios de sus maridos resultan más próximos porque por lo menos disfrutan bebiendo un whisky o fumándose un puro habano.

Polanski un_dios_salvaje
¿Cómo consiguen Polanski y Reza provocar semejante animadversión contra esas respetables madres de familia y esposas entregadas? Simplemente situándolas contra el sentido común. Y el sentido común subraya, desde el primer instante de la película, que la agresión del muchacho merece sin duda un correctivo, pero que no es desde luego una tragedia tan terrible que exija la puesta en escena que pide la madre del agredido y a la que no termina de arrastrar a la madre del agresor. Los padres están ahí un poco de bulto y apoyan, cuando pueden, a sus respectivas, aunque en medio del clamor de la batalla son capaces de establecer un lazo de complicidad que podría resumirse así: ¿cómo es posible que un episodio entre adolescentes esté provocando este tumulto de tan colosales dimensiones?

Ha habido una rara unanimidad en los críticos a la hora de juzgar esta película de Polanski. Se ha destacado que no se trata de una mera traslación a la pantalla de una obra de teatro, sino que es cine en estado (más o menos) puro. Y que los actores están que se salen. Lo primero debe ser cierto: Polanski no ha dejado la cámara fija delante del salón de la casa de los Longstreet mientras dura la visita de los Cowan, sino que la ha movido de un lado a otro para subrayar detalles y para darle agilidad a la disputa. En cuanto a lo segundo es más fácil discrepar. Jodie Foster y Kate Winslet tenían poco margen de maniobra dentro de los esquemáticos caracteres de sus personajes, pero eso no justifica que la primera esté fuera de sí todo el rato y que la segunda despliegue una catarata de esfuerzos baldíos para hacer creíbles los cambios de humor de su elegante borrachuza. Sobreactúan, y cansan por la tensión innecesaria que contagian a sus criaturas.

Luego están las trampas en la construcción de la historia. Al matrimonio Cowan el matrimonio Longstreet le invita café y tarta. Al rato, y no se sabe por qué, la joven y atractiva señora que está de visita en un casa extraña echa una inmensa vomitona en todo el salón, en medio de la mesa, sin cortarse un pelo. ¿Por qué, qué le ocurrió, no tenía otra salida, olvidó los modales? No hay ni una sola respuesta. La vomitona sirve. Como sirve meterse con la corrección política, como sirven esos excesos cada vez más disparatados, como sirve ir conociendo que esos cuatro señoritos son en realidad unos patanes. ¿Con qué objeto? ¿Simplemente con el de entretener? Tanto énfasis en las cosas de este mundo permite sospechar que la película pretendía algo más. Si así hubiera sido, Polanski ha errado el tiro.

Cuerpos que bailan

Por: | 28 de noviembre de 2011

La relación de Pina Bausch con sus bailarines fue muy intensa. Les exigía que sacaran lo mejor de sí mismos, los empujaba a profundizar en sus emociones, les ponía retos que se veían forzados a superar. Quiero que me asustes, le dijo a uno; a otro le pidió que hiciera un movimiento que reflejara la alegría; a una joven recién incorporada a la compañía le preguntó por qué le tenía miedo si ella nunca le había hecho nada. En Pina, la película de Wim Wenders, los que compartieron con ella vida y trabajo la recuerdan a través de un breve testimonio (algunos no pueden decir nada y permanecen en silencio). Sus comentarios son la columna vertebral que articula una película que, sobre todo, muestra la obra de esa inmensa coreógrafa: sus montajes, esos atípicos movimientos que son la marca de fábrica de su estilo y su manera de entender la danza. Los cuerpos de los bailarines del Tanztheater Wuppertal son la llave de la que se sirvió Pina Bausch para explorar los misterios de la vida y a través de ellos fue bajando hacia lo más oscuro. Dolor, soledad, fracaso, tristeza, miedo, abandono, amor, entrega: esas palabras las convierte Pina Bausch en materia. Están ahí. Toman forma, laten, vibran en cada uno de sus trabajos. Wim Wenders ha tenido la delicadeza de ponerse en segundo plano. Es el mejor homenaje que le podía haber hecho, que sus piezas hablaran por sí mismas, y no está de más repetir el reclamo de Pina: "danzad, danzad, de otra forma estamos perdidos".

