El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

El secreto de la celebridad

Por: | 29 de agosto de 2012

Benjamin Disraeli, conocido también como Lord Beaconsfield, fue un político conservador británico que ejerció el cargo de primer ministro en dos ocasiones durante el reinado de Victoria I, con la que tuvo una relación muy estrecha que lo favoreció en su feroz combate con su rival liberal, William Ewart Gladstone. El escritor portugués José María Eça de Queirós escribió una larga necrológica unas semanas después de la muerte el  19 de mayo de 1881 de Disraeli, que publicó en dos partes el diario brasileño Gazeta de Notícias. Está incluida en Cartas de Inglaterra (Acantilado, traducción de Javier Coca y Raquel R. Aguilera) y es una verdadera joya, no solo por el cabal retrato que hace del personaje y de su época, sino también por su capacidad para iluminar cuánto hay de construcción personal y cuánto de azar en la batalla por la gloria y, sobre todo, por su extrema perspicacia a la hora de atrapar los detalles que definen un carácter. En ese sentido, conviene citar las frases con las que Eça de Queirós cierra su escrito sobre Lord Beaconsfield: "¿Fue entonces absolutamente, ininterrumpidamente dichoso? No. Este hombre triunfante vivió acompañado por una secreta, por una diminuta, por una ridícula contrariedad: ¡nunca pudo hablar bien francés!".
 
429px-Benjamin_Disraeli_by_Cornelius_Jabez_Hughes,_1878Irónico y elegante, equipado con las fulminantes armas de la inteligencia y del humor, siempre bien informado a propósito de las cuitas de su época y buen conocedor de la historia, Eça de Queirós despliega en sus Cartas de Inglaterra su formidable habilidad como cronista, ya sea hablando de la temporada de libros en Londres, de los conflictos de Irlanda o la guerra de Afganistán, de la Navidad o, en fin, de Lord Beaconsfield (en la imagen), aquel hombre de Estado que fue también novelista. Quizá sea esta dimensión del personaje la que provocó en su día ese enorme interés de Eça de Queirós por aquel caballero que, como escribe, llegó a tener tal influencia que sus decisiones podían llevar "la paz o la guerra a Europa". No es, sin embargo, muy generoso a la hora de valorar de manera global su trayectoria: "como hombre de Estado", escribe, "el nombre de Lord Beaconsfield no aparece ligado a ningún progreso notable de la sociedad inglesa. Crear el título de Emperatriz de las Indias para la reina de Inglaterra, tomar Chipre, restaurar ciertas prerrogativas de la corona o urdir el fiasco de Afganistán no son títulos para su glorificación como reformador social". Eça de Queirós observa, por otro lado, que "escribir Tancredo o Endymion no basta para dejar huella en una literatura que tuvo contemporáneos como Dickens, Tackeray o George Eliot". ¿Cómo conquistó entonces Benjamin Disraeli la fama, qué hizo para convertirse en el más célebre de sus contemporáneos si no lució un talento especial en sus dos ocupaciones fundamentales, la de hombre de Estado y la de novelista?

Nada viaja con tanta lentitud como la Fama, observa el escritor portugués, y se refiere, por ejemplo, a la poca gente que entonces conocía a Víctor Hugo o a esos "¡100 lectores!" que reclamaba Voltaire. No siempre los más cualificados, ni los más brillantes, ni los mejores en sus respectivas ocupaciones conquistan la popularidad. Eça de Queirós procura entender qué fue lo que provocó el éxito indiscutible y arrollador de Lord Beaconsfield, y avanza dos respuestas. La primera, "la idea (que inspiró toda su política) de que Inglaterra debería ser la potencia dominante en el mundo". Y la segunda, la publicidad. Aunque su familia se convirtiera al cristianismo, los judíos siguieron considerando a Benjamin Disraeli uno de los suyos y, apunta Eça de Queirós, fueron la prensa y el telégrafo, ambos en manos de judíos, "los que constantemente lo alabaron, lo glorificaron como estadista, como orador, como escritor, como héroe, ¡como genio!".

