El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La distancia imperceptible

Por: | 24 de enero de 2012

Cuenta Pierre Bergounioux en Una habitación en Holanda (Minúscula, traducción de David Stacey) que el cardenal Richelieu prohibió los duelos en uno de sus primeros edictos. Las cosas estaban cambiando en la Europa de principios del siglo XVII y empezaba a resultar bochornoso que la nobleza resolviera sus conflictos bajo aquella fórmula tan primitiva: puesto que me has ofendido, te mato (o, en el peor de los casos, me matas). Bergounouix explica que se estaba produciendo entonces una reforma de la economía afectivo-pulsional y se refiere al sociólogo alemán Norbert Elias, que analizó cómo estaba surgiendo "un tipo aristocrático de racionalidad comparable a la racionalidad burguesa" porque subordinaba "el comportamiento presente, las reacciones afectivas inmediatas, a un objetivo lejano”. Bergounioux (Brive-la-Gaillarde, 1949) se ocupa de René Descartes en esa breve y fascinante novela. Para entender mejor el contexto en el que surgió su filosofía, se fija en esta suerte de detalles. Europa estaba saliendo de un pantano en el que llevaba chapoteando mil años, explica, y empezaban a consolidarse los Estados nación. El autor francés alude a Shakespeare y Cervantes, que murieron cuando Descartes tenía veinte años, y escribe que los tres, aunque no se conocieran, anuncian un nuevo tipo de hombre: "Si en algo difiere de sus antecedentes históricos, es un ser consciente de sí mismo, capaz, incluso en los peores ataques de furia o de desesperación, en el exceso de su alegría o al sufrir afrentas, de mantener, como en el ojo de un huracán, la imperceptible distancia respecto a todo y respecto a sí mismo, el ‘juicio sereno’ en que consiste, según otro filósofo inglés, David Hume, la razón".

Pierre bergounouix

Para estos nuevos caballeros carece de sentido jugarse la vida en aquellos viejos y sangrientos lances de honor, los duelos. Para situar mejor lo que significa esa filosofía que se dispone a colocar la razón en el centro de todo, Una habitación en Holanda arranca en Roma, hacia el año sesenta antes de Cristo, cuando César se interesa por la Galia y decide conquistarla. A un ritmo vertiginoso, Bergounioux cuenta las batallas de aquellos remotos tiempos por hacerse con el poder en el centro de Europa y señala cómo, con Adriano, los barracones de esclavos de aquella civilización empiezan a vaciarse y se inicia esa "larga fase de ruralización que se llama Edad Media". A partir de la entrada de los bárbaros en Aquitania hacia el año 400, "el viento de la historia sopla del norte y el este durante mil años": se imponen los barones feudales, se generaliza la servidumbre, impera la ley sálica. Pero las cosas empiezan a cambiar al final de aquella larga temporada y en los ducados, principados y ciudades de Italia se inventa el Renacimiento. Montaigne, con su interés por el saber y las cosas espirituales, pasa por ahí y anuncia otro viraje.

220px-Frans_Hals_-_Portret_van_René_DescartesEs el que provocará poco después Descartes, que nace en marzo de 1596 en La Haye. Bergounioux, que hasta entonces ha avanzado dando unas mayúsculas zancadas sin que se le moviera un pelo cuando liquidaba unos cuantos siglos en dos pinceladas, de pronto se vuelve moroso y se entretiene con un jovenzuelo de dieciséis años al que le encanta quedarse en la cama por las mañanas mientras sus compañeros de los jesuitas van a clase. Lo hace por su débil salud y porque le encanta ocuparse de las "lindezas" de la poesía. Un día que el profesor de matemáticas se queda atascado con un problema, sus compañeros tienen que ir a buscarlo a su habitación para que acuda presto a resolver el entuerto.

En 1612 se instala en Bretaña: monta a caballo, aprende a manejar la espada. Luego viaja a París. Se alista en 1617 en las tropas de Maurice de Nasssau; en 1619, en las del duque de Baviera; en 1621, en las del conde de Bucquoy. Vuelve a Francia en 1622, pasa una temporada en Italia (1623-1625) y, en 1629, se instala en los Países Bajos hasta 1649, el mismo año en que lo retrata Frans Hals (en la imagen) y uno antes de su muerte, en febrero en Estocolmo. Es ahí donde va a ir tomando forma en sus escritos cuanto ha ido mascullando hasta entonces. "Yo, que estoy seguro de que soy, no soy, propiamente hablando, más que una cosa que piensa, es decir un espíritu, un entendimiento o una razón", escribió en El discurso del método, que apareció en 1637. La novela de Bergounioux insiste en mostrar a un tipo de vida intensa tuvo que buscar la vida tranquila de los Países Bajos para poder pensar. La tranquilidad de los márgenes frente al ruido de las capitales. No está de más volver a Descartes para recuperar esa distancia imperceptible. Urge en tiempos de agitación, sofoco e indignación.

La luz y la derrota

Por: | 18 de enero de 2012

"Me pides luz. Y yo ¿qué clase de luz te puedo dar?", le escribe Juan Benet a Carmen Martín Gaite el 12 de julio de 1965. Es posible que el autor de Una meditación hubiera interpretado en su relación con la autora de Entre visillos el papel del que sabe frente al que jugó ella, el de ser la que preguntaba. Hasta que un día tuvo que subrayar que nada que ver, e insistió en esa pregunta que no tiene respuesta: ¿qué clase de luz te puedo dar?, ¿qué ayuda, qué socorro, qué apoyo, qué sostén? Es la historia que se sabe de siempre: que vas solo y que en solitario mides tus fuerzas con el destino y con las palabras (y con la muerte, por descontado). El caso es que así fueron armando ese juego Benet y Martín Gaite: decidieron escribirse para hablar de su oficio, para comentar sus libros y para entender qué estaban arriesgando cuando los armaban, para acercarse a lo verdaderamente importante, para hacer las preguntas pertinentes. Se conocieron hacia 1950, hacia 1953 compartían espacio en Revista Española y luego se perdieron de vista durante más de diez años. En 1964 se encontraron de nuevo. Carmen Martín Gaite estaba con Rafael Sánchez Ferlosio, y empezaron a quedar con Benet y con su mujer, Nuria Jordana. La primera carta de las 67 que se han conservado es del 16 de julio de 1964, y la novelista celebra allí las "dos buenas horas" que pasó en casa del ingeniero y escritor. En marzo de 1965, Benet le habla a Carmina de Kafka, Proust y Faulkner. "Hay un rasgo común a los tres: los tres son capaces de abandonarlo todo –el héroe, la narración, la unidad dramática, las proporciones del todo– por indagar", le dice allí. Y remata: "Ésa es la prueba de su honestidad; porque una vez que adquirieron la maestría del estilo, se convencieron que lo importante era su función, más que el objeto del discurso, porque tan válido es una conjunción como un amor contrariado. Hasta pronto". El año pasado, en una excelente edición de José Teruel, se publicó Correspondencia (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), que reúne lo que Benet y Martín Gaite se fueron contando entre julio de 1964 y marzo de 1986. Casi las tres cuartas partes de las cartas son de los tres primeros años. Luego se van espaciando, y pierden un poco el hilo. Da igual: no tienen desperdicio.

Juan benet y carmen martin gaite
Abandonarlo todo por indagar. Lo importante es el estilo, no el asunto del que se trata. Y, por tanto, vale tanto una conjunción como un amor contrariado. Benet es rotundo a la hora de dar cuenta de lo que importa cuando se pone a escribir. Lo más asombroso de esas cartas que se cruzan los amigos es la pasión que hay en ellas por la literatura. O mejor, la pasión que hay por vivir a fondo, por sumergirse en los pantanos del conocimiento, por ir cada vez más lejos. Empezaron a verse en los cincuenta, se rencontraron en los sesenta, siguieron manteniendo el contacto más tarde. Es inevitable pensar en la grisura de aquellos años, en el mundo cerrado de la dictadura, y resulta por eso fascinante acercarse a dos personas que dinamitaban cualquier convención, que se movían con desparpajo y extrema libertad por los estrechos márgenes de aquella sociedad timorata y cerrada. Benet y Martín Gaite (el dibujo lo hizo la novelista en 1980 y resume la atmósfera de la correspondencia) empiezan hablando de literatura y, precisamente por eso, por hablar de literatura, terminan ocupándose de asuntos tan delicados como el tedio, el placer, la belleza, el amor, el fracaso, el sexo.

