El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Una vieja catástrofe

Por: | 22 de junio de 2012

Los tiempos que corren no son buenos. La crisis de la eurozona tiene a todo el mundo en vilo, pero conviene subrayar además una segunda derivada que procede de la atmósfera de desolación que se ha instalado por doquier. El miedo ha dado un paso al frente, y lanza sus tentáculos hasta el punto de empezar a asfixiar el recto entendimiento de lo que está pasando. Por eso, quizá, la lectura de un viejo libro de Manuel Chaves Nogales, que trata de una antigua catástrofe, se ha ido cargando con el ruido del presente hasta el punto de mostrar cuán funesto puede llegar a ser ese terror por lo que está a punto de suceder. En La agonía de Francia (Libros del Asteroide, 2010), que se publicó por primera vez en Montevideo en 1941, el periodista español analiza con todo detalle los acontecimientos que condujeron al país vecino a sucumbir al avance del nazismo y firmar un armisticio con Alemania en junio de 1940. Son circunstancias radicalmente distintas, es cierto. Y también es cierto que no se pueden comparar. Pero cada página de este fulminante ensayo, que procura hundir sus garras en la piel de una sociedad paralizada por el miedo hasta hacerla sangrar y sacar así a la luz el clima moral que la paralizaba, tiene la capacidad de iluminar este presente atenazado por la impotencia y por la aparente esterilidad de cada una de las maniobras que se ponen en marcha para conjurar sus amenazas. "Cuando de madrugaba sonaban las sirenas anunciando la alerta aérea", escribe Chaves Nogales, "cada cual se metía en el pecho precipitadamente su pequeño tesoro y apretándolo nerviosamente andaba a tientas por las calles oscuras en busca de los refugios". Ahí está la infame marca del "sálvese quien pueda", la obsesiva querencia por desentenderse del vecino, la ruptura con cualquier vínculo de solidaridad para dar rienda suelta a las pulsiones más egoístas. En Francia, en aquellos sombríos días en que se iniciaba la Segunda Guerra Mundial, se instaló la falta de fe en las ideas y los sistemas, "la íntima convicción de la inutilidad de todo esfuerzo colectivo", que provocó "un ambiente de claudicación y un sentimiento de derrota".

Manuel chaves nogales 2Paul Krugman se ha acordado en un artículo reciente de los años treinta, y otros también han vuelto estos días a aquella época en que los extremismos iban estrujando a las democracias hasta convertirlas en algo inservible. Chaves Nogales toma nota puntual y señala y acusa: "Francia estaba intelectualmente gobernada por los nazis mucho antes de que las divisiones blindadas de Hitler ocupasen físicamente el territorio francés: democracia… libertad… parlamentarismo… Vanas palabras que descalificaban a quien osaba invocarlas". Aquello era una guerra y esto que estamos viviendo hoy no es sino una catástrofe económica, pero la recesión que provocó el crack del 29 estuvo detrás de ese peligroso viraje de la gente para comulgar con las bendiciones que predicaban los totalitarismos de izquierdas y de derechas y desdeñar las grises hechuras propias de cualquier régimen democrático.

Lo verdaderamente trágico es que lo peor puede ocurrir. Y en 1940 lo peor era que Francia claudicara cuando, en principio, nadie podía imaginar que aquella poderosa democracia tuviera los pies de barro y cediera tan fácilmente, sin librar una verdadera batalla, a los requiebros de Hitler. No debería aventurarse lo que va a suceder, pero en ninguna parte está escrito que las cosas no puedan derrumbarse, irse a pique, estallar hechas añicos. De un día para otro. Chaves Nogales se convierte en La agonía de Francia en un rabioso agitador que defiende las instituciones que tanto ha costado construir. Hay que pelear, dice. Y se acuerda de la epopeya que vivió Madrid en 1936 cuando observa a los franceses paralizados ante las acometidas de la aviación alemana. "Ese bombardeo único de París que hubiese hecho sonreír desdeñosamente a los madrileños, acabó virtualmente con la resistencia de la capital de Francia".

Chaves Nogales disculpa a aquellos militares, políticos e intelectuales que procuraron parar a los nazis, pero es implacable con las clases acomodadas que fueron subyugadas por el bárbaro nacionalismo del totalitarismo nazi y es duro con esas masas que solo pensaban en salvarse. Asombra su coraje y lucidez a la hora de identificar al enemigo. Ese es también el reto actual: localizar la corriente que puede debilitar a las democracias. Me temo que su nombre es populismo. Y es una enfermedad que está envenenando, en este país in ir más lejos, a los dos principales partidos.

