El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La pérdida del mundo

Por: | 26 de marzo de 2012

En El Sunset Limited (Mondadori; traducción de Luis Murillo Fort), la obra de teatro que Cormac McCarthy publicó en 2006 y que acaba de traducirse en España, uno de los personajes (Blanco) le dice al otro (Negro) que "las cosas en las que creía ya no existen". Antes ha observado que, si se le pregunta si no encuentra raro "ser testigo personal de la muerte de todo", contesta que sí, que lo encuentra extraño, pero que eso no quita que las cosas ocurran así. "Alguien tiene que ser testigo", sentencia. Y con esa idea de ser testigo, de observar cómo las cosas se van precipitando hasta caer hechas añicos, con esa inquietante sensación de final de época que transmite el texto de McCarthy, entré a ver C(h)oeurs, la peculiar propuesta de Alain Platel que ha programado Gérard Mortier (hasta hoy) en la actual temporada del Teatro Real, y que ha levantado una encendida polémica. Enseguida la desoladora hondura de la Messa da Requiem, de Verdi, y el desasosiego propio de tantos momentos de la música de Wagner (el preludio del acto I de Lohengrin; el coro de peregrinos y final del acto II de Tannhäuser…) colaboraron a reforzar esa atmósfera de acabose. Los cuerpos de los bailarines de la compañía de danza belga C de la B, y sus dramáticas contorsiones, enfatizaban aún más esa suerte de abatimiento general. ¿Pero qué cosas son esas en las que creímos y que ya no existen? ¿Qué es lo que se ha ido definitivamente al garete? Pronto, sin embargo, hay también sitio para otros coros con mayor empuje –el Wach auf!, de Wagner; el Va pensiero, de Verdi– como si se abriera en la oscuridad una rendija de luz. 

Choeurs
El título de C(h)oeurs hace referencia a coros y corazones, y ha sido el coreógrafo belga Alain Platel el encargado de dar forma a una propuesta que tiene mucho que ver con la agitada situación política del presente. En el montaje se escucha una referencia a una reforma de la ley electoral poco antes de que una marea de personas (y voces) irrumpan en el escenario. Lo que ahí sucede sintoniza con las revueltas que han llenado durante el último año distintas plazas de múltiples ciudades del mundo, ya sea como parte de la primavera árabe o por iniciativa de los llamados indignados. Una voz en off recoge, de tanto en tanto, unos textos de Marguerite Duras en los que la escritora se pregunta por su lugar en el mundo y el lugar de los otros, la democracia, el poder… Si el personaje de la obra de teatro de McCarthy habla de "ser testigo personal de la muerte de todo", Duras se refiere a "la pérdida del mundo" y a que solo puede concebirse la democracia desde ese lugar, desde ese punto de partida concreto.

Impresiona el protagonismo del coro, la fuerza de las voces que vuelcan sus dudas y esperanzas, sus vacilaciones, sus temores. Ahí están, juntos y mezclados, rebelándose contra el curso de las cosas, sufriendo persecución y acoso, buscando una salida a sus inquietudes. Hay un momento en que, de manera un tanto naif, cada uno de ellos, cada partícula de esa multitud, escribe sobre un cartón una palabra, y cada palabra es distinta como distintos es cada uno de ellos y seguro que diferente también el móvil que lo impulsa a manifestar su rechazo a lo establecido. C(h)oeurs tiene la osadía de llevar al escenario de una ópera los interrogantes del presente más inmediato y asume también el riesgo de mezclar diferentes registros: la danza, el teatro, la música, la palabra.