Lo que se dicen y se cuentan en la estricta intimidad de esas cartas tiene que ver, en parte, con "esas cosas pueriles" que, como observa Benet, "no por ser muy sabidas dejan de constituir el núcleo más importante de nuestra existencia e incluso el soporte de todo el quehacer intelectual". Las cosas cercanas, los afectos por los más próximos, las ocurrencias, las torceduras y desperfectos de cada día, las vagas ilusiones, los complejos y miedos.

Carmen Martin Gaite le cuenta que está leyendo La revolución sexual, de Wilhelm Reich. Benet aprovecha en la siguiente para hacer un comentario irónico: "A lo que entiendo estos nuevos moralistas nos vienen a enseñar que en los actos sexuales todo debe ser permitido menos la inhibición, que es una fuente de males mucho más graves y duraderos que los que puede provocar la más desenfrenada de las perversiones". Así va la cosa: lecturas, reflexiones, comentarios. Y, de pronto, otra pregunta: "¿Por qué demonio le tendremos tanta afición a la derrota?". Quién sabe, quizá la respuesta esté camuflada entre las líneas de estas viejas cartas.

El remolino

Por: | 11 de enero de 2012

A principios de los años treinta, el fotógrafo suizo Gotthard Schuh estuvo en París. Salió por la noche con su cámara y atrapó lo que sus ojos veían. El puro asombro: algunas imágenes de aquellos días celebran justamente eso, la fascinación por la vida nocturna, el descubrimiento de que sucumbir al vértigo es posible (y necesario), la conmoción fulminante que se produce al tener tan cerca la alegría y el placer, lo que llaman savoir-vivre, tener mundo. Nacido en 1897, Gotthard Schuh tenía entonces poco más de veinte años, quería ser pintor y ensayaba ya con los pinceles. Pero le llegó a las manos una cámara fotográfica y luego, encima, se fue a la capital de Francia, ahí donde ocurrían entonces las cosas verdaderamente importantes. El asombro que le produjo la noche queda reflejado en sus fotografías de las bailarinas de cancan en el Tabarin. La arrolladora soltura con la que emergen de sus inmensas polleras las largas y delicadas piernas de esa hermosas mujeres tuvo que dejarlo turulato. Porque así de turulatos nos dejan ahora sus imágenes a cuantos las vemos en Madrid, en la sala Azca de la Fundación Mapfre. Luego está el remolino: o mejor, los remolinos de las faldas de esas damas que, ahí en París, a lo largo de cualquier noche, resumen en su endiablado movimiento el reto que la vida ofrece a cualquier mortal: déjate llevar, sumérgete, confúndete en este paroxismo hasta quedar literalmente embriagado.

Gotthard schuh bailarinas 3 la mejor
Cuentan que Schuh incorporó con entusiasmo los postulados de la llamada nueva visión de los años veinte. En los treinta trabajó como reportero gráfico para la Zürcher Illustrierte, así que recorrió Europa para cogerle el pulso a lo que estaba pasando. Conviene fijarse en la imagen en la que atrapa a Musssolini, de visita en Berlín en 1937, o su trabajo con los nazis: muestra la sana jovialidad con que la gente celebraba sus desfiles y sus exhibiciones de poderío. La sencillez, y rotundidad, de su mirada es acaso más perceptible en sus trabajos sobre realidades de menos relumbrón: una reunión del Ejército de Salvación en Zúrich, los mineros de Winterslag (Bélgica), la lucha libre en Londres. Junto al ruido de la realidad, Schuh fotografía también momentos que le resultan reveladores: unos cuantos coches aparcados en fila durante una noche tranquila, los faros de un automóvil iluminando una carretera llena de nieve, un ciclista en un día brumoso. En 1938 se fue a pasar once meses en Singapur, Java, Sumatra y Bali. A su regreso, en 1941, publicó Islas de los dioses, la síntesis en imágenes de su paso por el paraíso. El suizo que había sido sacudido por el remolino de unas faldas en París era seducido poco después de cumplir treinta años por la sutil sensualidad de Oriente. Ahí está la imagen del niño jugando en Java o la de las mujeres singalesas que viajan en el ferrocarril de Medan: dos instantáneas que compendian los rasgos de la elegancia.

En los cuarenta, Schuh cambió las calles por un despacho. Se convirtió en el editor gráfico del Neue Zurcher Zeitung y, sobre todo, en el responsable del suplemento de los fines de semana, Das Wochenende. Así que fue incorporando a muchos colegas y se entretuvo estudiando las posibilidades de las imágenes en una publicación. De ahí surgió Begegnungen, otro de sus libros, donde buscó poner en relación fotos antiguas y recientes que trataran sobre el tema del encuentro.

De los cincuenta son algunas de las imágenes en las que Schuh fotografía a parejas. Un hombre y una mujer tumbados entre la vegetación de un parque de Roma, con la bicicleta media tirada al lado, o los que dan un paseo por el lago Maggiore, en Tesino, o ese tipo y esa dama tirados y durmiendo sobre el césped. El hombre que se metió en el remolino de las faldas en el Tabarin y que luego descubrió la discreta sensualidad de Oriente, se encuentra a los cincuenta recatando la vida tranquila y la complicidad del amor. Fue por entonces cuando fundó el Kollegium Schweizerischer Photographen, un círculo de profesionales de la cámara donde estaban también Werner Bischof, Paul Senn, Jakob Tuggener y Walter Läubli, y al que se incorporaron también René Groebli y Robert Frank. Este último reconoció a Schuh como su mentor: ¿cabe hacer una recomendación mejor? Vaya, que no se pierdan la exposición: estará hasta el 19 de febrero.  

La nada y la nadería

Por: | 10 de enero de 2012

Lars von Trier ha abordado la nada en Melancolía y le ha salido una nadería. Kirsten Dunst (Justine) explica en un momento de la película que le cuesta avanzar porque siente un peso enorme en los pies que la mantiene detenida. Y eso es, de ese peso se trata, que te frena y te agarra al sitio y te tumba, que te enfrenta a un mundo en el que nada tiene sentido. Para qué moverse, para qué levantarse, no hay horizonte, nada sirve, solo está la muerte, una inmensa desolación, un vacío inescrutable y sin fin, una llanura inhóspita. De eso debía tratar la película de Lars von Trier y la impresión que produce es la de haberse pasado. La de haber querido ir demasiado lejos, como si la melancolía no tuviera entidad por sí misma y fuera necesario sacarla en procesión y hacerla desfilar con acompañamiento ensordecedor de bombos y platillos. Nada vale para quien se precipita en la melancolía, pero nada vale del mismo modo que todo podría valer. Las razones para encontrar solo vacío por doquier se sostienen en las mismas delicadas e imperceptibles razones por la que todo podría resultar lleno de sentido y pletórico de vitalidad. Ahí está su misterio y eso es lo que muerde más hondo: que el peso de vivir resulta de pronto insoportable. Lars von Trier ha preferido trivializar ese vértigo y ese abismo dándole una explicación que seguro conmueve a cuantos adoran la retórica new age: hay melancolía porque hay un planeta que se no está viniendo encima y que va a destruirlo todo. Hay, pues, razones concretas y rotundas, hasta matemáticas si se quiere, de que todo se va a ir al garete. Kristen Dunst, por tanto, no es se haya visto postrada súbitamente en el mal, es que ha sabido intuirlo y adelantarse a su llegada. Es más: hasta se permite salir al campo y desnudarse para recibir la luz de ese cuerpo celeste que nos va a destruir de manera definitiva. Comprenderán que cuando uno observa esa secuencia, amén de quedar fascinado por el hermoso cuerpo de la actriz, se pregunta qué tipo de resortes operan en la cabeza de un director que, en trabajos anteriores, había sabido tocar con cierta ferocidad algunas inquietantes teclas de la condición humana.