Romper las ataduras

Por: | 13 de junio de 2012

Los padres del historiador Tony Judt le sugirieron que conociera Israel en 1963. Tenía unos quince años y terminó viajando allí ese mismo verano. Quedó totalmente cautivado. Pudo ir allí gracias a una organización judía de izquierdas, Dror, que organizaba estancias para jóvenes en diferentes kibutz. Le cayeron bien los que llevaban el reclutamiento en Londres, le gustó la gente con la que le tocó compartir el día a día. Trabajó siete semanas en el kibutz Hakuk, en Galilea. "La esencia del sionismo laborista radicaba en la promesa del Trabajo Judío", le contó Tony Judt a Timothy Snyder en Pensar el siglo XX (Taurus; traducción de Victoria Gordo del Rey): "la idea de que los jóvenes judíos procedentes de la diáspora fueran rescatados de sus vidas decadentes y asimiladas y trasladados a los remotos asentamientos de la Palestina rural para crear allí (y, según preconizaba la ideología, recrear)  un verdadero campesinado judío, ni explotado ni explotador". Todos aquellos jóvenes no eran otra cosa que mano de obra barata, pero los ideales asociados a esa suerte de comuna agraria de carácter igualitario los llenaban de entusiasmo. Aquel verano Tony Judt se convirtió en un sionista convencido y el arrebato le duró cuatro años. "A mí desde luego me encantaba aquello de recoger plátanos, disfrutar de una vida sana y sin artificios, explorar el país en camioneta y visitar Jerusalén con las chicas", le dijo a Snyder acordándose de su primer viaje.

Tony judt luis magan

Hubo algunos más. En el otoño de 1965, Judt (la fotografía, de 2006 es de Luis Magán) se enamoró en Londres de una joven sionista y anduvo soñando con instalarse definitivamente en un kibutz. Sus padres le recitaron la conocida cantinela: antes están los estudios. Así que se afanó para conseguir su ingreso en Cambridge. Se examinó, aprobó, y volvió a Palestina, donde pasó la primavera y el verano de 1966 en el kibutz Machanayim, dedicado esta vez a los naranjales. El primer síntoma negativo de aquel mundo lo detectó entonces. Sus compañeros de faena miraron torcido cuando supieron que no permanecería allí, que pensaba regresar para empezar sus estudios en la universidad. "Toda la cultura del aliyah –'acercamiento' (a Israel)– presuponía romper con los vínculos y las oportunidades de la diáspora", cuenta Judt. Así que no veían bien que uno de los suyos renunciara a aquella comuna de iguales para irse con los gentiles a probar suerte. Judt no hizo mucho caso, y se incorporó a Cambridge en el otoño de 1966.

¿Cómo llegamos a pensar lo que pensamos? ¿Por qué defendemos unas ideas frente a otras? ¿Qué nos lleva a radicalizar nuestras posturas? ¿En qué medida intervienen los afectos a la hora de configurar nuestra posición en el mundo? ¿Qué peso tiene lo colectivo, el calor de los más próximos, los proyectos compartidos, la bandera, la tribu? Tony Judt continuó yendo a Londres durante aquellos meses: seguía encandilado de su chica sionista, asistía a las reuniones de Dror, participó en los preparativos de la inminente Guerra de los Seis Días, reclutando a voluntarios que sustituyeran en los campos a los que se habían alistado para salir al frente, y finalmente tomó un avión hacia Israel con su novia y un amigo. Se dirigieron a Hakuk y se ocuparon de los plátanos mientras duró la guerra.

Poco después, el ejército reclutó a voluntarios para que trabajaran como auxiliares. Judt se apuntó con la garra de un joven de 19 años, fue a los Altos del Golán, le asignaron una unidad, lo utilizaron como traductor. Y conoció de cerca al ejército. "Por primera vez llegué a darme cuenta de que Israel no era un paraíso socialdemócrata de judíos pacíficos que habitaban en granjas", le contó a Snyder, "el sueño del socialismo rural era solo eso, un sueño". Aquellos israelíes que acababa de conocer eran chovinistas, "antiárabes hasta un punto que rozaba el racismo". "Aquel era un país de Oriente Próximo que despreciaba a sus vecinos y estaba a punto de abrir con ellos una brecha catastrófica, de una generación, confiscándoles y ocupando sus tierras". A Judt, que se había ido allí loco de amor para sudar en la construcción de una utopía, le tocó tomar distancias. Deshacer las ataduras, renunciar al calor del rebaño, superar el miedo a quedarse solo, tomar su propio camino. Volvió a sus estudios en Cambridge, y luego ha sido muy crítico con Israel y con el victimismo de los judíos. Lo relevante es localizarlo en esos años de efervescencia juvenil, entre los 15 y los 19, durante los que se construye nuestra mirada sobre el mundo. Eligió la libertad de pensar a su manera. No es fácil hacerlo en una época en la que el calor del grupo importa tanto… y los ardores de la pasión.