En Pensar el siglo XX, Tony Judt le cuenta a Timothy Snyder que no considera que los propósitos de Benjamin Disraeli "fueran plenamente llevados a la práctica en empresas políticas", pero le reconoce un fino olfato para saber "qué grado de cambio se requería para que las cosas importantes siguieran como estaban". Tal como sugiere Eça de Queirós, la gloria de un personaje tiene que ver sobre todo con su capacidad para encarnar una idea que fascine a una gran mayoría ("...el nombre de 'imperialismo', es una idea grata a todo inglés...", dice a propósito de la gran ambición que representa Lord Beaconsfield) y con tener un buen aparato publicitario detrás. Es muy posible que conocer la historia no ayude finalmente a evitar que se repitan los mismos errores, pero a lo que sí contribuye, y mucho, es a comprender el presente. Tras leer el magnífico retrato que Eça de Queirós hace de Lord Beaconsfield, al levantar la vista del libro, cuántos personajes actuales irrumpen que gozan del aplauso general sin tener verdadero talento. Y, es cierto, encarnan ideas que triunfan (la transparencia, por ejemplo) y gozan de mucha publicidad.

La vieja ciudad de El Cairo

Por: | 22 de agosto de 2012

José María Eça de Queirós tenía 23 años cuando llegó en 1869 a Egipto para asistir a los festejos de inauguración del canal de Suez. Su primera parada fue en Alejandría, y fue decepcionante. Esperaba que allí se conservaran aún vivos los ecos de una ciudad que tuvo una importancia capital en el mundo griego y en el bizantino, y lo que encontró fue "¡…un lugar enfangado e inmundo, lleno de escombros, una acumulación de edificaciones miserables e inexpresivas!". Había llegado, sin embargo, a Oriente, un mundo radicalmente diferente: el sol pesado y tibio, las filas de camellos, los vendedores de flores y esas muchachas  con actitud altiva que pasan "envueltas en túnicas partas que les moldean el cuerpo". Al escritor portugués no le gustó Alejandría, y se alegró cuando tuvo que abandonarla para seguir su viaje por el delta del Nilo. Iba en tren: observa a mujeres que parten el pan sentadas en grupos, a campesinos trabajando, a marineros en los veleros y la piel brillante de los negros que realizan las labores más duras. Es como si entrara en "un mundo antiguo, histórico", escribe, "un mundo que se ha desprendido de las contradicciones de la vida y ha entrado, para quedarse, en la inmortalidad". Luego llega a El Cairo. "Todas las razas, todas las vestimentas, todas las costumbres, todos los idiomas, todas las religiones, todas las creencias, todas las supersticiones se encuentran allí, en sus calles estrechas", anota. Pasea por el barrio copto y por el barrio musulmán, fascinado por el orden caótico de sus casas. Comenta que "todo tiene un aspecto ruinoso, pardo, desmoronado, viejo" y no tarda en tratar de describir la extrema variedad de las gentes de esa "multitud espesa". Encuentra a un encantador de serpientes, a un aguador bereber, a un derviche, se fija en el siervo que va por delante del carruaje de un noble y en un grupo de viejos turcos, apunta que hay coptos, nubios, sudaneses, magrebíes, griegos, abadíes, judíos, "dos damas levantinas", "una mujer de Said"... Eça de Queirós es muy preciso en sus descripciones y esa obsesión por dar con las palabras exactas y trasladar fielmente lo que ve se corresponde con un mundo que nada tiene que ver con el que habitamos hoy. Resulta por eso sorprendente que sus escritos sobre Egipto permanezcan tan vivos y puedan, incluso, aportar ahora una mirada profundamente comprensiva a propósito de un país que, con la primavera árabe, está viviendo drásticos cambios. Estampas egipcias (Impedimenta, traducción de Martín López-Vega) reúne tres grupos de textos de Eça de Queirós: sus notas sobre su viaje de 1869, sus crónicas de la inauguración del Canal de Suez, que publicó en un diario portugués, y los artículos sobre la destrucción de Alejandría que envió desde Bristol a un periódico brasileño y que se publicaron en 1882.

Eça de queirosLas lecciones sobre periodismo nunca están de más, ni siquiera las del viejo periodismo, dicen que condenado a desaparecer. ¿Para qué tanto detalle, podría pensarse, si cuanto recogen los textos del portugués lo vemos hoy directamente en televisión? Resulta revelador, sin embargo, que El Cairo que pintó Eça de Queirós hacia 1870 recoja con mucha mayor finura, y con infinitos más detalles, la extrema variedad de las gentes de esa ciudad, esas que hace unos meses llenaron la plaza de Tahrir para derrocar a Mubarak y terminar con su régimen autoritario. No son los mismos, claro. Los de hoy son los remotos descendientes de aquéllos, pero por lo que se ha visto después son tan diferentes unos de otros entonces como ahora. "Todas las religiones, todas las creencias, todas las supersticiones…", señalaba el portugués hace más de siglo y medio, pero cuando se desencadenó la revuelta en Egipto lo que sobre todo se subrayó en los medios actuales, con razón, fue que esa "multitud espesa" reclamaba democracia. 