Falla la mirada. La mano que empuja la puesta en escena. Y por mucho que hagan las partituras de Verdi y Wagner, y por mucho que ese coro se vuelque en hacer creíble la fuerza y la debilidad de las proclamas que enarbola y la ambigüedad de sus sueños, todo naufraga por la escritura que elige el coreógrafo. Mueve a los bailarines como si tuvieran que representar el mayor de los dramas y encarnaran a los mártires de un colosal apocalipsis cuando lo que ha ocurrido en las calles y las plazas de estas últimas revueltas, y por dura que fuera la represión posterior y doloroso el número de muertos, siempre ha surgido como válvula de escape a situaciones de alta tensión y, por tanto, ha llevado siempre en su interior un soplo de aire fresco. Alain Platel ve en cambio tormento por doquier y pone a sus bailarines (por ejemplo) a pelearse con sus prendas de vestir en una suerte de agónica batalla por la desnudez que desconcierta por su pretenciosa intensidad. ¿Qué quiere decir con tanto descoyuntamiento y con tanto estertor, con tanto arrastrarse y sacudirse y doblegarse? ¿A qué viene tanta gimnasia metafísica? O bien Platel no se ha enterado de lo que ha pasado en el mundo en los últimos meses o bien ha llegado con el guion escrito. Con lo que, al final, y por mucha intensidad que pretende darle al montaje, no acierta a formular la única pregunta pertinente: ¿qué hemos perdido ahora, precisamente ahora? Y, por tanto, ¿qué buscamos y cómo queremos encontrarlo?

Una tristeza insoportable

Por: | 16 de marzo de 2012

En El caballo de Turín no aparece Turín. Bueno, no aparece la ciudad de Turín; todo ocurre en un villorrio. Solo hay una habitación para que duerman los humanos, el padre y la hija, y una cuadra para guardar al caballo. Hay un pozo. Y luego el viento. Sopla todo el rato, levanta las hojas y los rastrojos, sopla y sopla. Su sonido, su presencia, sus efectos y su maniática perseverancia forman parte del hilo conductor de la película. Es la última que ha rodado el director húngaro Béla Tarr. El viento es una presencia obsesiva, una pesadilla. Luego hay un apagón (ya al final): se va la luz de mundo y también cesa la ventisca. ¿De qué va esta historia? ¿Cómo resumirla? El arranque, narrado en off, cuenta que el 3 de enero de 1889 Nietzsche salió a dar un paseo. Vio que en una de las plazas de Turín un cochero estaba maltratando a su caballo, así que se abrió paso entre la gente y se lanzó al cuello del animal para abrazarlo y detener, así, los latigazos que le estaba propinando su amo. A partir de ese momento el pensador alemán se precipitó en la locura, de la que ya no saldría hasta su muerte el 25 de agosto de 1900. La película arranca cuando el cochero y su caballo regresan a casa. Es una larga secuencia, acompañada de una sobria y repetitiva melodía y que avisa desde el principio cuál va a ser el ritmo de la película. Vemos al caballo avanzar dificultosamente, vemos al hombre que lo azuza, vemos la dureza con que la naturaleza golpea la frágil marcha del carruaje. Por fin llegan a casa. La cámara sigue con todo detalle cada uno de los movimientos que hacen los personajes. La hija del cochero sale a ayudarlo, y se descubre entonces que el  brazo derecho de este no responde, que lo tiene paralizado. Liberar al caballo del coche, conducirlo a la cuadra, arrastrar el vehículo a una estancia contigua, dar de comer al animal, cerrar las puertas, dirigirse finalmente a casa. Paso a paso, con todo detalle, en un blanco y negro que aprecia cada una de las minúsculas variaciones de los grises, y con una deslumbrante belleza en algunas de las tomas donde las cosas parecen estar llenas de vida, aunque su vida sea muy pobre. Y expresan mucho más de lo que caso podrían decir las palabras.

El caballo de turin 1
Las patatas, por ejemplo. Béla Tarr no hace ninguna concesión, le importa un bledo la hipótesis de ponérselo fácil al espectador. Quiere, seguramente, llevarlo ahí: a ese mundo desamparado, olvidado, apartado y condenado a los márgenes de la historia. Así pasan los días este hombre y su hija, eso es ni más ni menos lo que cuenta. Ella tiene que ayudarlo a quitarse la ropa y a vestirse. Por eso se detiene en cada gesto: cómo lo va despojando del abrigo y el jersey y los pantalones y las botas: paso a paso, sin saltarse una coma. Y también muestra cómo hierve el agua para que cuezan unas patatas, y cómo la joven pone la mesa (esa hermosa mesa desnuda con esos hermosos platos de madera: tan hermosos y dignos en su pobreza), y sirve la comida. Nada más que una patata por plato, una patata grande y humeante. Y la mano, la única que le sirve al hombre, arañando la piel y procurando no quemarse. Un poco de sal. Soplar cada bocado. ¡Qué vida más insoportablemente triste!