En la vorágine de la guerra

Por: | 08 de junio de 2012

En la mañana del 19 de julio de 1936, el Gobierno que acababa de formar José Giral tomó dos decisiones que marcarían de manera decisiva la respuesta de la República al golpe de un grupo de militares. De un lado, y con el afán de que las tropas y mandos de los sublevados dejaran a sus jefes superiores en la estacada, licenció a cuantos estaban encuadrados en el ejército: podían, si querían, volver a casa tranquilamente. De otro, repartió armas a las organizaciones obreras. El desarrollo de la asonada fue tan vertiginoso que urgía frenar cuanto antes sus efectos. La combinación de las dos medidas funcionó en algunas partes y fracasó en otras. La mayor paradoja fue que ningún mando de las fuerzas rebeldes permitió que sus combatientes abandonaran las filas y, en cambio, se vaciaron los batallones del ejército regular que quedó en la zona republicana. El pueblo en armas, por su parte, colaboró activamente para derrotar la rebelión fascista y tuvo éxito en ciudades tan representativas como Madrid y Barcelona. El carácter épico de la gesta de unos ciudadanos que no dudaron en lanzarse a la calle para defender el régimen legal ha ocultado frecuentemente el contradictorio significado de las medidas, un tanto improvisadas, que se tomaron en los primeros momentos. Y es que, en las jornadas siguientes, los responsables de la República descubrieron que no solo debían luchar contra las fuerzas golpistas comandadas por un puñado de militares sublevados sino que se enfrentaban también a una revolución dentro de casa. A muchas de las milicias obreras que peleaban contra los rebeldes les importaba una higa la democracia, "burguesa" la llamaban, que se había instaurado en España con la llegada de la República. Querían hacer la revolución y llegar hasta el final: que desapareciera el viejo mundo, que reinaran la justicia y la libertad. Y eso pasaba por acabar con lo que se pareciera, aunque fuera remotamente, al ejército tradicional. En esa tremenda confusión inicial, en la que se encontraron luchando mano a mano los militantes de partidos y organizaciones sindicales junto a los mandos de lo que había quedado del viejo ejército español, hubo de todo. Sintonía, y entonces se hermanaban las fuerzas y la capacidad de pelear contra el enemigo era mayor. O desconfianza: fueron muchos los oficiales que cayeron abatidos por los milicianos. Ser militar y haber permanecido leal a la República significó al comienzo de la guerra jugarse el pellejo. Cuento estas viejas batallas porque, hace algún tiempo, Ángel Viñas y Gonzalo Pontón me invitaron a participar en un esa suerte de contradiccionario que es En el combate por la historia. La República, la Guerra Civil, el franquismo. El primero, como director del proyecto; el segundo, como responsable del sello en el que ha aparecido: Pasado & Presente. Me propusieron dos entradas, la que se ocupa del general Vicente Rojo y la que cuenta del Ejército Popular. Espero haber estado a la altura de sus expectativas, y de no desentonar al lado del selecto plantel de historiadores que fueron convocados.

Centelles negrin rojo y capa

"Tenemos noticias de que han matado o van a matar a Cuervo. Ha tenido una actuación desafortunada con los milicianos. No sé si llegaremos a tiempo". Las palabras son de Hernández Saravia, el cerebro de las fuerzas que defendían la República durante los primeros meses de la guerra, y se las dijo a un oficial de Estado Mayor, Vicente Rojo (en la imagen, a finales de 1938, el general Rojo aparece junto a Negrín en la despedidad de las Brigadas Internacionales; Capa aparece al fondo con una cámara, la fotografias es de Agustín Centelles), que las reconstruyó más tarde en Mi primer encuentro con las milicias. El día 24 de julio salió a Somosierra con la orden de evitar el entuerto. Iba con la convicción de que no volvería, pero luego sintonizó bien con las fuerzas milicianas y pasó allí varias semanas. Eso sí, no llegó a tiempo para cumplir su cometido: los combatientes se habían cargado ya al teniente coronel Cuervo.

A comienzos de septiembre, las autoridades republicanas habían comprobado que necesitaban un ejército dirigido por profesionales para librar esa guerra y dieron los primeros pasos para crear el Ejército Popular. La verdadera transformación se produjo en noviembre, a lo largo de la defensa de Madrid. Fueron imprescindibles entonces, e indiscutibles, los conocimientos técnicos de los profesionales del ejército para detener a las tropas franquistas.

El general Miaja fue decisivo en ese momento. En la biografía que le dedica el diccionario de la Real Academia de Historia su entrada se detiene, sin embargo, en 1936. La magnitud de esta, y otras muchas chapuzas que han ido emergiendo, explica la necesidad del contradiccionario de Viñas. No es de recibo que una institución, que se subvenciona en buena parte con dinero público, y que debería servir como intachable referente del rigor histórico, pueda permitirse semejantes dislates. Para facilitarle al lector un acercamiento más riguroso, y elaborado y pensado, a ese trascendental periodo del pasado de España ha surgido En el combate por la historia. Deberían aprovechar que la Feria del Libro de Madrid sigue en el Retiro hasta el domingo. Y para los demás, ahí están las librerías.