Sus reglas de juego y también, para algunos, lo que algunas democracias occidentales representan: prosperidad, oportunidades, modernidad. El tiempo ha ido mostrando cuán difícil resulta saber lo que entienden las distintas gentes que se manifestaron en la plaza de Tahrir tras su grito a favor de la democracia. Y, seguramente, eso se comprende muy bien cuando se recorre El Cairo de la mano de Eça de Queirós. Ni se llegó a tener en cuenta, sin embargo, cuando llegaban las crónicas entusiastas con lo que sucedía al principio en la plaza de Tahrir. Si Eça de Queirós (en la foto) se afanaba por ser, sobre todo, riguroso en describir lo que veía para entender ese mundo tan diferente, lo que ocurre con frecuencia en el periodismo actual es que maneja otras pautas. Más que describir para entender, constata, confirma y califica. Constata que hay una revuelta, confirma que en ella se reclama democracia y califica que va en el buen camino porque se revuelve contra una tiranía.

Y todo suele ser mucho más complejo. En las crónicas que Eça de Queirós escribió sobre el bombardeo de Inglaterra a Alejandría despliega diferentes estrategias para contar cuán ignominiosas fueron las ambiciones coloniales del imperio británico, pero también para mostrar la fragilidad del proyecto político de Arabí Pachá, sin una idea de Egipto que fuera más allá de sus ambiciones como coronel y de sus buenos deseos como hijo de campesinos, o para constatar la total falta de consistencia de la Europa de entonces y, bueno, para narrar la chapucería de las propias acciones bélicas y el terrible furor del populacho. Una escritura excelente, un puñado de lecciones.

Los terroristas amables

Por: | 16 de agosto de 2012

La cita es larga, pero merece la pena: "Mucho se podría decir, por cierto, de la aureola de rigor y de verdad, así como de mortífera perfección e inaprensibilidad, que rodeaba y rodea a las Brigadas Rojas en el inconsciente colectivo y en esa parte del inconsciente colectivo que anida en las instituciones (la policía, la magistratura, el periodismo). Es un caso extremo lo ocurrido en un banco de cierta población del norte de Italia, a cuyas ventanillas se presenta un señor que, abriéndose la chaqueta y mostrando una pistola discreta y desganadamente, intima al cajero, diciendo que lo envían las Brigadas Rojas, a que lo conduzca al despacho del director, a quien exige, de nuevo en nombre de las Brigadas Rojas, ochenta millones de liras; se las dan, el hombre extiende un recibo, pide que lo acompañen a la puerta, ordena que no den la alarma ni denuncien el robo hasta la seis de la tarde (lo que se cumple rigurosamente) y desaparece; es un caso extremo, digo, y extremadamente gracioso, pero revelador de una mentalidad muy difundida". El texto forma parte de El caso Moro (Tusquets, traducción de Juan Manuel Salmerón), donde Leonardo Sciascia reconstruye el secuestro y posterior asesinato en 1978 del entonces presidente de la Democracia Cristiana por parte de las Brigadas Rojas. El episodio al que alude da cuenta de un inquietante fenómeno que desencadena el terror: esa aureola, a la que se refiere el escritor italiano --“de rigor y de verdad, así como de mortífera perfección e inaprensibilidad”--, que provoca en las sociedades afectadas una suerte de disponibilidad (no sé sabe bien si por miedo o por otra cosa) para favorecer sus desmanes. En aquel banco del norte de Italia todo fueron facilidades para el representante de la organización terrorista que realizó, con exquisitos modales, el asalto a mano armada. Mostró la pistola discretamente, preparó un recibo en cuanto le dieron la pasta, rogó que lo acompañaran a la salida. Da la impresión de que los empleados del banco actuaron como si colaboraran con una delegación de la Iglesia o con el inspector fiscal. 