Una de las obras que vuelve una y otra vez en la película es Café Müller. La propia coreógrafa, cuando recuerda lo que la pieza significó en su trayectoria, explica que la propuesta de bailar con los ojos cerrados fue decisiva. Cuerpos que se desplazan perdidos por un escenario lleno de sillas, mientras alguien las va retirando para que no se golpeen. El abrazo de una pareja y el hombre que aparece para separarlos y que coloca el cuerpo de ella en los brazos de él, y se va y entonces la mujer se desploma. Y el hombre regresa: y vuelta a empezar, una y otra vez, de manera obsesiva y cada vez a mayor velocidad. Luego está la mujer de los tacones, y esos bailarines doblándose pegados a una pared. Y, en fin, el solo que bailó la propia Pina Bausch acompañada de un aria desoladora. La delgadez de su figura, el dramatismo de sus movimientos, el detalle de sus inmensas manos que la cámara acerca en la película. Algo hay ahí del terrible sufrimiento del descendimiento de la cruz, con el cuerpo del Cristo doblado y como a punto de quebrarse y la madre enloquecida de dolor. Basta cerrar los ojos ante esa mujer que baila para encontrar en su figura un duplicado de alguna de las obras que pintaron los maestros antiguos y en los que María espera que le nntreguen el cuerpo sin vida de su hijo. Eso es Pina Bausch: ese desgarro insoportable.

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Es inevitable abandonarse a las resonancias. Quizá eso sí sea algo a lo que empuja la película de Wenders, tal vez por los escenarios que ha elegido para poner en escena esas piezas que los bailarines ejecutan para acordarse de su maestra. Fábricas, paisajes abandonados, la encrucijada de calles de una ciudad actual (Wuppertal), el metro que se desliza bajo los rieles, los inmensos ventanales de un edificio vacío: todo parece remitir a Alemania, y esos cuerpos que bailan parecen estar contando su historia. Los grabados de Durero, los fulgores trágicos y sombríos del romanticismo, los abismos a los que se asomó su gente en su historia reciente. Eso es también Pina Bausch: un salvaje alarido ante lo que resulta incomprensible.  

Bueno, y esta esa bailarina que para rendirle homenaje sale zumbando y salta sobre una silla, donde se columpia un instante, y de ahí va corriendo a la siguiente, donde vuelve a tambalearse, y luego a otra y a otra. La ligereza, eso persigue, para acordarse de la levedad de Pina Bausch. Porque esa levedad recorre también la obra de esta prodigiosa artista, que tuvo un inmenso sentido del humor, e hizo de vez en cuando travesuras. Wenders, como en su día la propia Pina Bausch, utiliza los elementos (tierra, agua, aire, fuego) para dar cuenta de la historia de la coreógrafa, pero ante todo se rinde a la danza que, como la música, está más allá de las palabras. En Vivan las ilusiones (Pre-Textos, traducción de Esutaquio Barjau), Peter Handke le cuenta a Peter Stamm que lo que lo unió a Wenders fueron el cine y el amor a la música. En la danza la música habla a través de los cuerpos, y eso es lo que el realizador alemán ha filmado. El 3D colabora para que su empeño llegue a buen puerto.

 

Tiempo de guerra

Por: | 17 de noviembre de 2011

Marguerite Yourcenar escribió en 1938 en Sorrento El tiro de gracia, que Alfaguara publicó con traducción de Emma Calatayud en 1985. Quizá ya ni siquiera se encuentre en las librerías. Es una novela breve, se desarrolla en Curlandia –ahí arriba, en el norte, en la zona oeste de Letonia– y se basa en una historia real. Trata de la guerra y cuenta lo que les ocurre a tres amigos cuando se implican en la lucha antibolchevique, poco después de la revolución rusa. Marguerite Yourcenar le da la palabra al protagonista de la historia, Eric von Lohmond, un hombre descreído y escéptico que lleva tiempo dedicado a apuntarse a distintas batallas y a pelear por causas que le resultan indiferentes. "Era la época apropiada para morder el anzuelo sentimental de una doctrina de derechas o de izquierdas, pero yo jamás pude tragarme aquella miseria de palabras", cuenta en un momento determinado, y confiesa también que su condición de aventurero a menudo lo ha llevado a experimentar "una especie de incapacidad para comprometerse a fondo con el odio". "No he consentido arriesgarme sino por causas en las que no creía", afirma.