Las tijeras

Por: | 02 de junio de 2012

"Salidas 3 veces por semana a las Indias Orientales Holandesas. Cartas 12 ½ centavos cada 100 gramos. Postales 10 centavos. Siempre por vía aérea". El texto forma parte de un cartel que cuelga en la sala de exposiciones de la Fundación Juan March dentro de la muestra La vanguardia aplicada (1890-1950). Hay en él un avión, mucho color, una tipografía atractiva: el anuncio llama la atención sobre lo fácil, y económico, que resulta comunicar con cuantos están al otro lado del charco. Transmite esa vertiginosa sensación, que tan bien encarnaban las vanguardias, de un mundo nuevo que cambia incesantemente, lleno de posibilidades. El cartel lo diseñó Nicolaas de Koo, pero quizá el nombre no sea esta vez lo más relevante, y es que la exposición reivindica ese trabajo que se hace de manera anónima: los anuncios, las portadas de los libros, la disposición del texto y de las imágenes en las páginas de las revistas. "Artes aplicadas", se decía en otros tiempos, como se recuerda en la primera cartela de una exposición que recoge el afán de los artistas de aquel periodo, el que va de finales del siglo XIX a unos años después de la Segunda Guerra Mundial, por derramar su creatividad en todas las parcelas de la sociedad. No solo cambiar la realidad, como querían los revolucionarios, sino cambiar también la vida, como proclamaron las vanguardias.

Vanguardias queso-gouda-de-excelencia
Las tijeras son indispensables para este propósito. Cortas y pegas, inventas extrañas relaciones, impones proximidades delirantes, buscas encuentros disparatados. El collage fue esencial para dinamitar lo que venía dado, lo impuesto, la propia realidad. Abrió las puertas para que fuera habitual "el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas", como quería el Conde de Lautréamont, tan querido por los surrealistas. Hay, claro, un montón de collages entre las 686 obras reunidas en la exposición, pero no únicamente. Las piezas tienen que ver con la propaganda política e ideológica, con la publicidad y los medios de comunicación, con el diseño de interiores y la arquitectura, con el cine, el teatro, el montaje de exposiciones. Son imágenes y formas que crearon alrededor de 250 artistas de unos 30 países para incidir en el mundo y cambiar la manera de verlo. Los coches Opel, la tinta Pelikan, los cigarrillos Manoli o el queso Gouda (en la imagen, un anuncio hecho por Theo van Doesburg), entre tantos otros productos y marcas, se pusieron en las manos de aquellos vanguardistas para seducir a la clientela. Las cosas ya no podían hacerse como se habían hecho hasta entonces.

La exposición está montada a partir de dos colecciones. Las obras que pertenecen a la de Merrill C. Berman permiten reconstruir lo que fue el diseño gráfico de las vanguardias históricas, y están colgadas en las paredes de la Fundación Juan March. Las de la colección de José María Lafuente son piezas que tienen sobre todo que ver con los elementos materiales relacionados con la creación: las letras y los números, las líneas y los párrafos, las páginas…, la tipografía. Son revistas y libros y postales que se exhiben en vitrinas.

Bielefeld, Zurich, Mannheim, Breslau, Milan o Utrecht, pero también Sao Paolo, Montevideo, Buenos Aires. O Valladolid: la portada de una revista de poesía de 1931 confirma que España (antes del golpe de Estado y  la guerra y la dictadura) respiraba al mismo compás que el resto del mundo. Cigarrillos, trenes, botellas, máquinas. Culto al movimiento: baile de cifras y de números. Blast, Pau Brasil, Cannibale. La Secesión vienesa, el suprematismo ruso, la Bauhaus, el neoplasticismo. "¡El arte no puede ser más que violencia, crueldad e injusticia!", clamaba Marinetti en el manifiesto del futurismo italiano. "Todo hombre debe gritar", decía Tristan Tzara en el manifiesta Dadá de 1918. "Hay una gran tarea destructiva, negativa por hacer. Barrer, asear. La plenitud del individuo se afirma a continuación de un estado de locura...". De este tenor eran las proclamas que estallaban en las paredes de un mundo que se estaba haciendo añicos. "Dejemos el pasado a nuestras espaldas como una carroña", afirmaban los constructivistas rusos. Las tijeras del título nada tienen que ver  con recortes presupuestarios. Aluden, más bien, a las que utilizaron aquellos artistas que se inventaban un arte nuevo, cortando periódicos y revistas para hacer sus collages. "Barrer, asear": sí, hace falta oxigenarse en esta época tan dura, y las vanguardias siempre son una saludable invitación para celebrar las sacudidas de la imaginación.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal