Los animales, los payasos, las trapecistas. También podrían servir los domadores, los siameses o los contorsionistas para referirse al circo, pero valgan por el momento los citados al principio. Dentro de la carpa, lo que revelan los animales es que la distancia que los separa de los hombres no es muy grande, que los elefantes tienen grabadas expresiones que nos resultan familiares —una cierta serenidad, una infinita paciencia, un deje de melancolía— o que los tigres, las panteras y leones pueden ser temibles pero también dóciles. Los payasos al mismo tiempo que hacen reír producen una extraña inquietud. La que resulta de comprobar que todo está amarrado con lazos muy finos y que por tanto el mundo puede derrumbarse en un santiamén, que las carcajadas están cerca de las lágrimas, que los más próximos pueden ser también los más extraños (¿no produce acaso un profundo desasosiego esas bofetadas que el listo le va arreando de tanto en tanto al que hace el papel de bobo?). Las trapecistas (y los trapecistas) informan por su parte de que la gravedad no existe. Es posible saltar, precipitarse, casi volar en las alturas. Desafiar el vértigo de la caída, y salvar la dificultad de estar pegados a la tierra como si fuera algo irrelevante. Animales, payasos y trapecistas: cuanto hacen en el circo está sobre todo dirigido al niño, porque seguramente ninguno de los números que protagonizan tendría sentido si no contaran con una mirada que todavía no ha sido domesticada del todo. El niño aún no se ha acomodado a las categorías que gobiernan el mundo de los adultos, todavía conserva algo salvaje que no ha sido socializado, vive la tensión entre el orden y el desorden como algo cotidiano, mantiene la cercanía con los animales, está convencido de que la ingravidez es una hipótesis saludable, e incluso viable. En la galería Freijo Fine Art, de Madrid, se inauguró hace unos días una fascinante exposición. Se llama Circos y reúne parte de las piezas que realizó Vicente Rojo a partir de unos poemas de José Emilio Pacheco.
El circo que ha atrapado Vicente Rojo (en la imagen, uno de sus trabajos, fotografiado por su hijo, Vicente Rojo Cama) es el circo cuando ya nadie está ahí: Circo dormido. Ni los animales, ni los payasos, ni los trapecistas. El ruido, el ritmo que empuja al galope la sucesión de números, la música de la orquestina, el polvo que se levanta de la pista, los aplausos del público, las voces del presentador. Señoras y señores: todos duermen. Pero permanecen inmutables los objetos. Y ahora que las luces se han apagado, queda esa tristeza profunda por el barullo que se ha ido y que nos hacía compañía, pero también flota ahí la extraña quietud que procede de haber cumplido la faena. Conos, bolas, medialunas, estrellas, escaleras, el trapecio detenido: siguen vivos los colores y el brillo del atrezo, y su presencia confirma que la vida del circo sigue latiendo. Y que está ahí como el espejo que refleja lo que somos: piezas de una galería de monstruos, soñadores compulsivos, fantoches, charlatanes, autómatas.
Los poemas de José Emilio Pacheco que laten en el interior de estos artefactos de Vicente Rojo escarban con coraje en el desolador paisaje que el circo disfraza cada vez que inicia una nueva función para presentar como prodigio lo que no es más que la dura realidad. Sus versos están reunidos bajo el título de Circo de noche, y miran de frente y dicen la verdad. Por ejemplo en 'Fenómenos': "Somos tragedia, error y proyecto fallido. / Cáncer de Dios nos ha llamado un blasfemo. / Serias erratas en el Gran Libro del Mundo. / Intrusos en lo que ustedes creen normalidad. / Pero tenemos un papel en la vida: / darles la sensación de ser perfectos / y de creerse afortunados (…)". Y ya al final: "Mírense en el espejo: llevan muy dentro / lo mismo que en nosotros se hace visible. // Ustedes son para nosotros fenómenos. / Ustedes son los monstruos de los monstruos".
Payasos, siameses, las pulgas, el hombre-bala, el autómata, el contorsionista… Las figuras del circo van tomando la palabra en los versos de Pacheco (en la imagen con Vicente Rojo). Sus sueños y su dolor, su condición marginal. Un látigo restalla a los lejos y de pronto despertamos a las zonas turbulentas de la vida. Esas que también habita cualquier niño: todavía sin las claves suficientes para colocar las cosas en su sitio, el mundo (y el circo lo remeda) no le esconde sus abismos. Y aun así, el niño juega. Nietzsche habló de este como del culmen al que se accede en las tres transformaciones, tras dejar atrás al camello y al león. "Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí", escribió en Así habló Zaratustra. Una va viendo las piezas de Vicente Rojo, las escenografías y sus trabajos sobre papel, e imagina justo eso: que hay ahí un niño jugando y que va juntando cosas para reinventar las emociones que le arrancaron los personajes del circo.