De acuerdo: no pudieron hacer otra cosa ante la amenaza de la pistola. ¿Pero después? ¿Por qué no accionaron la alarma, cómo pudieron esperar hasta las seis de la tarde para avisar a la policía? Es ahí donde interviene ese inconsciente colectivo que se pliega ante las exigencias de los grupos radicales, incapaz ya de tomar distancias, dócil a cualquier exigencia, llamada, petición u orden de los terroristas. Es lo que parece seguir ocurriendo con ETA en el País Vasco. Se han retirado los de las pistolas, pero gran parte de la sociedad sigue coreando sus consignas y rindiéndoles pleitesía como si fueran héroes. ¿Qué mecanismo opera para que siga faltando el coraje para enfrentarse a tanto años de horror, destrucción y fanatismo?

Aldo moro 2
El caso Moro
es un libro que aborda con extrema lucidez los lacerantes conflictos que desencadenan en una sociedad, y en su clase política, las exigencias de los terroristas. Los interrogantes que abre son muchos, pero el mayor de ellos seguramente tiene que ver con un dilema trágico. Ante la barbarie del horror, qué tiene prioridad: ¿la abstracción de valores indiscutibles, como la razón de Estado, o la necesidad de maniobrar en las aguas pantanosas de la realidad para salvar una vida? La respuesta de la Democracia Cristiana ante el secuestro de Aldo Moro fue la de no ceder ante la barbarie. Y Moro fue asesinado (en la imagen, el coche (en la imagen, el cuerpo sin vida del político en el coche en el que fue abandonado). Sciascia, refiriéndose a las reiteradas peticiones del político democristiano para que el Gobierno negociara con los terroristas y su partido apoyara ese camino, escribe: "Moro pensaba que el canje podía aceptarse con 'realismo', o sea, por esa capacidad que tiene lo real de hacer posibles y lícitas cosas que abstractamente no son ni posibles ni lícitas. Aquellas cosas, al menos, de las que depende una vida humana. Una vida humana frente a unos principios abstractos: ¿puede un cristiano dudar en la elección?".

En uno de los momentos finales de aquel terrible secuestro, Sciascia recuerda la conversación del terrorista que se puso en contacto con un amigo de la familia para señalarle dónde podían encontrar el cadáver de Moro. Vuelve a subrayar entonces los buenos modales de aquel miembro de las Brigadas Rojas. Se toma tiempo, se refiere con respeto a su víctima, es tremendamente considerado con el dolor de su interlocutor. Quizá esos buenos modales, o las supuestas buenas causas que dicen defender (la revolución, en el caso de los italianos; la independencia, en el de los vascos), son los que confunden a quienes, al final, se dejan llevar por la corriente y son incapaces ya de reconocer el horror. Sciascia, a propósito de aquella llamada, apunta un escalofriante comentario: "Quizá aquel joven terrorista siga pensando que se puede vivir de odio y contra la piedad; pero aquel día, en el cumplimiento de aquel deber, la piedad penetró en él como la traición en una fortaleza. Y espero que la arrase".

Prodigios eléctricos

Por: | 13 de agosto de 2012

El protagonista de Relámpagos (Anagrama, traducción de Javier Albiñana) es el científico Nikola Tesla, pero lo importante es que se trata de un libro de Jean Echenoz. Y esto quiere decir que está escrito con esa prosa diáfana que parece circular a la velocidad de la luz y con un finísimo sentido del humor. Tesla podía haberse comido de un bocado al escritor francés. Un científico de un talento apabullante y con todas las extravagancias de un sabio loco: hubiera bastado, en realidad, con colocar cada una de sus rarezas y genialidades, una detrás de otra, para tener entretenido al lector durante una larga temporada. Echenoz no renuncia a ninguna de las singularidades de su personaje, y las recoge con la fascinación que despierta en un entomólogo descubrir las costumbres de las criaturas que está investigando. Tesla nació en un rincón perdido cerca del Adriático, en la aldea de Smiljan en la actual Croacia, y terminó siendo un tipo altísimo que hablaba con fluidez media docena de lenguas. En el colegio empezó a saltarse un curso cada dos y muy pronto empezaron a ocurrírsele algunos inventos —un tubo en el fondo del Atlántico que llevara el correo de Europa a América, y viceversa; un gigantesco anillo que permitiera dar la vuelta al mundo en un solo día—. Con 28 años, hizo las maletas, se fue a Nueva York y se presentó en casa de Thomas Edison para que lo contratara. Le hizo un reto: que la corriente alterna, que cambia regular y periódicamente de sentido, iba a resultar más eficaz que la corriente continua, en la que Edison trabajaba por entonces. Tesla ganó la partida poco tiempo después, pero se quedó sin trabajo. Jean Echenoz va conduciendo el relato con la magistral elegancia de su estilo, y va dejando por el camino, como quien no quiere la cosa, esos asuntos que convierten Relámpagos en algo más que una estricta relación de las peripecias de Tesla.