Marguerite-Yourcenar
Caen las bombas, la artillería responde, algún batallón aguanta en un rincón remoto, sus enemigos avanzan hacia allí con el afán de doblegar su resistencia. Es una escena de guerra más, que fácilmente se puede proyectar con el telón de fondo de Libia, por hablar de un conflicto reciente, o puede pintarse en la antigua Yugoslavia e incluso en cualquier minúsculo confín de España, en esos años cada vez más lejanos de su guerra civil. Se producen los combates y al mismo tiempo surgen los discursos para justificar las posiciones de los contendientes. Blanco y negro: es el lenguaje de la propaganda y también, ahora, la fórmula más rápida para trasladar cualquier mensaje a unas sociedades infantilizadas que ya solo saben de buenos y malos. ¿De qué lado habría que haber estado entonces, en la Europa en la que acababa de terminar la I Guerra Mundial? ¿Con el batallón de Eric von Lohmond, que se enfrentaba al avance bolchevique en Curlandia y Estonia, o del lado de los rojos, que acababan de terminar con los privilegios de los zares y perseguían una sociedad más justa masacrando sin contemplaciones a sus enemigos? Marguerite Yourcenar le da la palabra a ese combatiente crepuscular para que vaya relatando lo que pasó, y es entonces cuando se observa cómo las razones ideológicas por las que se termina en uno u otro lado a veces tienen un peso irrelevante al lado de otras fuerzas, mucho más poderosas, que operan en el corazón humano.

Eric creció con Conrad y Sophie, dos hermanos con los que pasó su adolescencia en una mansión que la familia de estos poseía en  Kratovicé. "Yo he conocido la dicha", observa cuando se refiere a aquellos años. Luego tuvo que irse a Alemania, era prusiano, para alistarse en el ejército, pero llegó cuando la guerra había terminado. Su madre le dio permiso, entonces, para que se incorporara al cuerpo de voluntarios del general barón von Wirtz, que se disponía a ayudar a los blancos que combatían en Curlandia contra el Ejército Rojo. La tropa que mandaba Eric tuvo que refugiarse en Kratovicé, y lo hizo en aquella inmensa casona en la que había sido feliz. Volvió a encontrarse con sus viejos amigos. La destrucción estaba ya ahí. Las desgarraduras y la fragilidad, el horror de la guerra. Sophie se enamoró locamente de él.

Eric von Lohmond empieza a contar su historia en España. Se ha incorporado, como una aventura más, a luchar del lado de los franquistas contra la República y lo han herido en el frente de Zaragoza. Mientras espera el tren, recuerda aquella otra guerra en un país báltico, donde murió  Conrad y donde su relación con Sophie terminó de manera trágica. La prosa de Yourcenar tiene el estilo grandioso con que se cuentan las mayores derrotas y esa belleza que transforma un remoto lugar en un paisaje próximo. Un paisaje que es próximo porque es el de cualquier hombre, lleno de zonas oscuras y pantanosas, y donde "parece olerse la desgracia" y se sienten cercanas la muerte y la locura.

Los viajes a Yugoslavia

Por: | 11 de noviembre de 2011

Peter Handke estuvo entre el 23 y el 29 de abril en la antigua Yugoslavia cuando la OTAN bombardeaba distintos enclaves serbios durante la llamada guerra de Kosovo. Desde Belgrado se dirigió hacia el sur, y se detuvo en el pueblo de Aleksinav, donde las bombas habían machacado el 6 de abril "un barrio entero de bloques de pisos de mediana altura". Hubo diecisiete muertos, y por eso a Handke le extraña que nadie llore, ni siquiera al revivir la masacre. También subraya que nadie quiera "hablar de verdad", y luego se pregunta: "¿Es que estos serbios, a diferencia de los pueblos balcánicos vecinos, no tienen ninguna capacidad de sufrimiento, ninguna cultura del luto?". Siguen impertérritos moviendo los escombros de un sitio a otro, limitándose a mirar al cielo o al suelo. Poco más. Handke narra el episodio en Preguntando entre lágrimas (Alento; traducción y prólogo de Cecilia Dreymüller). El título procede de un encuentro que tuvo poco después, después de haber regresado a Belgrado y ya de camino de vuelta a casa. Se detuvieron a comer en un pueblo de Vojvodina y "una hermosa mujer de aspecto urbano" se sentó a la mesa con ellos. Era oncóloga, trabajaba en un hospital de Novi Sad. "¿Realmente somos tan culpables?", les preguntó. "Para que haya un sufrimiento así, debe de haber antes una culpa. No puede ser de otro modo, debemos ser culpables. ¿Pero de qué? ¿Y por qué?". Eso les decía, y apunta Handke: "Entre lágrimas preguntando, preguntando".

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El libro, del que se dice en la faja que no se había querido publicar antes en España, reúne varios textos relacionados con aquella terrible guerra. Dos de ellos, los primeros, dan cuenta de sendos viajes que hizo Handke a la antigua Yugoslavia durante la guerra de Kosovo. Luego hay otros dos que se ocupan del Tribunal Internacional de La Hay y del juicio a Slobodan Milosevic. El volumen se cierra con un  artículo que publicó en un periódico alemán y con unos apéndices que sirven para contextualizar la materia tratada. Hay una clara obsesión del escritor austriaco por denunciar la manera con que la prensa informó del conflicto. "¿Qué verdades son esas que consisten sobre todo en primeros planos y consignas de guerra?", se pregunta. Antes había observado cómo en los periódicos se habló de "éxodo" para evitar "expulsión" o "deportación" a la masiva llegada de habitantes de Kosovo a las fronteras albanesas, macedonias y montenegrinas. Mostró también cómo se informó en primera página del asesinato de dos líderes albano-kosovares a manos serbias y cómo, cuando la noticia se desmintió, la nota se colocó medio perdida en las últimas páginas de los diarios. Fórmulas estereotipadas, propaganda, una ametralladora de consignas en blanco y negro. Nunca el matiz, la zona de grises. Handke conocía desde antes muy bien la antigua Yugoslavia, y le irrita su desmembración, que atribuye a intereses externos, y le duele el dolor de sus pueblos. Metido en el corazón de la destrucción, sigue asombrándose de la "milagrosa y sofisticada hospitalidad de los Balcanes".

En una de sus anotaciones de Ayer, de camino (Alianza; traducción de Eustaquio Barjau), Handke escribió: "No quisiera pertenecer nunca a la arrogante sociedad de los que saben, siempre a la infantil de los que presienten. 'No quiero saber en absoluto de qué va esto, pero quiero tener una idea, esto es todo". ¿Qué significa "saber" y qué significa "presentir" y qué significa "tener una idea"? No es fácil pronunciarse sin correr el riesgo de tergiversar lo que quiere decir el escritor austriaco. Por eso, de nuevo, conviene volver sobre su manera de hacer las cosas. Acercarse a los sitios, preguntar, mirar cada uno de los detalles, dar vueltas alrededor, empaparse de cada instante. Es lo que hizo cuando supo que la OTAN bombardeaba a los serbios. Fue allí. Pasó con ellos unos cuantos días. Le asombra "la lógica cruel, o mejor dicho, el nihilismo total de las expulsiones mutuas por parte de los pueblos autóctonos del lugar: en el caso de la región y el obispado de Banja Luka, la expulsión sin escrúpulos de musulmanes y croatas por parte de distintos grupos de la mayoría serbia".

Quizá Handke cometió alguna torpeza a la hora de sacar a la luz su beligerancia contra el ataque de la OTAN a los serbios. Es posible que se equivocara colocándose tan cerca de Milosevic. Cuando se lee Preguntando entre lágrimas, se escucha de cerca la voz de un escritor que quiere formular correctamente unos interrogantes que le están haciendo daño. Es entonces cuando resulta intolerable la campaña que se orquestó contra Handke por haber tomado la palabra en dirección opuesta a la corriente  del pensamiento políticamente correcto.

