Seguramente mirar a ras de suelo significa eso: descubrir la importancia de las mulas, las lentejas, los carteros, la moneda, los impuestos, las madrinas. Hay un importante detalle que Seidman no deja de tener presente: la gente no siempre actúa por principios morales sino que tiende, más bien, a defender sus intereses. Hubo convencidos en los dos bandos, muchos más al principio, pero poco a poco, y conforme la situación de emergencia se prolongaba, fueron cada vez más los que persiguieron no tanto sus ideales sino la mera supervivencia. Seidman (la fotografía es de Benedicto Moya, de Efe) explica que los franquistas lo hicieron en ese sentido mucho mejor. Tuvieron claro que tenían que alimentar a sus soldados y a la población de la retaguardia. Así que sedujeron (a veces con ciertas dosis de terror) a los campesinos: les garantizaron que respetarían sus derechos de propiedad, les pagaron mejor las cosechas, les habilitaron créditos para financiar la producción de trigo. También trataron con esmero a los animales. Las mulas fueron esenciales para trasladar pertrechos a los frentes, y se procuró que los combatientes y los acemileros las cuidaran y mimaran. Seidman explica que los navarros solían tratar a sus animales con afecto y cuenta que a una mula la llamaban Durruti y que a un burro lo bautizaron Ascaso y que, al margen de ponerles los nombres de sus enemigos anarquistas, los apreciaron mucho por los indispensables servicios que hicieron a sus tropas.
Si las mulas fueron decisivas en batallas concretas a la hora de trasladar por escarpados senderos comida, municiones y lo que fuera menester, también en el bando rebelde se engrasaron bien los mecanismos afectivos que pudieran servir de apoyo a los combatientes. Una de las instituciones que tuvo mucho éxito fue la de las madrinas. Eran mujeres que, desde la retaguardia, establecían un vínculo especial con los soldados del frente. Les escribían, los animaban, les facilitaban ropa de invierno, les mandaban "tabaco, alimentos enlatados, salchichas, chocolate y escapularios con la imagen del Sagrado Corazón para el cuidado del alma", escribe Seidman, para apuntar poco después que esta dedicación femenina les dio a los soldados un mayor arraigo a la zona insurgente y los volvió "menos propensos a la deserción". La República también quiso poner en marcha un programa semejante, pero renunció a hacerlo por el temor a que las malas noticias que los soldados pudieran recibir de las mujeres de la retaguardia los desmoralizaran en el campo de batalla.
Mulas y madrinas, pues. De esas cosas poco vistosas se ocupa Seidman. Lo suyo no son los despachos de los políticos, ni los estados mayores de los militares, ni las cancillerías de los países aliados o enemigos y, seguramente por eso, sus aportaciones ayudan a iluminar aspectos poco tratados del conflicto. La Guerra Civil puede explicarse de muchas maneras. Junto a la mirada que ve las cosas desde arriba y da cuenta de los grandes vectores (ayuda internacional, relaciones diplomáticas, batallas, decisiones políticas), conviene observar las cosas de frente: ahí se ven los sueños, ansiedades, miedos, las grandezas y bajezas de los mortales a los que les tocó aquel embrollo. "Los soldados exigían que sus comandantes cumpliesen un contrato no escrito para satisfacer sus necesidades y apetitos básicos, lo que hacía de la organización logística una prioridad máxima" escribe Seidman. Y apunta también que “la falta de compromiso de muchos soldados de ambos bandos generó una guerra de desgaste de la cual salieron victoriosos los que dirigían mejor la economía política de la guerra”. Los que cuidaron que los suyos tuvieran llenas las barrigas. Seidman muestra que, en esto, fueron más hábiles los rebeldes. Y que eso fue muy importante para que finalmente ganaran.
(*) Los franquistas se otorgaron a sí mismos el calificativo de nacionales, pero por España (por esa nación) lucharon también los republicanos: ¿qué sentido tiene mantener el equívoco todavía hoy?