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Hay que decir unas cuantas cosas antes de seguir. La película está rodada con primor, los escenarios elegidos tienen una belleza turbadora y la música de Wagner (el preludio de Tristán e Isolda) que utiliza Von Trier para irle dando pespuntes a su historia sirve ella sola para expresar la hondura inabarcable y desgarradora de la melancolía. También conviene subrayar que Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg y Kiefer Sutherland defienden sus papeles con una dignidad tan grande y un compromiso tan profundo con la voluntad de hacer creíble la película que dan ganas, por el trabajo que despliegan, de creérsela. Pero Lars von Trier lo pone muy difícil: en la primera parte, por ejemplo, introduce a un abyecto personaje para darle un poco de color a la trama, confirmando así hasta qué punto no se cree nada de lo que está haciendo. Porque ya me dirán qué pinta el jefe de Justine y su cansino empeño de exigirle durante la celebración de su boda que le haga un eslogan esa misma noche. Es más, coloca a un joven empleado para que la persiga en ese cometido. No se lo van a creer pero, en pleno desparrame, el director los pone a follar (a Justine y al becario) en mitad de un campo de golf antes de terminar la fiesta. Eso sí: con un plano desde las alturas para darle cierta sustancia: la novia, con la larga cola de su vestido blanco, cabalgando frenética sobre el adolescente bajo la luz de la luna. ¡Qué momento!

Hay un prólogo (ya lleno de citas y referencias cultas) y luego dos partes: la sofisticada fiesta de una boda con el fracaso casi inmediato del matrimonio incluido y la espera del desastre, la del choque del planeta con la tierra, que incorpora a un niño y a unos caballos alterados.  Me quedo con el humor. Uno de los organizadores del jolgorio está tan quemado con los desplantes de la melancólica que decide no verla en toda la fiesta, y va de un lado a oltro tapándose los ojos en cuanto aparece. Es una bobada, pero a algo hay que agarrarse ante tanta solemnidad vacua.

En un artículo reciente sobre la melancolía publicado en La Vanguardia, Josep Massot citaba una frase del libro de Robert Burton: "Podemos contar hasta 88 grados de melancolía, ya que cada uno se ve afectado por ella de un modo distinto…".  Ahora habría que decir que son 89, si es que cuenta la película de Von Trier como un caso más, el de melancolía estomagante.

El desprecio

Por: | 05 de enero de 2012

En Norte (Mondadori), la última novela de Edmundo Paz Soldán, se cuentan tres historias paralelas que hablan de dolor, soledad, abandono, violencia. Los personajes de cada una de ellas siguen itinerarios distintos; aun así, cada caso, cada episodio, sirve de caja de resonancia de los demás. Va cada uno a su bola, pero por mucho que discurran por vías diferentes en alguna parte se mezclan: quizá en la cabeza del lector o, ahí, al final, al fondo, en la línea del horizonte. Son historias que tienen que ver con la búsqueda de nuevas oportunidades, con el afán de explorar al otro lado de la frontera (donde hay mucha más riqueza): persiguiendo algún sueño, huyendo simplemente, acaso probando suerte, quién sabe si empujados por fantasmas innombrables. Una de las historias es la del artista mexicano Martín Ramirez, que en 1930 se fue a California porque no le llegaba el dinero. La otra tiene lugar en 1984, y trata de Jesús, un adolescente que un día de juerga con sus primos mata a una mujer y tiene que escaparse a Ciudad Juárez: de ahí saltará al otro lado y seguirá matando y lo hará de manera compulsiva, enfermiza, atroz. Luego está Michelle, una latinoamericana que estudia en Texas, y es dibujante y guionista de cómics y anda, en la primera década del siglo XXI, intentando darle forma a sus proyectos. Será ella la que permita atar esas historias que avanzaban solitarias: un día descubre en una exposición la obra de Ramírez; en otro momento, sabe del asesino en serie y le sirve de inspiración para su propio trabajo.  