Nikola tesla
Cuando Tesla consigue firmar con George Westinghouse, director de la Western Union Telegraph Company, la competidora de la empresa de Edison, la General Electric, un sabroso contrato para desarrollar sus proyectos relacionados con la generalización del uso de la electricidad, las cosas se ponen feas. Echenoz sigue avanzando a su ritmo vertiginoso y no pone ningún énfasis particular en la sucia campaña que Edison pone en marcha para desprestigiar la corriente alterna. Se sirve de ella para electrocutar perros y gatos, y también corderos, terneros, bueyes y caballos. Un día sabe de una elefanta enferma que tiene los días contados en el Luna Park de Coney Island y, puesto que anda ya produciendo películas de gánsteres y vaqueros, decide encargar un documental donde se recoja el final de Topsy, la paquiderma, ejecutada con la corriente de su enemigo. Escribe Echenoz: "A continuación, tras hacerla detenerse sobre una placa metálica, sueltan una descarga de seis mil seiscientos voltios. Brotan entonces espesas humaredas de las conexiones enchufadas en el cuerpo de la elefanta, que se desploma al instante como un globo reventado, grueso saco de piel vaciado súbitamente de su contenido, las cuatro patas abatidas hacia los puntos cardinales. Lo que se quería demostrar. La gente aplaude a rabiar".

Ahí queda la cosa. Tesla sigue trabajando en nuevos inventos relacionados con la luz: un generador termomagnético, un generador piromagnético y un conmutador para máquina dinamoeléctrica. Edison, por su parte, no para. Tras la elefanta le toca al hombre. El elegido es un preso de Sing Sing. Aguanta la primera descarga, cae con la segunda: ha nacido la silla eléctrica. A ese punto lleva la competitividad, la guerra por los contratos, el dinero. Tesla está hecho, en cambio, de otra materia. Tiene pavor a los microbios, y se pasa el tiempo lavándose, y la manía de contarlo todo. Empieza a dar conferencias, convierte en un espectáculo la exhibición de sus prodigios eléctricos. Ilumina por primera vez una ciudad entera (Buffalo) e instala la primera fábrica hidroeléctrica en las cataratas del Niágara. Es el tipo más elegante de Nueva York, la alta sociedad y los intelectuales lo veneran, se ha hecho rico. Se instala en una suite en el Waldorf Astoria. Da rienda suelta a sus disparates: todo debe ser múltiplo de tres. Su estudio está en la Tercera Avenida en el número 33 y hay 21 servilletas en la mesa del hotel donde se aloja (también) en el piso 21. Allí lo visita Westinghouse. Por aquel contrato que firmó le debe unos doce millones y medio de dólares. No puede pagárselos. El inventor se los perdona e incluso le da las gracias por haberlo apoyado entonces, y acepta 198.000 dólares por sus derechos.

Tesla es, en buena medida, el responsable del mundo que habitamos —lo cuenta muy bien Miguel Ángel Delgado en el ensayo introductorio que abre Yo y la energía (Turner), una reunión de textos del científico—. “Es el precursor de que posteriormente todo pase a través de la electricidad”, escribe Echenoz. Un día repara en una paloma y se dedica obsesivamente a cuidarla. Relámpagos va dando cuenta de cómo las cosas se le van torciendo a Tesla hasta que un día muere solitario y en la pobreza. Con este libro, el escritor cierra la trilogía que inició ocupándose de Maurice Ravel y que continuó con las andanzas de Emil Zápotek. Un compositor, un atleta, un inventor. La Europa decadente del músico, el universo cerrado de la Checoslovaquia comunista que habitó el velocista, la vertiginosa América que conquistó Tesla: tres observatorios privilegiados para recorrer el siglo XX.

El País

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