En la película no pasa nada más que eso: guardar el caballo, desvestir al padre para acostarlo, comer una patata, recoger los restos, levantarse por la mañana y buscar agua en el pozo, beber un sorbo de aguardiente para tirar adelante, ensillar el caballo, volverlo a guardar porque no quiere caminar, cortar leña. Un día viene un vecino a comprar aguardiente y lanza una filípica contra la corrupción. Otro día aparece un carromato con gitanos, y uno de ellos le regala un libro a la chica. Incluso el padre y su hija llegan a intentar marcharse (y luego regresan). Hablan poco. Al principio el hombre dice que, tras decenas de años, ha dejado de oír a las carcomas. Béla Tarr ha dicho que esta ha sido su última película, así que el que quiera puede tomársela como su testamento y barruntar símbolos.

El caso es que el caballo se está dejando morir. No quiere moverse, no quiere comer ni beber. Lo vemos todavía de pie, pero ya lo imaginamos derrumbado. Como Nietzsche, que se derrumbó después de abrazarlo. Béla Tarr ha filmado con una exasperante morosidad esa agonía. Llega un momento en que ya no hay agua, calla el viento y la luz se va. Toca retirarse. A mí me ha gustado la película. No se la recomiendo a nadie por pura prudencia: por su lentitud y la radicalidad de sus retos podría ser fusilado al instante.

Fabricar un pasado en común

Por: | 14 de marzo de 2012

Al terminar el rodaje de la película porno en la que participaban, Tero y Abigail deciden salir de viaje. Pasan por la casa de los padres de la actriz para recoger a su hija, Andrea, y parten. Van en un Chrysler Imperial negro modelo 92 rumbo a ninguna parte, se detienen en los hoteles que encuentran, recorren cientos de kilómetros. Cuando llevan cuatro meses de un lado para otro, un día el coche se les estropea. Sabían que aquello no podía durar siempre. Así que compran tres pasajes en avión y regresan a Cali: en un puñado de horas recorren la distancia que habían tardado en transitar semanas enteras. La novela se llama Hoteles (Periférica) y la firma un joven escritor boliviano, Maximiliano Barrientos (Santa Cruz de la Sierra, 1979). Los capítulos se van sucediendo y en uno habla Tero y en el siguiente, Abigail; incluso Andrea se pronuncia. Cuentan lo que les va pasando, lo que se les ocurre, lo que les preocupa, sus sueños, su tedio, sus esperanzas. Están viajando, pero no saben dónde quieren ir. Luego hay unos capítulos, en cursiva, en los que toma la palabra un joven director de cine, que vive con su novia Cristina, y que explica que decidió filmar un documental sobre el viaje que hicieron dos actores de películas pornográficas al que se llevaron a la hija de ella. Tras el primer día  de rodaje, escribe: "Tero y Abigail hablaron de los primeros recuerdos. Me interesa que los relaten en tiempo presente. Crónicas mínimas, ideas sueltas. El relato como un collage de impresiones. Ninguno tenía una idea clara de por qué viajaron de forma imprevista. Entenderlo como un escape es reducirlo. No se fueron para escapar, sino para fabricar un pasado en común".

Maximiliano barrientos 1
Hablan de las peripecias del viaje, de recuerdos, de sus afectos. Nos enteramos de que al padre de Tero lo partió en dos la máquina de un aserradero. Confiesa que llama a su ex mujer, Laura, desde un montón de sitios en los que van parando. Su hijo, Fabián, deber tener unos ocho años y ella ha reiniciado su vida después de que él saliera un día de casa y no volviera más. Abigail explica que el padre de Andrea amenazó con quitarle a la niña cuando se enteró que se había convertido en actriz de películas porno. Habla de sus implantes, se acuerda de cuando le propusieron trabajar en Venus. "Mi generación es la generación de los múltiples viajes, pero todos son cortos y accidentados y violentos", dice Abigail. A Tero se lo ha mostrado durante el viaje de esta manera: "Estaba en un grado constante de aturdimiento, con el nivel más bajo de lucidez, una estupidez agradable que lo separaba del mundo, del ruido, del resto de los seres humanos". El director que se expresa en cursiva observa sobre su proyecto: "La vida privada de dos ex actores porno en un contexto alejado del sexo: ¿quiénes son cuando no están cogiendo?".