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Es fácil caer en la tentación de acercarse a estas historias como si su sentido tuviera sobre todo que ver con el hecho de que un escritor boliviano como Edmundo Paz Soldán (la foto es de Bernardo Pérez), que enseña en la Universidad de Cornell, se ocupa de explorar lo que ocurre cuando se entra en contacto con Estados Unidos, y saltan las chispas. Es decir: el dolor, la soledad, el abandono, la violencia. Incluso se podría ir más lejos y tratar los episodios de su novela como metáforas, como si hubiera querido escribir que lo que les pasa a "sus" criaturas condensa lo que vive cualquier latinoamericano que no tiene más remedio que someterse a los rigores de sus vecinos del norte, más ricos y sobre todo más poderosos. Quizá esa lectura funcione, con su carga política inevitable y sus corolarios previsibles, pero resulta mucho más tentador borrar esos referentes concretos e ir directo al hueso del conflicto, ahí donde se exhibe en su extrema desnudez las contradictorias respuestas del quien  es mucho más frágil y debe enfrentarse, y acomodarse, a un entorno hostil.

Edmundo Paz Soldán ha elegido una prosa limpia y distante, de frases cortas, para acercarse a los dramas que viven sus personajes, y lo que ha hecho es meterse en los recovecos de la locura de un artista y en la implacable lógica que alimenta la mente de un asesino en serie. Los personajes del mundo universitario de nuestros días sirven de contrapunto a los excesos, y al brutal desamparo, de Martín Ramírez (de quien el Reina Sofía ofreció una antología hace unos meses) y de Jesús, que en su día fue conocido en Estados Unidos como el Railroad Killer.

Martin_ramirez_11Hay dos momentos, entre otros, que muestran la debilidad de esos seres desubicados y perdidos. Cuando Martín Ramírez (en la imagen, uno de sus trabajos) se enroca en el silencio para no revelar nada a quienes lo detienen (y ya no dirá nunca nada más). O cuando Jesús padece múltiples vejaciones en la cárcel: "En un par de ocasiones debió comprar su tranquilidad masturbando a negros inmensos; en otro incidente, un tipo fornido lo violó repetidas veces, y Jesús no quiso admitir que eso que le dolía en el culo también le producía placer". La vieja historia de siempre que confirma que, allí donde vaya, al débil siempre lo machacan. Lo revelador es, sin embargo, la reacción de estos personajes extremos. Uno de ellos pinta y lleva a sus obras las marcas obsesivas de sus angustias, recelos e ilusiones y fantasías. El otro simplemente mata. Y anota lo que circula por su cabeza: es el Innombrable, el ángel vengador. ¿Y de qué se venga? Quién sabe, acaso de una mirada: la del poderoso, la que encuentra en una mujer a la que va a asesinar poco después: "Ella lo miró y siguió su camino, como si al instante de verle la cara hubiera descubierto que no había nada de valor en él, no merecía perder el tiempo como para dirigirle la palabra, seguro que era uno de tantos paisanos que rondaban las calles en busca de chamba, carpinteros o plomeros o albañiles, cualquier cosa con tal de ganarse unos pesos. ¿Por qué no se volvían a México?". Quizá sea en verdad ese el asunto que explora Edmundo Paz Soldán en Norte. Esa mirada. Ese desprecio. 