El paisaje de los perros

Por: | 07 de noviembre de 2011

¿A qué se refiere Peter Handke cuando habla del paisaje de los perros? La anotación la hace en Cataluña, cerca de la abadía de Poblet, en marzo de 1989. Cuenta que allí los perros lo han vuelto a recibir, como hicieron en la Cerdagne, "como a uno de ellos"..., como si con el tiempo ('con el tiempo') yo hubiera cogido el olor de cada uno de los paisajes, el olor del polvo, de la alimentación específica, del vino, de los orines, de la mierda, del sudor y como si me moviera de acuerdo con el paisaje de ellos, de los perros". Ha llegado caminando a esa zona y dos perros pastores fueron corriendo hacia él, lo olisquearon y luego lo fueron acompañando hasta el monasterio, adelantándose a veces y luego retrasándose, como gustan de hacer cuando van por ahí husmeando y meneando la cola. Para explicar lo que tiene en común con ellos, el escritor austriaco habla de olores y se refiere a moverse "de acuerdo" con su paisaje. Pero, ¿cuál es el paisaje de los perros? ¿Qué tiene de diferente del paisaje de los hombres? No siempre son fáciles de entender las anotaciones que Handke ha reunido en Ayer, de camino (Alianza, traducción de Eustaquio Barjau), y algunas tienen la enigmática fuerza de esa hipótesis. Si los perros se relacionan con su entorno con una cercanía y desenvoltura mucho mayores que las que establecen los humanos con el suyo, quizá a Handke lo toman como uno más porque también trata con el mundo como lo tratan ellos: se acerca a las cosas, las huele, gira alrededor, rasca el polvo del suelo que las sostiene, si hace falta se frota con ellas, puede incluso lamerlas, soltar unos cuantos ladridos. La proximidad, ésa es la clave. La misma que orientó a Peter Handke cuando decidió dedicarse a viajar entre noviembre de 1987 y julio de 1990 y visitar un montón de lugares, sin detenerse salvo por periodos muy cortos, de camino siempre, de aquí para allá.

Peter handke agencia corbis"Aprender, lo que me lleva a aprender es solo el 'coger al vuelo', una palabra, un fragmento de frase" apuntó Handke en Santiago de Compostela: "luego yo mismo, solo, sigo viendo y buscando por mi propia cuenta". La idea fue la de es escribir conforme iba de un lado a otro. Reducirse al mínimo, y de esa manera trasladar lo que ocurre y encuentra con la menor cantidad de filtros. Su gran reto: ser permeable. Que la vida pase a la escritura sin trabas y vuelva intacta al lector. Como los perros, atento al más mínimo crujido, y siempre listo. Vuela una frase, la atrapa: "Un niño a otro: '¿Y tú qué sabes hacer?'. El otro niño: No sé hacer nada, nada.' (Entusiasmado:) '¡No sé hacer absolutamente nada!".

Durante la temporada en que Handke se dedicó a cazar "al vuelo" lo que le iba pasando mientras iba de un lugar a otro, escribió Ensayo sobre el cansancio y Ensayo sobre el jukebox, el guión para la película La ausencia y la obra de teatro El juego de las preguntas, y tradujo Un cuento de invierno, de Shakespeare. Esos dos "ensayos" muestran con claridad la manera tan particular con que Handke entiende la literatura. En el primero, que redactó en Linares, se propuso "hablar de las diversas imágenes del mundo de los distintos cansancios", y así fue contando la escisión que puede producir el cansancio erótico en una pareja o la lánguida dicha que surge del cansancio común tras la trilla, y se refirió al cansancio de los carpinteros, de los esclavos, de los que trabajan por turnos, de los ciudadanos, de la creación…Al cansancio del viaje, gracias al cual, "como por milagro, se le quitaba el Yo-Mismo, la eterna causa de desazón".

"Yo estaba tan cansado que no sentí el miedo habitual que les tengo a los perros", escribe allí sobre su visita al monasterio de Poblet y dice que se pusieron realmente a jugar. "Sí, pensé yo, ésta es una imagen del verdadero cansancio humano: el cansancio abre, le hace a uno poroso, crea una permeabilidad para la epopeya de todos los seres vivos, incluso de estos animales de ahora". Y ése ha sido y es el gran desafío de su obra: atrapar la epopeya de todos los seres vivos, como esos mismos perros, y eso sólo lo consigue tras conquistar ese estado particular en el que el Yo-Mismo queda desactivado y puede abrirse del todo a las experiencias de los otros. (Continuará).   

El País

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