Lo que Maximiliano Barrientos (en la foto) narra en Hoteles es la vida puesta una temporada entre paréntesis. "Todas las fugas son quiebras de la identidad", dice Tero. Dejar de ser, parar el curso habitual de las cosas, ponerse a rodar, perderse. "Viajar, irnos, nos ayudaba a vernos con cierta objetividad", explica en otro momento. Lo provisional frente a lo definitivo; suspender el peso de las miradas de los demás que nos endilgan unos determinados papeles. Pero todo eso tiene sus turbulencias, y de eso va también Hoteles, de la tentación de dejarse sucumbir, de la fuerza seductora de la autodestrucción.

Esa prosa intensa, llena de sugerencias, rápida, todo esa frescura del estilo de Maximiliano Barrientos está también en los relatos reunidos en Fotos cuando empiezas a envejecer (Periférica). Hay dos libros, pues, y no solo uno, para descubrir a estehombre con un talento especial por la pincelada veloz y vibrante. Viene de Bolivia, pero los conflictos que trata son los de un mundo globalizado, su trabajo está engarzado ya al pasado mañana y se ha ido de ese pretérito perfecto del indigenismo al que se empeñan en regresar muchos escritores nostálgicos del paraíso perdido. Son historias que tratan de gente joven: van a la deriva, sin asideros. Pero crecen, vaya, les toca crecer. Ya no son niños y, entonces, como esas dos chicas que salen en el relato Primeras canciones, "editan la vida, la adaptan a sus propias conveniencias, la asemejan a ésa que siempre quisieron tener y no pudieron". Así va contando este joven escritor: ha sabido agarrar las sombras de este tiempo, las cuenta con una eficacia fulminante.

Los secretos del poder

Por: | 05 de marzo de 2012

La naturaleza del poder es materia frecuente de discusión entre los analistas políticos y, para aclarar sus oscuros meandros, no deben colaborar demasiado con ellos los libretistas de ópera. ¿Qué margen de maniobra tiene un soberano? ¿Puede, en verdad, gobernar a su manera, imponer su programa, administrar las cosas del Estado según mande su criterio? En tiempos de crisis, como estos que vivimos, se duda ya de que en Europa los gobiernos nacionales tengan autonomía alguna, pero incluso parece claro que tampoco el presidente del país más poderoso del mundo ha conseguido llevar a buen puerto sus promesas. En La clemenza di Tito, el emperador romano confiesa a sus amigos Sesto y Annio que en el trono casi todo es tormento y "todo, servidumbre". ¿Qué es lo que salva de tan lóbrego dictamen? El tiempo que dedica a aliviar a los oprimidos, a exaltar a sus amigos y a dispensar tesoros al mérito y a la virtud. Todo lo demás es tormento; todo es servidumbre. Pietro Metastasio escribió el libreto de esta ópera en 1734 para festejar el santo de Carlos VI de Habsburgo, y le puso música Antonio Caldara. Luego hubo multitud de versiones, entre ellas la que encargaron a Wolfgang Amadeus Mozart para la coronación de Leopoldo II, hermano y sucesor de José II y nieto de Carlos VI, como rey de Bohemia el 6 de septiembre de 1791, y que se ha podido ver, hasta ayer, en el Teatro Real de Madrid. Una joven aristócrata, Vitellia, no está dispuesta a admitir que el emperador Tito pase de ella y se case con una extranjera (Berenice), así que le sugiere a su amante Sesto que lo liquide. Así empieza esta apasionante historia que va dando múltiples vueltas hasta que, al final, Tito se inclina por aquella mujer que se creía despechada. Es entonces cuando Vitellia sale desesperada a detener el fatal desenlace. Pero no llega a tiempo. Es muy difícil sacar grandes conclusiones sobre lo que sea el poder, y sus servidumbres, tras ver La clemenza di Tito, pero la música de Mozart es asombrosa y la pieza está llena de momentos de una inquietante belleza. El furioso afán de venganza, la destreza para seducir a quien ha de cometer el magnicidio, las conspiraciones secretas dentro del palacio, la catadura moral de quienes rodean al emperador, el sabor amargo de la traición y, bueno, la clemencia: de todo eso hay en una pieza que, más que contar los secretos del trono, penetra en los oscuros mecanismos del corazón humana. Y lo hace a lo grande, con todos sus excesos, como suele ocurrir en todas las óperas.

La clemenza di tito
Pietro Metastasio se inspiró para escribir su libreto en la historia de Tito Flavio Sabino Vespasiano, el emperador que gobernó Roma entre los años 79 y 81 y que fue exaltado por Suetonio. Durante su mandato se produjo la erupción del Vesubio, que sepultó Pompeya y Herculano, y hubo también una conjura palaciega dirigida por Cayo Calpurnio Pisón. La misericordia que mostró el emperador con el traidor sirvió de inspiración para una pieza que viene como anillo al dedo cada vez que resulta necesario glorificar cualquier reinado. De ahí la cantidad de versiones que se han compuesto. Mozart aceptó el encargo, tras haber sido rechazado por Salieri, porque andaba muy mal de dinero. Es una de las últimas óperas que compuso (al mismo tiempo que La flauta mágica), en una época verdaderamente frenética de trabajo. El montaje que se ha visto en el Real (en la imagen) es de Ursel y Karl-Ernst Herrmann y lleva ya tiempo rodando. Han vaciado el espacio hasta dejarlo prácticamente desnudo y así le han dado todo el protagonismo a los personajes y sus voces. Solo algunos objetos –un trono, un par de sillas– sirven para aludir la pompa de palacio. Tanto despojamiento subraya lo esencial: de lo que se trata es de los pesares del corazón humano. No conviene distraerse en bagatelas si lo que se va a oír son lamentos como el de Sesto, cuando se apresta a cometer la infamia: "Palpito, me hielo, / avanzo, me detengo, / cada claro, cada sombra / me hace temblar / No creía que fuese / tan difícil empresa ser malvado".

El caso es que finalmente no llega a matar a Tito. Y es entonces cuando entra en juego la clemencia del emperador. La sobriedad, la elegancia y la limpieza del montaje contribuyen a reforzar el peso teatral de la ópera, donde los cantantes cumplen sobradamente y donde destaca sobre todo Kate Aldrich en el papel del amigo traidor.

Lo que queda menos claro es que La clemenza di Tito ayude realmente a conocer mejor las entretelas del poder. De lo que habla la obra es de amor y de amistad, de celos, de ambiciones desmedidas. "Si al imperio, dioses amigos, / le es necesario un corazón severo, / apartad de mí el imperio / o dadme otro corazón", dice Tito cuando sabe ya de la traición y se enfrenta a la decisión de condenar a su amigo. No es fácil imaginar en los soberanos que ejercen hoy el poder una reacción semejante, pero lo que no sirve es proyectar el trono como un lugar donde habitan un grupo de íntimos amigos y tampoco es ya creíble esa furia vengadora de una mujer despechada. O quizá sí, quién sabe. Mientras tanto, la verdadera dicha ha sido disfrutar de una deliciosa representación. De vuelta al ruido del mundo, queda la esperanza de que quienes nos gobiernan sepan, como Tito, ser más constantes en su clemencia y no sucumbir a la perfidia de los otros.