El tren

Por: | 02 de enero de 2012

Chucu, chucu, el tren. Arranca con la muerte de Franco y llega a su término en el momento en que asesinan a John Lennon en Nueva York. Eso sí, a Lennon hay que contarlo como algo propio (y lo es, los Beatles son universales) porque lo que se hace en este viaje es recuperar una parte de la historia reciente de España. El tratamiento ya queda claro desde la primera escena: un tipo recibe una carta con el membrete de El Pardo en la que le comunican que el propio Franco lo eligió para que fuera uno de los portadores de su féretro el día en que tuviera que ser enterrado. Ese día ha llegado. El hombre al que se le ha encomendado tan delicada misión tiene, sin embargo, un problema: hizo un trabajo para el dictador que nunca le han pagado. Así que discute con su mujer, ¿ir o no ir? Y va, no tiene más remedio el pobre, pero no tarda en recordarles a algunos relevantes empleados de El Pardo la vieja deuda pendiente, y se arma. ¡Vaya si se arma! Alfredo Sanzol es el responsable del texto y el director del montaje. La obra se llama En la luna, puede verse en el teatro de La Abadía de Madrid hasta el 8 de enero y tiene algo de viajar en un tren. Quizá por la precisión del ritmo con que los seis actores ejecutan su cometido. Quizá por la manera que tiene de deslizarse por las situaciones que recompone, y que van sucediéndose como las estaciones de un largo recorrido. Quizá, también, por su estilo, que tiene mucho de artesanal, como lo tenían aquellos vagones de lujo que eran el mayor motivo de orgullo del que fuera en su día el nuevo gran medio de locomoción. En la obra hay ese antiguo cuidado por las palabras, ese gusto por el acabado y ese afán por el trabajo en equipo y la complicidad. Mucho humor, las justas dosis de poesía y la invitación a volver atrás, que nunca está de más para saber de dónde venimos.

En la luna lucia quintana
Los actores no cambian mucho de vestuario desde la primera a la última escena, ya sean adultos o niños o ancianos (en la imagen, de Ros Ribas, Lucía Quintana en un momento de la obra). Van aún vestidos de riguroso franquismo, si es que se puede decir así: trajes y faldas y abrigos (y moños) para formar parte del más gris anonimato, sin gracia alguna, con ese aire tristón propio de aquellos días. También la escenografía apunta al clima lóbrego de la dictadura: un espacio desnudo que parece un monolítico bloque de cemento. Solo asoma, en el cielo, la silueta de la tierra. Al fin y al cabo estamos en la luna, en un remoto lugar en el que acaso no regían las mismas pautas que gobiernan el mundo en que vivimos. Eso fue, por lo menos, lo que les pasó a quienes padecieron la larga dictadura de Franco, que nunca pudieron acceder a las libertades de las que disponían sus vecinos porque fueron encerrados en un patio de cuartel bajo la atenta mirada de militares y sacerdotes. Y eso es lo que recoge esta obra, pues siguió pesando sobre lo que ocurrió después, cuando España se fue abriendo al exterior. La distancia llena de sarcasmo e ironía con la que vuelve Sanzol sobre aquellos frenéticos momentos de cambio podría en algún caso volverse en su contra: cuando el artificio del humor desvía un tanto la atención e impide ver las tremendas dificultades que lastraron el desafío de dejar atrás el horror de la dictadura.

Unos policías visitan al testigo de un atraco para sugerirle un pequeño cambio en su testimonio. Un hombre decide vender el coche de bebé en que lo paseaban de pequeño. Una niña pretende que su amigo observe lo que ella está viendo a través de un telescopio y que no resulta muy ejemplar para sus respectivos progenitores. Tres hermanos descubren la cuneta en la que fueron enterrados sus padres después de ser asesinados. Una madre les ofrece a sus hijas una pistola para que se protejan de sus compañeros que las pueden considerar unas pelanduscas (y propasarse con ellas) por asistir a una manifestación contra el franquismo…

Una detrás de otra van sucediéndose unas situaciones que casi siempre tienen lugar en el mundo estrecho de los lazos familiares (los hermanos que no se hablan, la joven que se entera que su novio ha sido antes cura, la mujer que escribe relatos eróticos que su marido lee escondido) pero que recogen la miseria moral heredada de la dictadura. En la luna está construida con el puntilloso rigor que pone un carpintero al hacer sus muebles, y los actores (con un Juan Codina en estado de máxima inspiración) ejecutan con primor la galería de personajes que les toca representar. El tren marcha infatigable y no ahorra detalle alguno: así éramos, así pensábamos, así nos tocó salir del largo túnel del franquismo.

El País

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