Un nómada en un rincón de Suiza

Por: | 01 de marzo de 2012

"Soy nómada", escribió Hermann Hesse. Soy "un hombre que busca y que no custodia", "el puro caminante". En 1916, el escritor tuvo una grave crisis y acudió al doctor Josef B. Lang, un discípulo de Carl Gustav Jung, referente del psicoanálisis. El 3 de marzo de ese año había muerto el padre de Hesse, su hijo Martin estaba enfermo, los problemas mentales de su mujer eran cada vez más alarmantes y, además, estaba sufriendo una campaña periodística que buscaba denigrarlo por su coraje a la hora de denunciar la terrible guerra que desangraba entonces al mundo. Lo llamaron traidor y desertor. Para salir de aquel agujero, a Hermann Hesse le recetaron que pintara. Unos años más tarde, en 1919, decidió separarse de su mujer, ya recuperada de sus dolencias, y tras dejar a sus tres hijos colocados en las casas de distintos amigos partió hacia el sur. Fue entonces cuando se instaló en Montagnola, una pequeña villa cerca de Lugano, en el cantón del Tesino, Suiza. Alquiló cuatro habitaciones en una suerte de palacete, la Casa Camuzzi, y salió a pasear. "Durante los días calientes daba caminatas por los pueblos y bosques de castaños, me sentaba en mi sillita plegable e intentaba captar con acuarelas algo de la magia circundante", escribió más tarde refiriéndose a aquellos días, en los que, también tiempo después, se describió de esta manera: "Ahora era un pequeño literato quemado, un forastero harapiento un poco sospechoso, que se alimentaba de leche, arroz y macarrones, que usaba sus trajes hasta que se deshilachaban, y que en otoño llevaba del bosque su cena de castañas a casa... Como si hubiera despertado de una pesadilla, una pesadilla que hubiera durado años, respiraba la libertad, el aire, el sol, la soledad, el trabajo". Con una meticulosa edición de Ana Carvajal se acaba de rescatar un delicioso libro que resume aquella temporada en la que Hermann Hesse procuraba salir de aquel peculiar infierno. Se titula El caminante (Caro Raggio Editor), y reúne trece acuarelas, trece textos en prosa y trece poemas del autor de El lobo estepario. El pasado martes se presentó en la sede de Zavala Civitas, que ha impulsado la publicación de estos pequeños relámpagos que dan cuenta de un paisaje, el de la vertiente sur de los Alpes, pero también de una manera de ver el mundo, la de quien sostiene en esas páginas: "Di que sí a todo, no evites nada, no te mientas a ti mismo".

Hermann hesse

Una casa de campo, un paso de montaña, una aldea, unos cuantos árboles. Los motivos de los que se ocupa Hesse (en la imagen, en Montagnola) en estas viñetas no tienen mucho misterio y sus acuarelas son las de un aficionado. Detrás de cuanto escribe, sin embargo, se atisban los terremotos internos que procuraba conjurar utilizando los pínceles. Se pone por ejemplo a pintar un puente, y lo que emerge entonces es el conflicto que acababa de darle un golpe de muerte a la vieja Europa. "No había allí ni una sola piedra que yo no amara", apunta a propósito de lo que está dibujando, y se acuerda: "Pero todo esto no era nada y mi amor por los matorrales mojados y rendidos era sentimental y la realidad era otra cosa, se llamaba guerra y trompeteaba por la boca de los generales, y yo tenía que correr…".

Habla de lo que significa aprender a mirar, transmite su entusiasmo por la belleza de aquellos paisajes, recuerda que en una casa de párroco fue feliz de niño, escribe sobre la piedad y las canciones que compusieron Wolff y Schoek con versos de Eichendorff, apunta un sueño. De pronto lo sacuden sus demonios personales y señala que tiene miedo a "quedar cercado por lo inalterable", que teme la melancolía y el hastío. Y entonces se afirma contra las sombras que lo acechan: "No se puede ser un vagabundo y un artista y, al mismo tiempo, un ciudadano sólido, equilibrado y sano. ¡Si quieres escuchar los murmullos, aguanta también los aullidos!".

Y, ya casi al final, una confesión, que su vida carece de centro: "Flota palpitante entre numerosos polos de atracción y sus opuestos. De un lado la añoranza de una patria interna, del otro la ansiedad por estar en el camino". Esas escisiones, sin embargo, esa tensión que nunca se resuelve, el mundo que parece vagar siempre a la deriva, ¿no es, en el fondo, cosa de todos los mortales? Hermann Hesse convirtió esas contradicciones en la fuente de su literatura. Su capacidad de conectar con tantos y tantos lectores confirma que la herida que se abre entre el refugio doméstico y la llamada de lo desconocido es cosa de todos. O, bueno, de casi todos.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal